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Rabiosamente español

Siempre me ha producido la mayor admiración ese que se declara de modo tan explícito y enfático "rabiosamente español". ¿Qué presión o qué impulso le mueve a encasquetarse con tan recalentada pasión el predicado? ¿Es una íntima y última falta o debilidad de convicción en torno al serlo lo que le incita a inflamarlo y alumbrarlo con el incendio de la rabia? La falta de convicción no me parece a mí que afecte tanto, en cualquier caso, al simple "ser español", sea el que quisiere el valor del predicado, cuanto al serlo o no serlo de aquel pregnante y vigoroso modo en que él querría que consistiese el serlo. Le sabe a poco (a tan poco, digamos, como al Barça le sabría no ser más que un equipo) ser español tan sólo en un sentido tan inerte, tan llano y contingente como el que la convención del uso más común y cotidiano parece suponer. O tal vez no le inspira confianza alguna abandonarse a serlo con arreglo a la libre decisión del predicado, dejando su españolez a merced de la incontrolable circunstancia de que el asémico ser copulativo del gramático relegue enteramente al solo predicado la responsabilidad de decidir, por su propia y exclusiva virtualidad significante, el más fuerte o más débil compromiso de pregnancia conforme al cual el sujeto ha de sentirse alcanzado y afectado por la predicación. Y entonces no hay más remedio que ajustar las cuentas y arreglar las cosas en el verbo mismo.En efecto, habida cuenta de que la rabia incide y sobreviene adverbialmente, o sea, atacando a la predicación por su flanco verbal, a lo que realmente se diría que acude su intempestiva añadidura (ese "rabiosamente", como una carga de caballería en forma de adverbio) es justamente a asegurar ya en la cópula misma la pregnancia, la virtud pregnante o, en fin, la capacidad para empreñar al sujeto con el predicado. Lo que pretende ese "rabiosamente" es nada menos que trocar el casto, asémico -y, en consecuencia, estéril- ser gramatical por el semántico, inseminante y genesíaco ser ontológico, viniendo a hacer de la infecunda cópula verbal una modalidad de cópula carnal. Y así sería cómo final y felizmente, por los buenos oficios y el. denodado esfuerzo de semejante adverbio mamporrero, se consigue el efecto deseado de que el sujeto en cuestión quede ontológicamente preñado del predicado de "español".

Sin embargo, recuerdo que en mis tiempos la expresión "de un rubio rabioso" solía aplicarse más particularmente a la rubia teñida, oxigenada o, como poco caritativamente se decía, "del frasco", a la manera en que "de un rojo rabioso o de un verde rabioso" suele decirse allí donde tan estridentemente concentrada se muestra la intensidad de uno u otro color en su matiz que al ojo se le antoja percibir en ellos, insistente y activa todavía, la enérgica y encrespada voluntad de verde o rojo que dirigió la mano del pintor, aunque con la irrelevante diferencia de que si el rubio de la rubia oxigenada se veía como "rabioso" no era tanto porque la voluntad de serlo se acusase en la mera intensidad de la rubiez cuanto porque, aun no siendo demasiado intensa, la imperfección del arte peluquero de aquel tiempo no conseguía encubrir del todo el artificio.

Comoquiera que sea, puesto que la rubiez sentida y señalada como rubiez "rabiosa" era eminentemente la de la rubia artificial -o aun artificiosa-, voluntaria -o aun voluntariosa- y activa -o hasta activista-, no parece del todo impertinente pararse a considerar la posible analogía entre tal clase de rubiez y el modo singular de españolez que aspira a reservarse y arrogarse el español que dice que lo es rabiosamente. Ya, por lo pronto, en lo que la rubiez rabiosa de la oxigenada parece asemejarse a la rabiosa españolez del declarante es en que lo que la rabia añade o quiere añadir en ambos casos puede ser justamente activa voluntad, deliberado empeño en ser lo uno o lo otro. La función de esa rabia adverbialmente inserta en la predicación (o sea, como ya se ha dicho, encomendando la gestión al ser copulativo, y así, forzándolo a verse a tal efecto encarnado en ontológico) parecía ser, según mi sugerencia, la de intentar convertir la españolez en una nota intensional semántica y, por ende, en principio, ontológicamente homologable, como la morenez o la rubiez, y no ya como un mero, accidental, determinante toponímico. Dicho en otras palabras: fundar la españolez como una esencia.

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Al punto salta a la vista, sin embargo, la diferencia que traerá consigo la mayor dificultad: mientras la voluntad de la rubiez puede ser de algún modo complacida, o al menos aliviada, y aplacado el tormento enrabietado de la que la sufría, tomándose sus Erinnias en Euménides merced al benemérito milagro de la ciencia que es el frasco del agua oxigenada; mientras la rubia que lo es por decisión de su propia voluntad tiene en sus manos la posibilidad de conseguir un efecto sensible de rubiez más o menos duradero -y, al menos en el muy modesto plano de la pura apariencia sensorial, ontológicamente homologable-, la química no ha acertado, en cambio, todavía, por suerte o por desgracia, con la fórmula del agua oxigenada que puede recetarse para la españolez.

Así, la situación del español que lo es rabiosamente, o sea ontológicamente, viene a ser tan dramática y patética como la de la rubia de corazón y voluntad en tiempos anteriores al hallazgo del frasco milagroso: no pudiendo ofrecer de su rubiez prueba sensible alguna (pues su divina cabellera de oro seguía apareciendo ante los ojos tan negra como la negra ala del cuervo), el público tenía que creerlo bajo la sola fe de su palabra. Ya se comprenderá que no era vida para una doncella ni paz alguna para su corazón cuando, faltándole el

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Rabiosamente español

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recurso prodigioso de pasarse por la peluquería, no le cabía otra opción que mantener la verdad de su rubiez meramente afirmándola un día y otro día por medio de insistentes, reiteradas y hasta desesperadas protestas y proclamas, que cada vez tenían que derrotar de nuevo la engañosa evidencia de los ojos y el falaz testimonio del sentido: "¡Soy rubia! ¿Estáis oyendo? ¡He dicho que soy rubia! ¡Rabiosamente rubia!". Tal vez sólo la hija del emperador del traje nuevo podía en aquellos tiempos permitirse un lujo semejante sin mayor desazón ni más sofoco que el de tener que soportar de cuando en cuando algún fugaz destello de ironía sorprendido en un rostro cortesano, destello que, por lo demás, podía ser fulminantemente congelado para siempre por decapitación.

Parecidos poderes de amenaza se diría a veces que asisten, sin embargo, al rabiosamente español, a juzgar por el modo como desde la barra del mostrador en la que se sostriba con el codo izquierdo suele volverse, nada más hecha la proclama, a recorrer con la mirada todo el bar en torno suyo, escrutando los rostros uno a uno a ver quién se atreve siquiera a rechistar o a esbozar un amago de sonrisa.

Pero, con todo, mientras la ciencia ha logrado resolverle su problema a la rubia de corazón y voluntad, el español hasta las cachas sigue sin tener otro recurso para demostrarlo que el de reiterarnos un día y otro día, y cada vez más rabiosamente, su declaración. No teniendo la opción de convertir su íntima ontológica españolez en una cosa accesible a los sentidos exteriores, tiene que sustentarla sin descanso con el denodado esfuerzo de la rabia. Es una situación que puede describirse parafraseando un verso del Tamtum ergo!- "Praestet ira supplementum / sensuum defectui". Y aquí es donde entra en juego ese que es tal vez el más admirable, singular y fascinante de cuantos actos jamás haya llegado a lucubrar la mente o el delirio humano: el acto de afirmación. El más espléndido y paradigmático ejemplar de este tipo de actos es aquel celebérrimo lema heráldico asturiano que reza como sigue: "Antes que Dios fuera Dios / y los Velascos, Velascos, / los Quirós eran Quirós". El examen de este magnífico ejemplar puede probablemente deslindarnos los rasgos fundamentales que caracterizan la índole, tan singular, del acto de afirmación. Resalta en primer lugar el hecho de que aquí la afirmación no es otra cosa que autoafirmación, afirmación de identidad. Mas toda afirmación de identidad, como lo prueba "los Quirós eran Quirós", es, cabalmente, afirmación de identidad consigo mismo. Pero, a su vez, no hay más identidad con uno mismo que la que implica otreidad respecto de otro y, en consecuencia, toda autoafirmación es simultáneamente y en el mismo grado negación de otro. Lo que, siguiéndole tenazmente los pasos -aun a riesgo de resultar pesado- a esta misma liebre, acarrea por su parte la ominosa consecuencia de que toda identidad es, por definición, esencialmente antagónica; o sea, que la identidad es algo que recibe sentido únicamente en el antagonismo, por el antagonismo y del antagonismo. Así, del mismo modo que los soberbios Quirás, henchidos y pagados de sí mismos hasta el extremo de no andar reparando ni en blasfemias, necesitan para apoyar la afirmación de su propia identidad de unos explícitos Velascos para negar, de tal manera que si no existiesen tendrían que inventarlos, así también bien puede sospecharse que la llamada "Antiespaña" podría no tener más realidad ni otra existencia alguna que la de subvenir a la necesidad, de todo punto inexcusable, de proveer un testaferro cualquiera que negar y sin el cual no hay acto de afirmación imaginable; testaferro inventado por la rabia misma que solicita objeto contra el que proyectarse para que pueda sentir su propia identidad de la manera antagónica y pugnaz que corresponde al español que lo quiere ser rabiosamente, o sea, ontológicamente.

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