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Carta a Teresa y Claudio Guillén

Queridos Teresa y Claudio: Ya han pasado días bastantes para que yo pueda, ahora, escribiros esta carta. Llegué a Málaga la víspera del entierro de vuestro padre. Se encendían las primeras luces de la noche. La ciudad, tranquila en su dulce brillar, se me aparecía con el movimiento habitual. La gente deambulaba por las calles como siempre. Iban y venían los coches por la calzada. El paseo Marítimo, abierto y hermoso, no había cambiado en nada. Pero mi pensamiento tenía un matiz distinto al de otras ocasiones. Aquéllas en que yo visitaba a Jorge y con él charlaba amigablemente hora tras hora. Sólo que ahora el entrañable amigo estaba y no estaba por aquellos parajes. Por aquella ciudad. Me costaba trabajo imaginármelo inmóvil y silente. Me costaba trabajo imaginármelo metido entre las cuatro tablas de un ataúd. Me costaba trabajo saberlo muy próximo y, al tiempo, muy lejano. Jorge Guillén era, fue en todo momento, fue a cada instante, una llama de comunicación, de aguda inteligencia, de afecto constante. Era joven. Siempre joven. Era, en el más profundo sentido del término, vivaz. Era la delicia de la existencia. Era la certeza de la continuidad. Mas todo esto, ahora, estaba roto.Destrozado. Acabado. ¿Sentía yo, quizá, la melancolía propia de la desaparición de una realidad valiosa, de una realidad única? No atino a decirlo. Más que tristeza, lo que yo experimentaba era desconcierto y, con el desconcierto, inquietud ante lo inexplicable. Porque si toda muerte es siempre, indefectiblemente, algo que se escapa a cualquier racionalización, en este caso, en el de nuestro Guillén, ese elemento de irracionalidad llegaba al máximo de su negra eficacia inentendible. Málaga se me desteñía, se me tornaba extraña, impenetrable, irreconocible. Como si la anihilación personal del amigo anihilase la gracia, la prestancia y la amable desenvoltura de la ciudad. Algo me había sido escamoteado. Tristeza, desnorte, ambigüedad.

Al día siguiente, bien de mañana, acudí al Ayuntamiento. Allí estaba la capilla ardiente. ¡Capi-

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Carta a Teresa y Claudio Guillén

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lla ardiente! ¡Qué contraste el de esta última palabra con el frío de lo irremediable, con el frío del silente y rígido muerto! ¡Qué contrasentido! Hablé con vosotros. Admiré vuestra, forzada serenidad, vuestro buen ánimo, vuestro saber estar en la desgracia. Hablamos. Después visité el túmulo funerario. Allí había un féretro materialmente cubierto de flores. Por allí desfilaba, innumerable, la gente, sobre todo los jóvenes. Pero en mi alma la desorientación había hecho presa segura. Presa cruel.

A la tarde, y bajo la luminaria del sol, acompañarnos, en cortejo, el bulto inerte del poeta. El público se agolpaba a nuestro paso. Llegamos al cementerio inglés. Una colina en laberinto con tumbas disimuladas entre la alegría y la serenidad del follaje.

-¿Cómo estas, Teresa?

-Bien. Pero todo esto, ¡es tan inverosímil!

Cierto. Diste con la frase exacta. Con la frase que dibujó ceñidamente nuestro estado de ánimo. ¡Qué inverosímil esto de enterrar a Jorge Guillén! Esto de darle tierra. Darle tierra a él que era tierra humanizada. A él que la llevaba en lo más hondo y radical de su corazón.

Ya se sabe: la muerte es ausencia y es silencio. Dos cosas absolutamente alejadas del estilo vital del poeta. Porque en vuestro padre, queridos Teresa y Claudio, jamás hubo ausencia y jamás hubo silencio. Su presencia física, o sus poemas, o sus cartas, constituían algo así como el certificado de una voluntad de persistir que se apoyaba, a su vez, sobre el basamento del goce de la vida -un goce inmediato, sencillo y, por eso mismo, profundo-, del cultivo amoroso de la relación cordial, de la afirmación de lo auténtico en arte y en todo lo demás, del buen ordenamiento ético de la conducta, de la generosidad valorativa, de la indulgencia y del lujo vital del perdón. Otros siete Pilares de la Sabiduría. Porque Jorge Guillén, el hombre que se llamó Jorge Guillén, fue, sin duda, un gran poeta, una gran inteligencia y un gran profesor. Mas fue, por encima de todo esto, más allá de todo esto, un maestro de la existencia. Lo que él nos enseñó no podrá jamás figurar en ninguna historia de la Literatura a pesar de los estudios que en torno a su figura y a su arte se han llevado a cabo y seguirán llevándose a cabo. Bueno es que esas indagaciones continúen. ¡Cómo no! Pero, con todo, no podrán satisfacernos si en la empresa no se pone una pizca de aquello que el poeta encarnó. Y que puede resumirse, pienso yo, en estas dos sencillas palabras: elegancia personal. Quiero decir elegancia de toda la persona. Esa elegancia que se extiende desde el atuendo hasta el trato con el prójimo. Jorge Guillén poseía el don de la entrega sin excesos y de la ayuda a los demás sin grandes gestos, ni frases rimbombantes. Pues era, al tiempo que abierto, recatado. Y en la buena mixtura de estas dos virtudes reside lo mejor de toda criatura humana.

Podría traer aquí a colación tantos y tantos magníficos versos que confirman lo dicho. No es menester. Están en la mente de todos nosotros. De todas formas, permitidme, buenos amigos, que rememore dos sumamente elocuentes. Helos aquí: "Tengo ya lo que nunca tuve: / Mucho azul con poca nube".

Con ellos concluye Cristóbal Cuevas un muy sagaz retrato del poeta. E ni ellos se resume la postrera felicidad del Guillén retirado al reposo y la paz frente al Mediterráneo. En el budismo tántrico -nos lo recuerda Huxley- se aconseja esto: "Mira a una persona, a un paisaje, a cualquier objeto común, como si lo vieras por primera vez". Esta visión virgen, esta visión incontaminada -la que reclama mucho azul y poca nube- fue la de Jorge. Una manera de centrar la retina sobre el mundo como si el mundo acabase de nacer, con la gracia de la pureza y de la entrega confiada. Pureza y entrega fueron las constantes en la existenia de nuestro poeta. De ahí manó su propia creación. Pues a la inmaculada textura de la realidad en torno correspondió, con máximo ajuste, el acendramiento y la donación que él hizo de sí mismo.

Mucho azul y poca nube. ¡Cuánto y cuán poco! No necesitaba más el alma efusiva de Jorge Guillén. El alma comunicadora y creadora del poeta Jorge Guillén. El alma optimista y sencilla, el alma confiada de Jorge Guillén. Por eso, y aun cuando ahora su bulto humano ya no disponga de azul ni de algo de nube, su espíritu, a buen seguro que tendrá en el más allá cuanto azul quiera. Y también las leves nubecillas que, por contraste, subrayen el azul luminoso y constante de su propia eternidad.

Lo inverosímil, querida Teresa, ya no lo es tanto.

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