La política cultural 'socialvergente'
Nos guste o no, lo admitan o lo nieguen los responsables administrativos, el Estado impone sus criterios a la producción cultura] de un país por muy liberal que sea su Constitución. El Estado es el único financiador serio y sistemático, y aquello que elige para financiar responde a una multitud de factores; pero siempre es posible trazar uña recta a partir de muchas líneas en zigzag, y esa recta es la política cultural del Estado. Los actuales administradores del dinero cultural actúan bajo un imperativo ideológico típico del progresismo. Dicen que no son ellos quienes deben dirigir la producción cultural; que ésta ha de ser espontánea, de manera que sólo requiera una discreta activación de los puntos más sensibles. Este prejuicio es nefasto. En primer lugar se trata de un deseo, y, como tal, carece de utilidad administrativa. Es posible que lo mejor (¿para quién?) fuera la espontánea producción de las masas. El caso es que la espontánea creatividad de las masas depende fundamentalmente de su información, y ésta les llega por la televisión, la radio, las revistas populares y demás medios de comunicación. Así que la política cultural, según el prejuicio progresista, la haría el ministro de Transportes y Comunicaciones, el ministro de la Presidencia, el señor Calviño y el INLE, sin que nadie pudiera pedirles cuentas. Pero, en segundo lugar, eso no es ni siquiera cierto. La espontaneidad cultural popular es un fantasma retórico. El Estado impone una línea (clara y oscura), y la producción se adapta a ella indefectiblemente. Negarlo es dar síntomas de una hipócrita desconfianza en el poder del dinero.Las líneas de conductas son sutiles. Un ejemplo: en la publicidad madrileña las cajas de ahorro se anuncian con signos líricos y de considerable panfilía (me refiero a televisión): picos nevados, campos de trigo, canciones con cachet; en Fin, una cierta idealización de la clase media baja y sexagenaria. La caja de ahorros que se anuncia en el circuito catalán presenta una imagen opuesta: es una caricatura cruel, esperpéntica, humillante del ahorrador sexagenario catalán. Un grupo de provectos jugadores de dominó excitan la envidia de otros proyectos jugadores mediante la exhibición de un viaje a Mallorea, regalo de la entidad bancaria. "¡Y sin gastar un duro! ¿Eh?". Los gestos, el lenguaje, la decoración, parecen elegidos por el más grosero de los enemigos históricos de Cataluña. Pero, curiosamente, la Generalitat ha financiado una película (su título: Locos, locos carrozas) que es exactamente igual a esa publicidad, un abomínable producto que se jacta en decir: ¡Por fin tenemos un Pajares o un Alfredo Landa catalán! La película es una colección de tópicos sexuales, escatológicos y económicos típicos de la pornografía sociológica del franquismo.
No es casual. Un miembro del consistorio barcelonés me aseguró que la responsable de Cultura, Maria Aurèlia Capmany, había rechazado una exposición de Matisse por demasiado elitista. No debe, no puede ser verdad. Lo grave es que podría serlo, porque un ambicioso proyecto del mencionado departamento es la implantación de la zarzuela en Barcelona. La política cultural de los socialistas catalanes tiende a un populismo de la peor estirpe idealista. Se trata, según dicen, de "eliminar el elitismo" (todavía no lo llaman decadentismo) o de "promover el arte popular". Caminan ciegamente en dirección a Max Cahner y la política cultural de Convergència. Es un mimetismo inquietante.
Hay en ese planteamiento un par de equívocos. El primero y superior es el del término: lo popular. ¿Qué pueblo? No merece la pena analizarlo. Hoy día en Cataluña sólo hay un pueblo: la clase social en disputa electoral la presa de ambos partidos. Es decir, la pequeña burguesía católica y poscarlista, de donde, por otra parte, se nutren casi todos los cargos de ambos partidos, socialista y convergente. Es muy curioso que esa clase social, la única idealmente catalana, acapare la totalidad de la representación política. Ambos partidos se la disputan porque creen que es la única baza nacionalista real. De ahí la falta de interés total hacia lo que llaman cultura de elite o por una imprescindible captación del electorado inmigrante. El catalán por antonomasia, para ambos partidos, es el tendero de principios de siglo discretamente sexualizado.
El segundo equívoco es el de la neutralidad y el miedo al dirigismo cultural. Se trata de un« puro engaño. Dirigismo cultural lo hay siempre que existe financiación. Pero la izquierda trata de disimular la mala conciencia con el cuento de la cultura popular. Promover un cine de halago a las zonas más brutales y acéfalas de la sociedad (como Locos, locos carrozas) o financiar espectáculos que rozan lo patológico (como la práctica totalidad del teatro que se exhibe en Barcelona), con la excusa de que son populares, oculta la impotencia de los funcionarios para poner en pie una producción inteligente. Tratan de evitar críticas de la izquierda mediante el fantasmón del pueblo o de la tradición popular catalana mientras ofrecen cifras de asistencia (el argumento económico es el único argumento moral de la derecha), cifras que podrían multiplicarse por 10 si se decidieran a financiar una ejecución pública, el espectáculo más popular de todos los tiempos.
Reconozco que en este embrollo mimético juega un papel importante la ambigüedad de la palabra cultura. Ambigüedad que se eleva al cubo cuando se le añade el epíteto de popular. Si el pueblo es la masa interclasista y ajetreada de las ciudades, entonces no necesita financiación de ningún tipo para divertirse. Basta con una legislación tolerante en materia de orden público. Los errores se cometen cuando el pueblo queda reducido a un pequeño sector del electorado, codiciado por los partidos mayoritarios. Y esos errores, si no me equivoco, no son sólo errores políticos, son también errores morales. Porque con un disfraz mercantilista se está llamando política cultural a lo que es pura y simplemente un soborno libidinal. Y los responsables de cultura son entonces los actuales funcionarios del ministerio de propaganda. Si me votas tendrás sardanas bajo tu ventana, susurra Convergencia; vótame a mí y te daré zarzuela, cantan los socialistas. ¡Menudo panorama, señores!
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