El Estado y la nación
No sé quién pudo ser el desdichado que creyó encontrar la solución a nuestros tradicionales problemas por el simple procedimiento de la omisión. Quitando el nombre. Que nadie hable más de España, debió decretar el infeliz. Y dio así en propalarse una de las expresiones más insufribles y necias de cuantas componen el vocabulario político actual: estado español. Como si al pronunciar estas dos palabras se conjurara la terrible maldición y se evocara un maná que hasta el presente nos hubiere sido negado.'Estado español'
Con la expresión estado español se descompone el vocablo España para sintonizar con la ola de aldeanismos patrióticos tan en boga. España reúne a la vez el sentido político y el sentimental que son propios de la jerga nacionalista. Mientras que cuando se dice estado español se quiere dar a entender que las naciones que forman España se hallan configuradas políticamente bajo la forma estatal de lo español. De donde se deduce que España no es una nación y que lo estatal-español es lo artificial, lo administrativo, lo convenido, cuando no lo impuesto; al tiempo que lo natural, lo permanente, lo auténtico son las naciones que forman el llamado estado español. Quien más contribuyó a que se utilizara esta expresión fue el general Franco, que, haciendo honor a la teoría política hitleriana que le inspiró, vio en esta fórmula la manera ideal de definir su original invento. ¿Cómo calificar aquel engendro? Una república no era. Una monarquía, tampoco. Pues le pusieron Estado, con mayúscula. Y de aquella creación mayestática surgieron centenares de libros y tratados que los sesudos especialistas garrapatearon a la búsqueda de las sustancias hispánicas. Porque España siempre ha sido causa de inspiración para unos y para otros. Por eso hay nacionalistas españoles y nacionalistas antiespañoles, con toda su retahíla interminable de banderas, patrias, pueblos, naciones, nacionalidades y demás componentes del frenesí de autoafirmación que da pábulo a los histerismos patrioteros de distinto pelaje que deambulan por nuestro solar.
El hecho es que, al abrigo de dos realidades indiscutibles y en cierto modo contradictorias de lo que entendemos por España, como son su constitución heterogénea y su longevo ayuntamiento, se han generado dos tipos de actitudes que, según se identifiquen más con los rasgos diferenciales o con las afinidades colectivas, se han caracterizado como impulsoras de unos nacionalismos periféricos o de un nacionalismo español, valga la expresión. Estas dos formas de concebir la existencia en nuestro país han tenido en el transcurso de los dos últimos siglos una plasmación especialmente intolerante: primero, con la monarquía absolutista, que llevó a cabo una centralización del Estado en detrimento de la personalidad propia de cada uno de sus miembros, y después, con la dictadura franquista, que con una vesania y una brutalidad sin límites combatió cualquier vestigio de originalidad y diferenciación. Y los beneficiarios de aquel régimen que invocaba absurdas virtudes patrióticas no hicieron si no exacerbar los ánimos de quienes, desde el silencio, identificaban lo español con la barbarie triunfante y alentaban la exaltación de otros cultos nacionalistas que resultaran más presentables y más próximos. Y en verdad que sólo si se recuerda la estúpida incivilidad de la dictadura se alcanza a entender la descabellada reacción que ha provocado.
Yo no voy a descubrir la raigambre que las reivindicaciones nacionalistas tienen en la historia de España, pero en esta hora de confusión creo que hay algunas cosas que deben ser recordadas. La primera, por su cercanía temporal, es que las dictaduras españolas han sido dictaduras de todos. Cuando tal sistema de gobierno encuentra tantas oportunidades y tan duraderas es que el conjunto de la sociedad en la que se asienta admite su perdurabilidad. La segunda se refiere a la fanatización de los rasgos diferenciadores, como si lo catalán o lo castellano o lo vasco fueran circunstancias absolutamente incomunicables y abocadas al enfrentamiento. La tercera afecta a la idea del nacionalismo, tan frágil, tan maleable, y detrás de la que se esconden no pocas calamidades colectivas. Siempre ha estado presente en nuestra historia, y ésta es su realidad indiscutible. Pero hay que decir que el nacionalismo es una ideología difícilmente defendible, sea del matiz que fuere, y que su máxima predicación es una gran trampa, porque no hace falta ser nacionalista para ser vasco, ni hay que identificarse con esta ideología para amar la tierra de uno. ¿Qué nos ocurre entonces? Hay un problema de conciencias desgraciadas en el trasfondo de toda esta irracionalidad que estamos viviendo. Y un temor a reconocernos. Nadie quiere responsabilizarse de las desdichas del pasado, y preferimos huir. Quitamos de encima la historia verdadera fabricando otra más liviana. Frecuentemente da la sensación de que la dictadura fue obra de un puñado de malvados -casi siempre madrileños- y que todos los demás son inocentes en busca de su profanador. Así ha llegado el español a la tardía convicción de que no siendo español encontrará la felicidad. Toda una generación obligada a no pensar y a no manifestarse libremente se ha educado en el rechazo de una idea-fantasma -España-, a la que culpa de sus males, y en la desvergüenza de sentirse libre de cualquier responsabilidad propia. Debe de ser maravilloso eso de acostarse todos los días con la inocencia histórica y levantarse unas horas después señalando al culpable de tantos infortunios colectivos. De esta manera, muchos españoles se sienten inmaculados por primera vez en su vida.
Nacionalismo
La receta para este milagro es sencilla y antigua. Se llama nacionalismo, como vemos, y lo cura todo. Introduce en la conciencia de la sociedad lo que el corporativismo en las clases sociales. Una fragmentación. Una moral distinta. Lo que hace la nación es bueno porque lo hace la nación: right or wrong, my country! Las naciones son diferentes. Por eso se manifiestan de forma diferente ante los problemas. Un sociólogo muy perspicaz ha dicho que ciertos recientes asuntos gravísimos del estado español no tenían repercusión popular en su nación, "porque, como aquí tenemos una conciencia nacional distinta, no nos afectan esos acontecimientos". Cierto. Siendo tan pocos los causantes de tantas infamias, fácil será que muy pronto todos seamos ajenos a todos. Lo malo es cuando los infames se reparten, cuando los culpables crecen como los hongos por doquier. Entonces, a lo peor, en vez de acabar con unos pocos habría que acabar con todos, como decía Clarín en su copla: "Para que España se salve, / conozco un medio, señores. / Y se lo encargo al gobierno: / suprimir los españoles".
Hay un nacionalismo que yo creo entender, por momentos. Es el de los débiles contra los fuertes. Pero no estoy muy seguro de que sea éste, exactamente, nuestro caso. Desde luego no lo es unívocamente. Porque en España se entremezclan la debilidad cultural con la fortaleza económica, o la fortaleza política con la debilidad económica. Y de esta interconexión surge otra historia de la realidad española un tanto diferente, y que hoy no se cuenta. Viene a decir que el centralismo es consecuencia de unos intereses oligárquicos que en no pocas ocasiones, a cambio de proteccionismos económicos, aceptaron imposiciones políticas y culturales aberrantes, aunque no más injustas seguramente que la que ha supuesto someter, de manera sistemática, a regiones enteras a la pobreza económica y al desgarro social. Porque el centralismo no sólo ha consistido en gobernar autoritariamente la periferia desde el centro, sino en gobernar con idénticos criterios el centro, a la vez que era esquilmado de su riqueza económica y de su armonía social. Sería interesante saber cuántas fortunas se han hecho al amparo de estas componendas oligárquicas, cuántas fábricas se han levantado, cuántos proyectos de modernización de esa otra media España ruralizada se han ido posponiendo una y otra vez en beneficio de una industria escasamente competitiva, y cuántas familias han perdido sus raíces obligadas a buscar fortuna fuera de su nación, como se dice ahora. Por otra parte, se aducen en defensa de valores nacionalistas irrenunciables diferencias culturales. Estas diferencias existen. Y deben ser protegidas. Pero nada más lejos de la realidad que erigirlas como barrera infranqueable de incomunicación. Porque, sencillamente, en el plano de la ideología nacionalista, hay que decir que la nación es una entelequia superable. Hay multitud de pueblos que teniendo la misma cultura no forman la misma nación, y otros muchos que formando la misma nación poseen culturas diversas. Además, sería erróneo pensar que la cultura de un pueblo corresponde a lo que muchas veces no es más que un reflejo de un reducto social incapaz de penetrar en la realidad de lo popular. Por eso puede que las diferencias evidentes que hay en España no sean, quizá, del mismo signo que algunos creen. Me pregunto cuáles son las distancias que hay entre un obrero de la Seat de Barcelona y otro de Pegaso de Madrid, o entre un albañil de Bilbao y otro de Oviedo, o entre un pescador de San Carlos de la Rápita y otro de Isla Cristina. Y, sin embargo, ¿cuáles son las identificaciones entre un miembro de la gran burguesía vasca y un trabajador de Altos Hornos de Vizcaya, o entre un tecnócrata madrileño y un labrador de la Tierra de Campos?
El español
Un pueblo más pragmático y con menos vocación de suicida que el nuestro no elevaría a categorías irrenunciables cosas que están en la naturaleza de los hombres y que, por tanto, deben tener soluciones naturales. Pero aquí se complica todo demasiado. Hay demasiadas heridas. Demasiadas revanchas. Y demasiada torpeza. Yo no sé si existe España o no existe. Tampoco me interesa mucho. Lo único que creo es que tan fuertes o más que puedan ser las diferencias entre los españoles son sus afinidades de todo tipo: históricas, culturales, políticas, sentimentales y lingüísticas. La unión de todas estas características ha producido ese extraño personaje, perfectamente identificable, que es el español. Pero, qué tipo tan peculiar. Cuántas cosas grandes ha hecho a lo largo de la historia y, sin embargo, qué gran capacidad de rebajarse, de ensuciar gratuitamente la vida, de hacerse mezquino, de ofender a sus conciudadanos, de ser altivo con la libertad y arrugarse ante la tralla del dictador de turno, patriota, claro, como él. Lo más penoso de todo es ver a la juventud cómo se agarra a viejos estereotipos conservadores. ¿Qué dirían estos jóvenes ante un resurgimiento de¡ siempre latente nacionalismo español? ¿Piensan acaso que el suyo es más lícito? Puede que ésta sea la razón para que pisoteen banderas, no para acabar con ellas, sino para sustituirlas por otras banderas. Su actitud sólo es comparable a la simpleza acrítica con que algunas organizaciones de los trabajadores han sustituido la vieja aspiración de crear una patria universal por esta chirriante marcha de símbolos, mitomanías y dogmatismos más propios de los carnavales de un partido judicial.
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