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Andropov y la nada

Se ha muerto Andropov: se ha muerto nada. Quince meses de Gobierno apenas han ayudado a definir a Yuri Andropov: se va inédito. Apuntó su política a tres puntos esenciales: un intento de reducir la tensión agobiante con Reagan y con la generalidad de Occidente (sin perder nunca el sentido previo de la separación del bloque adverso, buscando la cuña de separación entre Estados Unidos y Europa), una recuperación de la amistad perdida con China, que apuntó desde el mismo acto solemne de su toma de posesión, y un saneamiento de la sociedad de la URSS: de la disminución de la forma popular de la corrupción que es el absentismo laboral, la holgazanería, el desapego no sólo por el trabajo, sino por la participación; es decir, un deseo de detener la continua erosión del tiempo en la base del régimen. En los tres fracasó, y podría decirse que fracasó porque no tenía en sus manos el poder suficiente, aun acumulando los cargos. No parece ya que el poder en la URSS pertenezca a un hombre, pero tampoco debe residir en los Gobiernos, el partido o el ejército; mucho menos al pueblo: es como un gigantesco robot nacional que vive entre otros robots de su tamaño y actúa por antiguas programaciones. La ficción de la decisión se está reduciendo cada vez más a la anécdota. Cuidado: no es un problema soviético. Atañe a todas las sociedades más o menos evolucionadas, que ven diluirse hacia un punto que parece el infinito lo que antes estaba bien definido como el centro de decisión. Pero en la Unión Soviética tiene un desarrollo histórico propio.El sistema de apaciguamiento o el fomento de los pacifismos no detiene nunca el movimiento perpetuo del rearme, las conferencias no contienen la nueva guerra fría. La cuestión china obedece a otra dinámica interna del país del otro comunismo -y el comunismo es ya donde se aplique un magma indefinible, unos preceptos que han perdido toda su rigidez y se adaptan al recipiente nacional que los contiene- y se inscribe a su vez en la gran maquinaria de la política mundial.

En cuanto a la sociedad soviética, tiene algo de animal pasivo y lento que se degrada y empobrece -un poco en lo material, en el consumo: mucho, enormemente, en la inventiva, en la imaginación, en la plasticidad-, a la que ni el látigo ni el estímulo hacen salir, de su huella. No faltan alusiones, al contemplar este fenómeno, a la cuestión del carácter nacional y, reduciendo, del alma eslava. Si algo tenía Andropov de verdaderamente interesante era representar él mismo esa imagen de la pasividad inerte, del lento camino hacia la decrepitud. Andropov, un policía inteligente con fama de liberal dentro de su género, probablemente no había recibido suficiente enseñanza -porque no está en los grandes textos de la revolución- acerca de por qué se produce la pereza colectiva, el desapego de un pueblo por sus formas de trabajo y por la participación en algo de lo que simplemente sobrevive. Suele ser la acumulación de la falta de sentido de la vida, la desaparición de los objetivos finales, la idea creativa de la civilización en la que participa. Andropov no ha insuflado, a pesar de su optimismo inicial, de ese desmayado renacimiento que experimenta el hombre al contacto del cargo nuevo, de su diversidad de formaciones, de su contacto con el extranjero, de lo que se ha considerado como su liberalismo dentro del régimen: un sistema de esperanzas.

Ha manejado, en cambio, algo profundamente real: el miedo. Probablemente un grande y antiguo poder en la URSS, y en todas las Rusias, pero ahora ya no con el mismo signo de la época de Stalin, ni aun de las posteriores, sino el miedo a la agresión internacional, a la guerra nuclear, a la palpable presencia de los euromisiles implantados en torno a su territorio en Europa. Probablemente Reagan muera un día sin comprender cuánto ha ayudado su política de firmeza y de enfrentamiento a la fabricación del poder de cohesión del miedo en la sociedad soviética. Es el mismo miedo administrado en la forma de política internacional sobre los países del Este y desde luego, sobre la Europa nuclearizada.

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Se puede pensar ahora que el comunismo soviético ha vivido y se ha desarrollado siempre a la sombra del miedo: desde la revolución de 1917 -y el cordón sanitario y la guerra civil- al de una posible alianza entre las democracias y Hitler para destruirle; luego, la invasión real de los alemanes y, finalmente, una larga guerra fría que, desde Reagan, se ha agudizado. Al hacer la biografía de la URSS en estos últimos años aparece como el factor constante y único. El comunismo soviético es Marx y Lenin más el terror, interno y externo. La contrapartida sería la de saber si la atenuación de un miedo externo hubiese sido capaz en algún momento de romper el miedo interno y producir un cambio paulatino o rápido del régimen. Es la carta que queda por jugar.

Ese miedo, ese conservadurismo patológico, ha hecho a la URSS renovar sus generaciones de dirigentes cambiando las estatuas de piedra una tras otra, sin verdaderamente renovarlas: yendo a lo falsamente seguro, al gran frigorífico de los hombres de la vieja guardia que, extinguida, ha dado paso a sus hijas mayores. Andropov era uno de ellos, izado al poder a los 68 años y enfermo, para cubrir el vacío de otra mole petrificada, la de Breznev. Apenas pudo añadir nada a los años grises de su predecesor, como no hayan sido otros años grises y fríos.

Se le dice, hoy, difícil de sustituir. Nadie le va a sustituir: se le va a continuar, como él era un continuador. El poder está en la maquinaria externa e interna, en este movimiento sin fin de lo programado hace medio siglo y que sigue un camino biológico hacia la nada. Deja tras él un saldo sin demasiado interés; abre desde su vacío otro vacío. Probablemente el sistema de los hombres fundamentales, el régimen de secretario general, se ha ido desgastando de esta apurada manera: han dado nombre y cáscara a una fuerza oscura que, de no mediar la catástrofe, y mientras siga alimentándose de las distintas formas del miedo, podría seguir enfriándose lentamente hasta el infinito.

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