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Reportaje:

Miseria y hambre en 12 metros

Siete personas, varios perros y dos cabras viven en una pequeña cueva de Almería

Una mujer con evidentes síntomas de deficiencia mental, cinco de sus hijos, un hombre, varios perros y dos cabras viven desde hace varios años en un agujero de 12 metros cuadrados, enclavado en un cerro, situado en la localidad almeriense de Arboleas. Ante lo dramático de la situación, se ha iniciado por parte del ayuntamiento un informe para tratar de buscar una solución. La miseria que rodea a esta familia ha incidido en la muerte de tres de sus miembros, y el frío, los piojos, el hambre y la suciedad son constantes asumidas como normales en la vida de las siete personas que aún sobreviven.

Varios vecinos del pueblo han mostrado ante el alcalde, Cristóbal García, del PSOE, su preocupación por la actitud que en los últimos meses vienen manteniendo dos de los siete hijos vivos que tiene una mujer llamada Piedad y que, a consecuencia de un problema de deficiencia mental, tiene que preguntarle al hombre que vive con ella sus apellidos y la edad para que el periodista pueda enterarse de que los primeros son Vega Rodríguez y la segunda 37.La preocupación de estos vecinos está motivada porque a Carmen y Manuel, de ocho y cuatro años respectivamente, el hambre les ha obligado a salir del agujero y andar por las calles cercanas en espera de, a la hora de la comida, encontrar una puerta abierta y entrar, sin ningún tipo de prejuicio, a coger lo primero que encuentran a mano.

Hasta ahora, Piedad, Pedro, Carmen, Manuel y otros tres hermanos más, con edades de dos y un año y un mes, no suponían un problema excesivo. Han vivido, malviven, en el agujero, compartiendo el espacio y la miseria con varios perros y dos cabras, y al que se llega después de recorrer un corto barranco de difícil tránsito si está seco e intransitable si llueve. Son los hijos aún vivos de la Piedad. El hambre y la falta de asistencia sanitaria adecuada ya se encargaron de disminuir las necesidades alimentarias de la familia, y otros tres hijos murieron antes de perturbar la vida de algún vecino.

A Cristóbal García, el alcalde, lo que más le molesta es la hipocresía. "La gente que muestra su preocupación es la que antes no se ha preocupado de nada".

Pero, en el fondo, no es éste un problema a resolver por ninguna virtud teologal. Pedro María Fernández, sacerdote de la única parroquia del pueblo, relata con verdadera tristeza no exenta de indignación las condiciones en que Piedad ha dado a luz en los dos últimos partos. "El último lo ha tenido en la cueva, rodeada de miseria por todas partes; el anterior lo tuvo debajo de un árbol y no echó la placenta hasta el día siguiente, que fue cuando una monja enfermera se enteró de lo que había ocurrido y la auxilió como pudo".

A la cueva se llega después de subir una pendiente, y allí, en la puerta, el olor puede ser verdaderamente molesto. Ropas sucias, cabras y perros escuálidos son la eterna compañía de esta familia cuando a eso de las cinco de la tarde llega la hora de comer, "porque nosotros, señor, comemos todos los días". Pedro Fernández, el hombre que vive con ellos, tiene la piel esculpida por mil arrugas y la ropa tan deshilachada y rota que permite verle el pene .

El momento del almuerzo es un espectáculo difícilmente olvidable. Una cacerola llena de arroz blanco con un poco de leche, y todos, grandes y pequeños, sentados en el suelo, rodeándola con una fruición que parece impropia de este siglo. La suciedad de los rostros, las manos y las ropas, la eterna pelea que mantienen con los perros para que éstos, que están hambrientos y cercanos, no metan su hocico en la perola, y el frío de la tarde, da a la escena un perfil desolador, del que sólo brota la voz agradable y vivaracha de Carmen para afirmar, alborozada, que ella está en primero "y ya sé leer, y además tengo dos amigos".

El arroz blanco está comprado con la venta de algún cesto de esparto realizado por Pedro, y que es la única fuente de ingresos de una familia de la que sólo se han acordado algunos porque dos de sus miembros tienen el hambre suficiente como para correr barranco abajo y meterse en la primera casa a coger el pedazo de pan que encuentren en la mesa. A pocos metros, los otros integrantes permanecerán encerrados en una cueva de 12 metros cuadrados, rodeados de piojos y cultivando el esparto y la pobreza. Lo único que piden todos es una casa en la que no morir de frío.

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