Los gitanos
PASANDO POR héroes superrealistas de García Lorca o por ladrones de gallinas, los gitanos están en España envueltos en leyendas buenas o malas, pero absolutamente incomprendidos. A las páginas de los periódicos suelen acudir por sucesos varios -la palabra reyerta parece acuñada para ellos- o por apologías lacrimosas; en las tribunas de las Cortes apenas comparecen porque no disponen del número de votos suficiente -y se supone que ni siquiera lo ejercen- como para mover a los políticos, o evocados por algún orador especializado.En estos días, y al amparo de algunos sucesos individuales y colectivos, se reverdece, mal, la "cuestión gitana". Hay ahora una mayor atención pública a la delincuencia, en parte porque la que tiene carácter menor ha crecido como consecuencia de situaciones sociales y penales, en parte porque forma parte de un cuadro alarmista fabricado. Esta nueva atención pública y su difusión crean situaciones de autodefensa, de desconfianza y de suspicacia y, dentro de ellas, aparece el viejo miedo al gitano. Los pueblos y las barriadas periféricas se les cierran, las posibilidades de convertirse en estables se reducen y, donde lo son, se aumenta la sensación de gueto. Se les impulsa así a una trashumancia obligatoria, que tienen ya inscrita en su antigua diáspora, y sus posibilidades de integración. Es un círculo que nunca se cierra.
No sólo la imaginación popular, sino algunas autoridades de diverso nivel tienden a alimentar los conceptos peyorativos basándose en leyendas etnológicas y antropológicas. Se dice que son sus costumbres y su hábito de vida los que impiden su integración, y un supuesto respeto a esas costumbres evita su estancia en viviendas sociales, su escolarización, su empadronamiento y su empleo. Ciertamente, las minorías son respetables en todas sus costumbres, ritos y sistemas de vida; pero es una hipocresía utilizar ese respeto como pretexto y nunca se ha aclarado suficientemente qué es lo que los gitanos no desean, no quieren o desprecian de unas formas sociales de vida que para muchos de ellos aparecen efectivamente como una imposición; si realmente se pueden aplicar unas normas genéricas a todos, o si se pueden distinguir entre los que forman sociedades estables en muchos puntos de España o los que eligen una trashumancia que no se detiene en las fronteras; si algunas de sus costumbres no son susceptibles de entrar en las obligaciones genéricas de los ciudadanos españoles, y si los no gitanos deben también, por ley y por obligación, aceptar las que los gitanos transportan consigo mismos. A pesar de las asociaciones existentes, de los estudios de algunos especialistas, de la abnegación de algunos defensores, no termina nunca de aclararse si es por unos deseos que hay que respetar o por unas presiones sociales que les han obligado a disfrazar de deseos o de asentamiento de costumbres lo que les ha sido impuesto y nadie borra, o, al contrario, aumenta: los beneficios de la ciudadanía española a lo largo de los últimos siglos apenas se han trasladado a la raza gitana, y, por tanto, el abismo es creciente, y las diferencias, cada vez mayores.
Las posibilidades de que la delincuencia sea más alta son, por lo menos, comprensibles en un grupo donde los índices de mortalidad infantil, esperanza de vida, analfabetismo y paro son inmensamente mayores que los de la media general; las de la violencia crecen en cuanto saben, intuyen o sospechan que ciertos problemas con el mundo que les circunda -les aprieta- no van a ser atendidos por la justicia y, desde luego, no van a ser escuchados por las autoridades menores, que empezaron por considerarles como sospechosos, dudosos e indocumentados. Nada les ha favorecido hasta ahora, y mucho menos el folklore "simpático" y paternalista, que les ha distanciado.
Algo parece que debe hacerse. Nada será útil y viable, sin embargo, de no mediar un esfuerzo de comprensión de quienes les rodean. Siempre, y en todos los grupos inferiorizados, los peores enemigos han sido sus más próximos: aquellos que no pueden tener otra alcurnia que la de designar gentes inferiores. Difícilmente podremos hablar con limpieza de los derechos del hombre mientras no los llevemos inscritos individualmente y mientras no seamos capaces de dominar sensaciones ancestrales, programadas o instintivas. Está claro que la posibilidad de que los grupos gitanos de España, estables o nómadas, lleguen a una integración en la que sus costumbres y sus rasgos sean respetables no pueden partir de ellos, oí partirán nunca mientras el ambiente en que se mueven no sea poroso y capaz de recibirles.
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