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Alfonso Grosso,

además de escritor, puede convertirse en un perfecto showman, capaz de animar los más aburridos actos sociales. Primero fue el bofetón que le propinó su colega José Manuel Caballero Bonald en la presentación de un libro -acto formal donde los haya-, con la consiguiente mediación y entretenidos comentarios por parte del público. Por segunda vez, la semana pasada, Grosso fue de nuevo capaz de divertir al personal. Estaba en el salón de actos del Ateneo madrileño cuando, tras una enconada discusión, decidió marcharse. Se levantó de la silla, echó a andar decidido hacia una de las puertas laterales, se metió en una pasillo sin salida y se dio de bruces con una estatua de Franco que está allí guardada desde hace años. La hilaridad y el regocijo de los asistentes no tuvo límites, y entre risas y a gritos dirigió sus pasos hacia la auténtica salida.

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