Estados y pueblos en el Islam
LA 'CUMBRE' islámica de Casablanca, forzada por Hassan II, no ha encontrado tampoco esta vez la unanimidad. No podía encontrarla. El fenómeno de la reislamización está sucediendo por abajo, más por los pueblos que por los gobernantes. El mundo islámico puede describirse hoy como una media luna trazada sobre el mapa, que tendría una punta en el Sáhara y la otra en Pakistán-Afganistán: en esos dos extremos hay guerras, y las hay en su grueso centro, mediterráneo, en su baja zona africana. Esta media luna y sus aledaños representa una cuarta parte de la humanidad y está sometida a crisis fortísimas. La invasión de Afganistán, la guerra Irak-Irán, la destrucción de Líbano y sus matanzas continuas, las luchas en Eritrea, la crueldad de la dictadura en Irán, son algunos de los puntos más espectaculares de esta actualidad crispada. Son crisis esencialmente distintas: situacionales, geopolíticas, sociales, de enfrentamientos fronterizos unas veces o de luchas sociales otras, con superposiciones de unos países sobre otros y, por encima de todos, de las dos grandes potencias, no sin la comparecencia siempre sospechosa de otras potencias europeas menores o la de los soldados cubanos en ocasiones. Dentro de esta diversidad de problemas hay un fuerte movimiento islámico popular y populista que tiende a verlas como una sola: la humillación secular del Islam, su colonización que no cesa, su utilización por otros. Y la respuesta que propone ese movimiento es una nueva instalación colectiva del Corán. Sería demasiado burdo equiparar a ese movimiento con un fascismo a la europea por el hecho de que se ampare en irredentismos, religión, tradiciones, hábitos y costumbres, simultáneamente con una revolución de reivindicación popular, pero puede producir dictaduras muy parecidas.Los jefes de Estado que han accedido a congregarse en Casablanca, llamados por Hassan II, vienen a representar las tendencias que podríamos llamar más conservadoras frente a ese tipo de revolución creciente. Son sospechosos para los otros -los que no han querido viajar- porque sus puntos de vista son los más próximos a Occidente. Ven en esta conferencia un deseo de revalorizar lo que consideran decadente postura de Arafat -ayer héroe, hoy traidor para los radicales-, al que se ha dado el cargo de vicepresidente, el ensayo de recuperar a Egipto, desterrado desde la también llamada traición de Sadat, continuado por Mubarak -al que significativamente visitó Arafat en el viaje de exilio-, y el intento personal de Hassan de recibir un espaldarazo a su propia invasión del Sáhara. Muchos de los presentes irían aún más allá si se atrevieran, pero temen a sus pueblos. A algunos ausentes les pasa lo mismo; ni siquiera se han atrevido a ir a Casablanca para no tener que asumir posturas contrarias a la nueva amalgama del integrismo musulmán y del izquierdismo revolucionario, que ellos crearon y que ahora los puede derrocar. Todos, presentes y ausentes, pueden coincidir en las condenas a la invasión soviética de Afganistán o en la situación de los musulmanes en Eritrea, pero algunos prefieren hacerlo individualmente antes que aparecer como instrumentos de Occidente o como colaboracionistas en cualquier intento de partición de Palestina. Las condenas a Israel de la Conferencia de Casablanca les parecen convencionales y arteras... El juego de compromisos pretendido en Casablanca consistía, sobre todo, en apartar los asuntos espinosos. Pero en el mundo islámico no hay más que asuntos espinosos.
Asustados, suspicaces, amenazados, divididos, los jefes de Estado de la Conferencia de Casablanca han intentado una vez más tratar de formar un frente común sobre cuestiones mínimas. Llevan buscando esta unidad desde hace muchos años. La proporción de sus progresos, si es que existen, es enormemente inferior al desarrollo real de los acontecimientos, que los desbordan.
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