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Reportaje:

Aviones 'husmeadores', poco milagro y mucho escándalo

No es imposible que al final, si es que algún día se hace la luz, todo quede reducido a una estafa complicada y tonta en la que vivillos, iluminados, hombres de buena fe, arrogantes y moralistas profesionales se revelara que no han hecho más que practicar su oficio, pero mal, y sin mayores beneficios. Mientras tanto, los husmeadores no acaban de escribir la novela policiaca más tecnológico-política y embrollada de estos primeros tiempos de la tercera revolución industrial.Es menester retomar el hilo desde los primeros días del año 1976, que fue cuando, muy secretamente, se deletreó el prefacio de lo que iba a convertirse en un informe titulado El asunto de los aviones husmeadores, que hoy, publicado por cuenta del Estado, es leído con fruición por los ciudadanos de este país.

Por aquel entonces, un misterioso grupo financiero europeo se encargó de apadrinar al conde belga Alain de Villegas, presentándolo a la más importante sociedad petrolera francesa, Erap-Elf Aquitaine, propiedad del Estado. A pesar de los contornos no muy precisos de ese consorcio europeo, lo cierto es que entre sus miembros figuraban personajes franceses considerados como irreprochables. Tal era el caso de Antoine Pinay, que hoy tiene ya 92 años y cuya trayectoria en este país está jalonada en cada instante por la honradez y competencia que nadie nunca puso en duda. El ex presidente del consejo, ex ministro, economista por añadidura, ha considerado siempre como su heredero moderno a Va lery Giscard d'Estaing, que era el presidente de la República en esos comienzos de 1976.

El 'invento del siglo'

El conde De Villegas, que más tarde iba a ser bautizado, como el inventor número uno, le ofreció a la petrolera francesa su invento, consistente en dos aparatos que, instalados en aviones, podían detectar desde el aire yacimientos de petróleo, de gas y de ciertos minerales; y esto, a miles y miles de metros de profundidad. Los dos sistemas, llamados respectivamente Delta y Omega, se valoraban de antemano como casi milagrosos, puesto que serían capaces también de detectar desde las alturas atmosféricas los submarinos atómicos.

La envergadura histórica de descubrimiento científico y el invento del siglo que suponía la dimensión militar del mismo fueron los que aconsejaron desde el primer momento el secreto más absoluto sobre todo lo relacionado con los sistemas Delta y Omega. En un primer tiempo, sólo el presidente de la República, Giscard d'Es taing, y el presidente de Elf-Aquitaine, Pierre Guillaumat, más tres o cuatro personas, conocían la existencia y pormenores de la interrogante histórica del siglo.

Otro personaje clave figuró des de el inicio de la operación en el reparto: el mecánico genial italiano Aldo Bonassoli, cuyos servicios de Ingeniero estaban contratados desde hacía ya tres lustros por el conde belga. Bonassoli fue valorado como el segundo inventor, de acuerdo con el informe oficial, que más tarde descubriría lo que aún no se sabe sí fue sólo un fracaso técnico o pura y simplemente como lo aparenta, una estafa sensacional.

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El secreto impuesto por la trascendencia del invento modificó todos los comportamientos desde el inicio de las negociaciones. El presidente de Elf, Pierre Guillaumat a quien se tiene en Francia por el hombre más escrupuloso y honra do, obsesionado únicamente por la convicción que ha dominado su vida (la independencia energética de Francia), dijo sí sin ojos y orejas a todo lo que de antemano Giscard había aprobado con el mismo fervor, dado el calibre moral de padrinos como Pinay o como el di rector de entonces de la Unión de Bancos Suizos, Philippe de Weck personalidad de primer plano en el planeta de las finanzas helvéticas, participante en múltiples e importantes coloquios internacionales organizados preferentemente por organismos de las patronales cristianas.

Guillaumat, que hoy aparece como el responsable primero, debido a su cualidad de presidente de Elf, y que inmediatamente ha dicho que acepta todas sus responsabilidades, ni siquiera husmeó ligeramente en el pasado de los dos inventores para comprobar que no tenían relación alguna con los medios científicos modernos. Giscard, a su vez, ni siquiera informó de lo que se cocía a su nuevo jefe de Gobierno, Raymond Barre, para que autorizase todo lo necesario, como las transferencias de dinero, sin necesidad de que se enterase de nada el consejo de administración de Elf-Aquitaíne.-Barre, en efecto, firmaría las transferencias de dinero a Suiza, donde se había instalado la sede de la sociedad Fisalina, SA, Panamá, entidad del conde De Villegas destinada jurídicamente a realizar contratos oportunos con la petrolera francesa.

Así fue como el verano de 1976 se firmó el primer documento, mediante el cual la sociedad petrolera francesa se hacía cargo de los gastos de prospección desde el aire. Además del secreto se imponía la rapidez, porque el invento podía ser vendido a otras sociedades, como la Exxon. Así lo estimaron los, padrinos del conde De Villegas; es decir, el francés Pinay y algún miembro del grupo financiero europeo precitado, en el que figuraban intereses españoles, italianos, franceses, etcétera. Parece ser que este grupo no llegó a financiar el desarrollo del invento de los husmeadores debido a las divergencias existentes entre sus miembros.

El momento culminante

Las operaciones arrancaron inmediatamente. Los primeros 400 millones de francos, y después hasta 1.000 millones, fueron aportados por Elf, sin que estas cantidades figurasen en los presupuestos de dicha sociedad. Durante tres años -hasta 1979-, las investigaciones y experimentos se sucedieron sin resultados convincentes. Elf cambió de presidente, y el puesto de Guillaumat lo ocupó Albin Chalandon, un banquero ex ministro de los Gobiernos gaullistas, gran experto.

Por fin, el ministro de Industria, Andre Giraud, en 1979, después de haber encargado a detectives privados pesquisas sobre el talante profesional y humano de los dos inventores, enfrentó a estos últimos con el papá de las cuestiones atómico-tecnológicas francesas, Jules Horiwitz, que descubrió inmediatamente la superchería de la que eran víctima las autoridades francesas.

Este momento culminante de la novela se desarrolló como sigue el aparato milagroso Omega, de acuerdo con la teoría de sus inventores, mostraba sobre una pantalla toda clase de objetos, aunque para ello tuviese que atravesar obstáculos de toda especie; un muro, por ejemplo. El experto oficial Horowitz, detrás de un muro precisamente, colocó una regla, que debía reproducirse en la pantalla del aparato Omega. Ahora bien, el experto se las ingenió para, en un momento dado, sin que los dos inventores se percatasen, cambiar la regla recta por otra torcida, en forma de letra uve. En silencio religioso, la operación misteriosa del aparato Omega se desencadenó, pero en la pantalla apareció una regla recta, lo que quería decir que, de antemano, los dos inventores habían filmado una fotocopia que, a la hora de la verdad, no hacían más que proyectarla en la pantalla del aparato.

Así terminó el primer episodio del asunto de los aviones husmeadores. El ministro de Industria, Giraud, denunció el contrato que Elf había firmado con los dos inventores y, por su parte, Chalandon, el presidente en aquel momento de la sociedad petrolera francesa, aún pudo recuperar 500 millones de francos, lo que redujo las pérdidas a otros tantos; es decir, 10.000 millones de pesetas. En este momento entró en juego el Tribunal de Cuentas, organismo encargado de controlar la contabilidad de las empresas nacionalizadas. François Gicquel, consejero de dicho tribunal, realizó el informe sobre los tres años de esperanzas fundadas en los aparatos Delta y Omega. Así se descubrieron todos los fallos cometidos por los responsables políticos o administrativos de aquella época.´

En 1980, el primer ministro, Barre, convocó al entonces presidente del Tribunal de Cuentas, Bernard Beck, para convencerle de que el informe realizado no podía darse a conocer, ya que se lesionaría gravemente la reputación de la empresa Elf. En consecuencia, sólo él y el presidente, Giscard d'Estaing, debían poseer un ejemplar. Beck obedeció como un santo, y el día que abandonó su puesto de presidente del Tribunal de Cuentas, al jubilarse, destruyó los tres ejemplares que estaban en su posesión. Y Barre y Giscard, en vez de dejarlos en los archivos nacionales, se los llevaron a su casa el día en que perdieron el poder, en mayo de 1981. A su entender, se trataba de documentos personales.

Batalla política

El tercer episodio fue abierto el día 21 del pasado mes de diciembre, cuando Henri Errimanuelli, secretario de Estado de Hacienda, al mismo tiempo que el semanario satírico Le Canard Enchaine, sacó a relucir en la Asamblea Nacional el tinglado de los aviones husmeadores. Desde ese día, los franceses no acaban de saber casos que se les habían escondido, y asisten a una batalla política encarnizada, sucia a veces, o mediocre, o tiznada de buenas intenciones, pero que, dada la complejidad creciente del asunto, es probable que no aproveche a nadie.

La decisión del Gobierno de publicar el informe sobre El asunto de los aviones husmeadores abrió la semana pasada un nuevo capítulo de la politización de un tema laberíntico-tenebroso que no se sabe cuándo ni cómo acabará. El informe aclara muchas cosas, pero plantea otras tantas interrogaciones, empezando por la tocante al destino del dinero.

La Prensa, ahora, a su vez, es la que husmea sin descanso, y cada día descubre algún recoveco divertido o inquietante, como la componente italiana, asociada al hombre de negocios Carlo Pesentí, ligado al Instituto para las Obras de Religión (IOR). No está claro tampoco el papel que pudo tener una sociedad suiza, Ultrafin, en el reparto de dinero. Esta sociedad financiera está relacionada con el Banco Ambrosiano de Roberto Calvi. En algún momento aparecen nombres y organismos españoles ya precitados, todos ellos emparentados con personalidades religiosas.

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