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Sobre las mujeres

Al bajar del cubil esta mañana camino del café de la esquina me encuentro con el famoso Eufemio, amigo de amigos, que viene la calle abajo braceando con grandes aspavientos y sacudiendo el coco, que, al divisarme, cruza hacia la acera y se viene a mí, y sin más saludo ni preámbulo me espeta:-Ah, aquí lo tenemos al otro. A ver.

-Buenas.

-¿Buenas? Conque buenas, ¿eh? A ver, ¿no eras tú el que te dedicabas a hablar bien de las mujeres, eh? ¡A adularlas! Que eso es lo que hacéis todos, para conseguir eso que se llamaban sus favores, y luego nos toca a los demás pagarlo.

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-Pero oye, tú, ¿a qué viene esto? ¿Quiénes somos nosotros? Y ¿quiénes sois los demás? Y ¿qué diablos te han hecho, que tienes que venir a mí a darme el desayuno sin haberlo comido ni bebido?

-Ah, ¿no? ¿Pues no andabas tú cantando y escribiendo lo buenas que eran, y cuánto más intelígentes y sensitivas que los pobres de nosotros? Un hatajo de arpías y chupasangres todas ellas, que es lo que son. Y ¿no llegabas hasta a rematar un librillo que sacaste sobre el Estado con una llarnada a las mujeres (ay, que me troncho) a que vinieran a romper las cadenas y a liberarnos del señor de todos los estados?

-Bueno, con calma, Eufemio. Vamos hasta ahí que te convido a un café y me dejas tomar el mío; ancla, y de camino me cuentas cómo te han puesto así esta noche o (supongo que por ahí vendrá.) qué te ha pasao de nuevo con la Engracia, que...

-Alto ahí, tío: aquí yo te estaba hablando, por más arrebatado que me ponga, de las mujeres en general, como raza, o especie, o clase, u horda, o piara...

-¡Hombre, Eufernio!

-... pero lo que es las noches que me den o los particulares de mi vida privada, eso es cosa mía y no tiene por qué salir aquí a debate.

-Ah, bueno.

-¡Claro! Con la Engracia tendrá que ser: como ella ha tomao la exclusiva y se ha convertido en la representante para mí de todo el sexo... Pero te juro que es una buena representante; así que lo que me inspire ella ya puedes tomártelo como artículo de fe para las mujeres todas.

-Uno largo de café con un poco de leche fría. Tú, ¿qué quieres?

-Y escucha esto: a mí, de nuevo con ella, nada; nada de nada, tío: ni me han puesto cuernos ni me han metido una puñalada ni me han cambiao de destino en el ministerio... nada nuevo; por el contrario, lo mismo, lo mismito de siempre, siempre, siempre.

-Pero que hay veces que uno no puede más, ¿verdá?

-Quita de ahí, no te me hagas el comprensivo. -Un chinchón seco- Y no te me escurras: a ver si me explicas qué es lo que has encontrado tú en las mujeres para cantar tantas alabanzas de ellas.

-Hombre, pues uno alaba... Y lo primero: que no son alabanzas lo que haya yo cantado (y desde luego que no creo que me haya ganado los favores ni de una con lo que de ellas haya dicho), pero que no puede uno menos de estimar la falta general en ellas (la falta, ¿entiendes?) de algunas cualidades especialmente odiosas de nuestro sexo, la pedantería y la violencia, que suelen ir por cierto de la mano.

-Bueno, hasta eso de la pedantería y la violencia hay que mirarlo despacito: míralas cuando se hacen jefas de Estado o de alguna cosa menor, a ver si no desarrollan la misma brutalidad y pedantería que los jefes o los académicos.

-Sí, hay que reconocer que el poder iguala a los sexos.

-Y además, que es muy fácil eso de alabar buscando las faltas que no tienen: como si no tuvieran en su lugar un carro de otras, unas pesadas, unas vengativas, unas culonas que están hechas todas. ¡Hombre!, y esto me'recuerda que una vez te oí también cantar en público las alabanzas del culo de las mujeres.

-Ciertamente: no puede menos de estimársele como adecuado símbolo de superioridad y de progreso evolutivo, al menos para los que consideran como gloria humana el alejamiento de la animalidad: pues ese peculiar redondeamiento y empinamiento suyo lo aleja decididamente de cualquier trasero de mona o de hembra de otro bruto, y eso por tanto, más aún que lo avanzado de la pérdida de pelambre por el cuerpo, las declara a ellas más progresadas que nosotros en la superación de los supuestos orígenes animales.

-Muy bonito. Pues luego, sin pelambre y todo y con esas divinas nalgas, tú me dirás lo que sientes cuando las ves posadas con su culo gordo sobre un marido que se ahoga entre sus posaderas, sobre unos hijos a los que no dejan con su peso eterno ni crecer ni abollecer ni respirar el aire de esta puñetera vida, acojonaos por siempre, hechos a su miedo.

-No te me extravíes, Eufemío, y recapacita, que si tan mala sombra cargan las madres sobre sus retoños, algún cabrón tuvo que hacerlas madres a ellas antes; o séase que, puestos en ésas, no me dirás que escasean tampo-

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co en este sexo nuestro los ejemplares de...

-Pues eso, pues claro: de esas culonas es de donde salen los chulos y los fusiladores y padres de la patria y...

-Y también tienen hijas, hombre; a mitad mitad aproximadamente.

- Sí, también: otras futuras amas de su casa o, lo que es lo mismo, putas de ejecutivo, que es otra modalidad que tienen de convertir el amor en dinero, ¡la Virgen que las precinte!

-Vamos, Eufemio, repórtate que te estás poniendo impublicable. Pero ¿cómo puedes ser tan injusto, cargar así la causa y culpa de todos los engendros que pueda contar la población sobre las pobres mujeres, que bastante cruz les toca con los hijos y maridos que el Señor les mande? Como si no te constara que florecen por ahí los hijoputas que quieras sin necesidad de que sus madres inocentes los hayan fabricado tales.

-No me contarás que les ayudan a ser otra cosa con esa táctica que tienen para tratarlos.

-¿A qué táctica te refieres?

-Pues ésa: la de conocerlos. Que los conocen, que te conocen, tío; que te tienen conocido como si te hubieran parido, te hayan o no. Ya puede uno andar estirándose por crecer, ser otro, salirse de madre; quiá: ahí está ella, que sabe cómo eres, y te lo dice, y te lo repite a cada dos por tres (por amor, -¿entiendes?-, por amor que te tiene, que aunque seas más feo que Picio, a ella no le importa, que te quiere lo mismo, que pa eso es tu madre o tu querida, y si te dice lo feo que eres, es pa que veas lo poco que le importa para seguirte queriendo igual, tal como tú eres), o por lo menos te lo hace ver con la mirada de sus ojos maternales que por ti velan, henchidos de amoroso desprecio, para que sepas bien que eres el que eres, porque eres al que ella quiere.

-Basta ya, diablo. Anda y tómate algo caliente, que te asiente el aguardiente un poco, porque si no... Si por detrás de ese cuadro negro que te estás pintando, bien sabes tú cuántas veces son ellas mucho más serenas y desprendidas de juicio que nosotros, mucho menos interesadas en imponerte sus ideas, o sea, al fin, mucho más inteligentes.

-Sí: la boquita pintada, que, como tercie en la conversación, es capaz de soltarte a la menor, con su lengua sonrosada y voluptuosa, el topicazo más siniestro y modorro que circule por el mercado de las ideas, y si es preciso, te lo repite, para que te enteres bien de cómo piensa ella.

-Basta te digo, Eufemio, y déjalas ya en paz a las mujeres. En el mejor de los casos, tú estás confundiendo, Eufemio, mujeres con señoras.

-Bueno, si te place; pero como parece que ese es el destino al que todas, al hacerse mayorcitas, tienen que tender...

-No les habrán dejado otro. En fin, amigo, triste cosa es hacerse adulto, lo mismo unos que otras, señores o señoras, cada cual en las modalidades de su sexo. Pero, hombre, no les hagas tú el destino más fatal de lo que es, describiéndolo tan a lo bruto; que a lo mejor hay algunas que no les pasa eso.

-Me callo por lo cansao, no por falta de razones, y por la hora que se ha hecho. Hale, y gracias por la copeja que salgo rumbo al ministerio. Ésa es otra, la otra mitad de la vida, maldito el señor o la señora que la hizo.

Así abandona la barra el famoso Eufémio, y me deja rumiando, entre mordiscos al churro frío, qué puede haber de blanca razón entre las rabias negras que le han metido esta madrugada. Habrá, seguro, la mitad de la verdad; que sin la otra, como si nada.

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