Materia del tiempo
En un hermoso palacio gótico de soberbia escalera de piedra, muros blanqueados y espaciosas salas cubiertas por artesonados de madera, pudimos asomarnos hace muy pocos días, en celebrada y fraterna fiesta, a una extraordinaria y sorprendente ventana. Se trataba de una ciega y opaca ventana de bordes difícilmente definibles, tal era la semejanza de su blancura con la (del muro que la sostenía y tan sutil la diferencia que su propia luz creaba. El efecto por ella causado se asemejaba, en la distancia, a la fantasmagoría producida por un espejismo, siendo el deslumbramiento fuente de desazón, y seductora su transparente y escuela matidez. En realidad, tal impresión provenía esencialmente de la deseompensación operada por la reverberación lumínica de la superficie en relación con la pequeñez de los ingredientes que la turbaban. Tanta blancura, tanta ausencia e incluso tanta aparente desidia no hubieran estado justificadas -en función de otras y extremadas ausencias de la historia- si no. fuese porque en su ámbito hallamos bien pronto los fértiles y mínimos signos de la mente manchada, la presencia brusca y elegante del doloroso y personal estigma.Amplias y descuidadas pinceladas, realizadas con premura, dejaban aflorar descuidadamente en uno de sus extremos, como efímero testimonio de su materialidad, el color del soporte de madera. En la parte inferior de la amplia superficie, junto al borde lateral derecho del rectángulo, el mínimo signo de una rápida y cargada pincelada cubría abruptamente una parcela del espacio, lográndose mediante tan ascética y tajante operación la milagrosa y turbadora aparición del cuadro. Sombras que avanzan y retroceden: de repente, en la alterada blancura, tres planos diferentes eran obtenidos mediante tan simple operación, y junto a la enfática acentuación del vacío aparecía, en igualdad contrapuesta, la presencia de la afirmación sobre la ausencia. Podría incluso parecer excesiva, a pesar de la brevedad de la intervención, la presencia de una rápida caligrafía, cercana a la profanación térrea, que nos ofrecía, grabado en vernácula lengua, el título de la obra Materia del tiempo.
Esta obra podría haber sido una conclusión, incluso el balance de una trayectoria artística, dado su poder de síntesis y la intensidad lograda mediante tan grande economía expresiva. En su desnudada apariencia resume
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Materia del tiempo
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el ansia de vacío, la necesidad del zarpazo y la obsesión texturológica, tres ingredientes fundamentales en la obra del pintor Antoni Tápies. Pudiendo ser resumen y punto final, testamento y plástico suicidio, y siendo ante todo ejemplo de límpida profundidad, nuestra admirada ventana no es en realidad más que un gesto extremosso incluido en una consecuente trayectoria, muestra de la liberalidad de un artista que se permite, con desenvoltura y lucidez, dar a un tiempo un nuevo paso y regresar poco después al propio redil. El paulatino desarrollo del personal repertorio de imágenes nos ofrece otros ejemplos semejantes de frenazos y de saltos al vacío: la incidencia sobre el resultado plástico del propio material empleado, incluso su propio condicionamiento, el pasmo frente a lo azaroso y a un tiempo el lúcido control de las tensiones desencadenadas, así como el empleo de un sistema de estructuras cíclicas y cambiantes a veces perfectamente identificables con la realidad objetiva, podría llegar a confundir al historiador si la implacable presencia grafológica que subterráneamente altera la personalidad no situara ciertas apariciones recientes bajo un aura diferente en el territorio del presente. Materia del tiempo.
El trabajo reciente del pintor parece diversificarse, en los últimos años, en cuatro ramas de una inconstante y fértil delta. He aquí, en la más joven, el eco de la soberbia calina del pincel de Kao y la expansiva transparencia de las aguadas depositadas sobre agitadas y cenicientas sábanas nupciales. En otra, más alejada, y como contradiciendo la serenidad del bambú celestial, reaparece la confundida presencia del pathos romántico en donde los elementos se confunden en hermosos y lúgubres espacios, en opacos lagos verticales donde flotan suspendidos restos de antiguos signos, ahora vertidos como fruto de la experiencia que redondea, recuadra y simplifica. Tercera ramificación del abanico líquido: amplias formas sintéticas en donde el brillo fluido se interfiere con la ganga de las orillas, mostrándonos en la indefinida turbiedad de sus límites una zoología de negativos de lodo y surcos de ámbar. Interactividad de los espacios, sombras más que formas. En la cuarta morada aparecen, impasibles y majestuosas, carcomidas geometrías, poblados y densos muros de sombría ceniza y arena soleada, ordenadas construcciones rituales de indefinible datación, frutos y residuos de una propia arqueología.
He aquí, en la ventana abierta del futuro, las cuatro fértiles ramas de la delta mental en que se debate el pintor cuando su vida penetra, abruptamente, en la consideración irremediable de la materia del tiempo. Antoni Tápies cumplió hace unos días 60 años, y su aniversario, celebrado primero entre pocos amigos, tuvo más tarde, en el bello palacio gótico de Barcelona, ahora transformado en mirador abierto al viento fuerte y dificultoso de la libertad y la imaginación, el hermoso corolario de un desfile de amplias ventanas, del silencio de la multiplicidad de los espejos reflectantes, de nuevos muros en los muros y vacíos poblados de sobrevivencias dolorosas que nos hicieron recordar que el tiempo también es materia.
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