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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA EPOCA
Tribuna
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Reagan, el hombre que mantuvo su rumbo

Hace 36 años, algo más de un tercio de siglo, los liberales norteamericanos, la izquierda norteamericana en términos generales, se reunió en Washington para reagruparse después de la guerra y de las escisiones provocadas por el comunismo y José Stalin. El resultado fue una de las organizaciones liberales más duraderas, la Acción Democrática Norteamericana (Americans for Democratic Action). Buscamos, y digo buscamos porque yo estaba entre ellos, aliados en todos los rincones en que pudiera haberlos, y, de manera especial en aquellos días, volvimos la mirada hacia Hollywood, donde, más que en ningún otro lugar de la República, el liberalismo estaba asociado al dinero, y no al dinero sin más, sino al dinero fácil, como se llamaba entonces. Y allí, entre 1947 y 1952, uno de nuestros aliados más notables fue el joven dirigente del Sindicato de Actores Cinematográficos, sindicalista comprometido y sólido defensor de Roosevelt, además de contribuyente económico a nuestra causa. Se trataba del actor de talento Ronald Reagan. Era, tanto geográficamente como en otros sentidos, un personaje bastante lejano, pero era uno de los nuestros.Durante los años siguientes empezamos a sentir una cierta sensación de abandono. Al haber ido cayendo su carrera cinematográfica, nuestro antiguo compañero comenzó a dar conferencias para la General Electric sobre las inigualables virtudes del sistema de libre empresa más extremo. Y, según se pensó entonces, llegó a creerse lo que decía. De ahí pasó a ser gobernador de California por el Partido Republicano durante dos mandatos, con fama de notable conservador. Se podía decir todavía, en defensa de sus principios liberales, que era más conservador en teoría que en la práctica, en su retórica que en la disminución de los impuestos y del gasto público. El rector de la Universidad de California en Berkeley me dijo, años después, que prefería con mucho a Ronald Reagan como gobernador que a su sucesor por el Partido Demócrata, Jerry Brown. Recuerdo sus palabras exactas: "Cuando Brown reduce el presupeusto hay que tomárselo en serio". No obstante, parecía claro que nuestro antiguo correligionario nos había abandonado.

Ahora, Ronald Reagan es presidente desde hace tres años, y yo al menos no estoy muy seguro de que vaya a abandonarnos. Estoy dispuesto a sostener, no como liberal, y menos como conservador, sino simplemente como un observador de la escena política, que, en todo tiempo, Ronald Reagan, usando sus mismas palabras, ya famosas, ha mantenido su rumbo. La opinión popular está seriamente en mi contra; sólo la evidencia está totalmente a mi favor. Se siente uno tentado a creer que Ronald Reagan ha estado haciendo tiempo todos estos años, esperando la oportunidad de poder hacer algo por el credo en que se inició políticamente. Puede que haya sido de forma inconsciente. Como él mismo ha reconocido y su oratoria ha demostrado, Reagan es un hombre profundamente religioso. ¿Quién puede decir, incluido el mismo presidente, cuáles han sido las fuerzas interiores ocultas que le han mantenido fiel a su pasado?

Hacia la relajación

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Las pruebas comienzan con la dialéctica política, la liberal en particular, de Estados Unidos. En nuestro cómodo país hay una tendencia elemental, y tristemente pasada por alto, a la relajación. De manera especial, los liberales y quienes les apoyan se ven sólo agitados ligeramente por sus propios esfuerzos, imprecaciones y oratoria, por apasionadas que sean. Solamente una amenaza vital a nuestra tranquilidad, real o imaginaria, nos impulsa a la vida política. Desde Roosevelt, los liberales han asumido la solidez e incluso la santidad de nuestras posturas básicas; una relación general, si bien dificil en ocasiones, con los sindicatos; Seguridad Social; apoyo del Estado a los indefensos y desvalidos; una declarada atención a los derechos de la mujer e igualmente a los de las minorías; una distribución, en principio más equitativa de las rentas; gran énfasis en la protección del medio ambiente; un trato razonable e incluso ventajoso a la agricultura; una preocupación claramente expresada por los problemas de las grandes ciudades.

No todos estos esfuerzos tuvieron un resultado importante, ni siquiera medianamente apreciable. Sin embargo, la retórica dio la impresión de una seria preocupación económica, social y humanitaria. De esta manera fue posible que los liberales y sus votantes se tranquilizaran con la idea de que estaban realizando todos los avances posibles. Al no haber un proceso de marcha atrás apreciable bajo las tres presidencias republicanas de Eisenhower, Nixon y Ford, los pobres y las minorías, la gente más afectada por los programas, llegaron a la conclusión de que no importaban los partidos políticos. Como consecuencia práctica, la mayoría de ellos no se molestaron en votar.

Los trabajadores industriales eran igualmente indiferentes. Las mujeres seguían, con demasiada frecuencia, a sus maridos en política. Los agricultores que aún quedaban regresaron a sus antiguas creencias republicanas. Los defensores de la naturaleza y del medio ambiente, si bien no se mostraban enteramente complacidos, hablaban, defendían sus ideas y se oponían de una manera tremendamente previsible. Estaban estancados en cuanto a organización, militancia y dinero. Los intelectuales liberales daban discursos, escribían libros y apoyaban a candidatos aparentemente aceptables; todo ello daba cierta ilusión de poder y satisfacía en gran medida la conciencia liberal. Aquí se daba igualmente un sentimiento de relajación y satisfacción. Y así siguió hasta que, como en otra ocasión en Escocia, un hombre, un jinete consumado, llegó al Oeste.

Si Ronald Reagan hubiera sido un gobernador liberal normal que Regaba a Washington, no hubiera conseguido nada para sacar a los liberales de su estado habitual de sopor. El genio de nuestro antiguo amigo y aliado consistió en saber, bastante. mejor que muchos otros, cómo despertar y agitar a la gente para que regresaran a su antiguo credo. Ni los Kennedy, ni Lyndon Johnson, ni mucho menos Jimmy Carter, lo lograron. Hay que considerar los hechos:

Reagan ha despertado a los negros y las minorías por medio de una acción política rayando en lo genial, y, en líneas generales, más con las palabras que con los hechos. Dejó bien claro que ya no se iba a dar prioridad a ningún tipo de medidas positivas para garantizar el trabajo y las oportunidades de promoción a negros y mujeres. Ni tampoco en el campo de los derechos civiles. Como paso altamente simbólico se buscó la exención fiscal para las dos universidades sudistas claramente segregadas. Las medidas contra el paro en las ciudades del centro y entre la población negra fueron retiradas de un programa de gobierno en el que nunca figuraron con fuerza. Peter Grace, un hombre de negocios bastante claro nombrado por Reagan para asesorar sobre la forma de dinamizar el Gobierno, eliminó el programa de nutrición por cartillas, calificándolo de farsa puertorriqueña, logrando atraer la atención cuando quiso disculparse.

Lo ha logrado

Ahora resulta claro cuál ha sido el efecto de e9tos esfuerzos. Los negros y las minorías se están inscribiendo en los registros electorales y acudiendo a las urnas en número hasta ahora sin precedentes. Cerca de 200.000 nuevos electores negros, la mayoria jóvenes, se inscribieron en el registro electoral de Chicago antes de las elecciones municipales; hubo asimismo un número importante de votantes de habla hispana, de los que se calcula que el 87% votaron a Harold Washington. Si no hubiera sido por Ronald Reagan, Washington no habría salido elegido en Chicago, como tampoco Mario Cuomo, que recibió una gran ayuda del voto de las minorías, hubiera Regado a ser gobernador de Nueva York. Actualmente existe la posibilidad de que se dé una presencia similar de las minorías en las urnas en todo el país en las próximas elecciones; todos, prácticamente todos los votos de los electores recién inscritos serán para los liberales. El efecto del equilibrio político tradicional podría ser sorprendente. Durante años, los liberales han estado pidiendo un aumento de la participación de las minorías en lo que los académicos llaman el proceso político. Parece claramente que Ronald Reagan lo ha logrado.

Al igual que ha fomentado el activismo político de las minorías, el presidente ha hecho milagros con las mujeres. Con su oposición en Equal Relations Act' (ERA) y al aborto, y con la ayuda de los dos senadores de la era precámbrica, Jesse Helms y Orrin Hatch, ha puesto en marcha a las hasta ahora tranquilas mujeres, y ha hecho que por primera vez voten teniendo en cuenta sus propios intereses económicos, sociales y sexuales. En las elecciones legislativas de 1982, el 48,5% de las mujeres con derecho al voto fueron a las urnas, en comparación con el 45,3% de 1978. No es un aumento extraordinario, pero señala cierta tendencia. Y asimismo este aumento favoreció en gran medida a los candidatos liberales.

Es reconocida por todos la contribución del presidente al movimiento ecologista en lo que ha supuesto un ejercicio maravillosamente orquestado de educación política. Hasta que él trajo a Anne Gorsuch Burford a Washington, las únicas personas que habían oído hablar de los basureros de desperdicios industriales, aparte de uno o dos casos espectaculares, era la gente que vivía al lado de ellos o, como mucho, a unos cientos de metros de distancia. Ahora, al parecer, no hay apenas un ciudadano fuera de nuestras grandes ciudades que no sospeche que hay alguien arrojando dioxina a las reservas de agua del subsuelo y haciendo que caiga lluvia ácida sobre su lago. En septiembre de 1981, una encuesta del New York Times revelaba que un 45% de la población deseaba una mejora del medio ambiente, "sin importarles su coste". En abril de este año, gracias a la campaña presidencial, la proporción ha aumentado al 58%. "La publicidad sobre el Environment Protection Act' (EPA), ley de Protección del Medio Ambiente, y las relaciones de amor con las industrias es lo mejor que nos podía haber sucedido", como declaró un ecologista de Tejas al Wall Street Journal hace unas semanas. El profesor Kermeth Geiser, que da clases sobre este tema en la Universidad de Tufts, ha notado que "la década de los setenta la realizaban normalmente profesionales, activistas de los movimientos ciudadanos, estudiantes y científicos... El nuevo movimiento nacional tiene en sus bases las comunidades de clase media y clase traba . adora". La tradicional defensa de los liberales jamás hubiera logrado algo semejante.

Y esto no es todo. Antes de que Reagan nombrara secretario del Interior al odiado James Watt, autonombrado más elocuente enemigo de Occidente a lo 3 controles del medio ambiente ya las medidas de protección del patrimonio nacional, mis vecinos más agresivamente responsables se mostraban tristemente indiferentes a la cuestión de las prospecciones petrolíferas y minerales en remotas zonas vírgenes e incluso a las perforaciones petrolíferas en Georges Bank, en el cercano Atlántico. A mi me pasaba otro tanto. Pero ahora me están preguntando continuamente sobre la cuestión, y he tenido que documentarme en el tema. Las grandes organizaciones para la conservación de la naturaleza, la Wilderness Society, la National Wildlife Federation, el Sierra Club, la Sudubon Society y otras, han salido de su letargo institucional y disfrutan de un auge sin precedentes. El ex senador Gaylord Nelson, que dirige actualmente la Wilderness Society, informa que varias de estas sociedades han doblado el número de socios, así como sus fondos. Eso fue antes de que Watt no permitiera la participación de los Beach Boys, un grupo de música pop, en la fiesta para conmemorar el 4 de julio en Washington, consiguiendo, supongo, llevar a los amantes de la música pop a las filas de los grupos defensores de la naturaleza.

Los liberales se sienten desde hace tiempo molestos por la falta de participación de los parados en las elecciones. Pero, una vez más, lo que ha. hecho cambiar esta tendencia es lo de menos. Una reciente encuesta del New York Times revelaba que también en este punto Ronald Reagan ha supuesto la solución. En 1982, un todavía saludable poco 34% de los parados votaba, en comparación con el triste 27,4% de 1978. No fueron muchos los nuevos votos que fueron a parar a los conservadores.

Dios es un demócrata, liberal

Es incluso posible que Ronald Reagan haya conseguido avances con los agricultores. Un amigo que dirige un. periódico en Illinois cree que el presidente estuvo a punto de apartar a los agricultores de Illinois de su fe conservadora. La vida en medio del desesperado abrazo entre las altas tasas de interés y los, al menos hasta hace poco, bajos precios del trigo y del ganado resultaba demasiado incluso para sus graníticas convicciones.

En cuanto EL la política macroeconómica, los liberales norteamericanos han estado luchando con la teoría altamente atractiva de que la economía moderna, con toda su mareante complejidad, puede controlarse mediante una política monetaria. Un control firme y bien dirigido de la oferta de dinero por parte del Banco de la Reserva Federal daría como resultado unos precios estables junto con el menor índice posible de desempleo. Otras posibles políticas del Gobierno, la política fiscal, es decir, el control del gasto por medio delpresupuesto; una política de rentas y precios para limitar los salarios y los precios; una intervenión directa para crear puestos de trabajo; inversiones por parte del Gobierno para fomentar o sostener industrias atrasadas o con buenas posibilidades de futuro eran todas ellas equipaje superfluo. Se expresaron argumentos en su contra, no sirvieron de nada frente a las gloriosas promesas de los monetaristas y del profesor Milton Friedman.

Era claro que sólo la puesta a prueba, por muy desagradable que fuera, demostraría el error. No en el Reino Unido, ni en Chile, ni en Israel, sino en nuestro propio país. Ronald Reagan puso en marcha la prueba para que todos pudieran ver y muchos sentir el dolor y el sufrimiento. La recesión provocada resultó tan dolorosa que ha habido que aflojar el control sobre la oferta de dinero, se han dejado bajar las tasas de interés, se ha comenzado la intervención directa del Gobierno para crear puestos de trabajo, y el profesor Friedman ha condenado públicamente la apostasía. En consecuencia, se está ahora en vías de un proceso de recuperación más modesto. Ninguna otra experiencia hubiera conseguido con tanta eficacia arrojar de la mente de la gente la idea de una solución monetaria mágica. Igualmente, no se podría haber pensado en nada mejor para convencer a los mismos liberales de la necesidad de buscar fórmulas para detener la inflación que no dependan de las restrictivas fuerzas del desempleo, cierres temporales de fábricas y bancarrota endémica, es decir, alguna otra forma de política de rentas y precios. No obstante, estoy dispuesto a admitir que en este punto Reagan no ha tenido éxito del todo. Las propuestas alternativas en materia de política económica, incluyendo las de los candidatos a la presidencia por el Partido Demócrata, se encuentran todavía en un nivel bastante primitivo. La mayoría sigue confiando en la bastante cuestionable proposición de que Dios es un demócrata liberal, y, en lo que se refiere a la inflación, cuidará de su rebaño.

Otro más de los méritos del presidente Reagan es su no menos insignificante servicio sobre la cuestión de la economía de la oferta. El argumento básico era que los ricos no trabajaban ni invertían porque obtenían poco dinero, y que los pobres no trabajaban porque recibían demasiado. La palabra mágica era incentivos, incentivos tanto para los ricos como para los pobres. La política de economía de la oferta reflejaba, a su vez, la gran asimetría existente en nuestra vida pública y política. Un político norteamericano puede estar a favor de una serie de medidas públicas o privadas a favor de los pobres y, efectivamente, se ve obligado con frecuencia a estarlo, pero no debe jamás defender abiertamente ningún tipo de medidas a favor de los ricos. En este punto, tanto los liberales como los conservadores tienen que adoptar un camufla e de decencia. Sin embargo, la economía de la oferta era lo suficientemente transparente para que la gente pudiera ver la verdad por sí misma. Se trataba claramente de una medida, imperfectamente disimulada, por la cual se daba a los ricos más renta para su disfrute, ya que toda renta se disfruta. La contribución destacada de David Stockman, director de la Oficina de Administración y Presupuesto del presidente Reagan, consistió en dejar este punto bien claro en su famosa entrevista del otoño de 1981. Hay al menos una posibilidad de que, en el futuro, los votantes y sus representantes en Washington, ante cualquier mención de mejores incentivos, reaccionen preguntándose quién está tratando de enriquecerse ahora. Sería un avance realmente importante.

Contribuciones internacionales

He hablado hasta ahora de temas nacionales; sería una grave injusticia pasar por alto la contribución del presidente a la política exterior y militar. Desde aquellos días del verano de 1945, todo el mundo ha estado viviendo bajo la amenaza del holocausto nuclear. John F. Kennedy se refirió a ello como la espada de Damocles que cuelga sobre nuestras cabezas, y habló de su determinación de no dejar pasar un día sin pensar en la forma de disminuir la amenaza. Sin embargo, se echaba de menos una amplia preocupación popular por el tema; la gente había aprendido, de alguna forma, a vivir con el horror, o, al igual que sucede con la idea de la muerte, empleaba la fórmula de rechazo psicológico que le permitía alejarlo de sus mentes. El control armamentístico había pasado a ser terreno vallado del reducido grupo de teólogos nucleares que se suponía entendían del tema, denominación que incluía a unos pocos ardientes defensores de la carrera

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armamentista. En el caso de una democracia, se trataba de una alarmante delegación de poderes, una entrega del poder de decisión sobre la muerte que jamás se hubiera pernútido si se hubiera tratado de una decisión sobre impuestos. Y aquí, de nuevo, con gran ayuda de sus subordinados, y en especial de Caspar Weinberger, el presidente ha acudido en nuestro rescate. La mención de una guerra nuclear limitada, de una guerra nuclear prolongada, de una superioridad en la guerra nuclear, de defensa civil y de las palas que nos salvarían en caso de ataque nuclear y el debate brillantemente prolongado sobre la instalación de los misiles MX han abierto los ojos a los norteamericanos, como nunca jamás, a los peligros del mundo en el que viven.

Durante mucho tiempo, junto a muchos otros, he estado hablando e intentando convencer a la gente de la importancia del control de armamentos, incluyendo, en los últimos años, la idea de una congelación nuclear bilateral. El esfuerzo resultó profundamente descorazonador; a veces, como cuando conseguimos que se votara sobre el tema de la congelación del armamento nuclear en la convención nacional demócrata de 1980, nos consideraban un poco excéntricos. Actualmente, el control armamentístico es quizá el tema político más urgente del día. Y creo que la preocupación sobre este punto sobrevivirá al retroceso que supuso el derribo del avión coreano. Hace unos meses fue aprobada en la Cámara de Representantes, con una amplia mayoría, una resolución sobre la congelación del armamento nuclear. Tal como he mencionado anteriormente, gran parte del mérito pertenece a Caspar Weinberger y a su capacidad para conseguir fomentar, en un día cualquiera, un poco de pánico. Pero Ronald Reagan es el presidente de Estados Unidos y el hombre que, en última instancia, manda. Es a él a quien hay que estar agradecidos.

Otra contribución no menos insignificante del presidente estuvo en su reafirniación de la clásica advertencia de Dwigth D. Eisenhower sobre el peligro que se oculta en el futuro poder del complejo industrial militar. No podría haberse escenificado mejor el hecho de que tal poder se había impuesto que con el nombramiento para los cargos de secretario de Marina y ayudante del secretario de Defensa de dos excepcionalmente bien pagados y conocidos miembros de los grupos de presión armamentísticos, o consultores, según el término actual y posiblemente más dañino. Como cosecuencia de esto, en parte, y de la carrera armamentista en general, se le está presentando una atención un poco más crítica al presupuesto del Departamento de Defensa que en años anteriores. Y no vendría mal que se le prestara más atención.

Los esfuerzos del presidente Reagan en apoyo de la izquierda liberal es uno más en su carrera de ininterrumpidos éxitos. Vivo muy cercano al mundo universitario y sé que no ha conseguido poner a los estudiantes en acción como se podría haber esperado, aunque no es por falta de esfuerzos. La medida de negar ayuda económica a quienes no se inscribieron en el registro de reclutamiento no reencendió la antigua oposición al servicio militar obligatorio. La intervención en El Salvador y Nicaragua ha despertado una cierta respuesta, y podrían darse más en el futuro: la referencia hecha por el presidente al efecto de dominó en Latinoamérica fue una forma sugerente de recordar Vietnam. Lo mismo sucedió con la invasión de Granada. A pesar de todo, y en comparación con otros tiempos, los campus universitarios se han mantenido tranquilos, lo que puede atribuirse en parte al efecto de medidas opuestas. Entre las que podían haber despertado a los estudiantes estaba el experimento monetarista y, como pudo verse, la grave recesión. Esto hizo que los estudiantes empezaran a preocuparse por sus salidas profesionales. En lugar de pasarse en masa a la oposicíón, como hicieron en los años sesenta, se han mantenido preocupados con su futuro profesional en medicina, administración de empresas, odontología, derecho y veterinaria. Un fracaso sin mucha importancia.

Sin embargo, el presidente Reagan puede poner en su haber un éxito más, quizá el más impresionante. Ha conseguido un unidad hasta ahora sin paralelo en la izquierda liberal. En épocas anteriores, los negros, las muje res, los sindicatos, los ecologis tas y los grupos pacifistas han recibido todos, en un momento u otro, especial atención. Esto, re forzado como siempre por la vanidad de sus dirigentes, los ha mantenido separados y a menudo enfrentados entre sí. El 27 de agosto, todos estos grupos deja ron a un lado sus preocupaciones específicas y se unieron, hasta un número de 200.000, para celebrar una gran manifestación en Washington bajo la bandera común de trabajo, paz y libertad, esto último sirviendo de término común a los derechos civiles y la igualdad de razas y sexos. Una única manifestación no es prueba de que esté en marcha la formación de un movimiento político unificado, pero muchos de los que presenciaron tal manifestación quedaron impresionados por la forma en que se olvidaron por un día intereses provincianos y puede que, según pensaron muchos, por los próximos meses. Y hubo quien concedió el mérito a quien se lo merecía. Andrew Young, antiguo colaborador de Martin Luther King, Jr., y antiguo representante de Estados Unidos en las Naciones Unidas y en la actualidad alcalde de Atlanta, se mostró específicamente generoso. "No hay la menor duda", dijo, "de que Ronald Reagan ha sido el factor organizador que ha hecho posible esta coalición".

La contribución del presidente a las causas de sus viejos enemigos y a la corrección de sus errores ha sido notable. La pregunta obvia que deben hacerse los liberales norteamericanos es si, después de haber descubierto que Ronald Reagan, en lo más profundo de su personalidad, ha estado todos estos años de su lado, no deberían todos unirse y darle su voto para su reelección por otros cuatro años. ¿Deberían, como liberales, reconociendo su deuda para con un conservador declarado que sabe tan bien cómo motivar a los liberales, votar a los conservadores con la finalidad de hacer avanzar la causa de los liberales? En este punto titubeo. Los costes en términos de sufrimiento y división social provocados por la educación de Reagan han sido demasiado graves. El contrato social que parecía dar a la mayoría de los norteamericanos una buena posibilidad para salir adelante en el sistema no va a ser nada fácil de restaurar. Como tampoco el daño causado a las agencias gubernamentales anteriormente responsables de una forma motivada, de la seguridad en el trabajo, el patrimonio nacional, el medio ambiente, la educación y la ayuda a los pobres. Y además, de manera destacada, nos queda la tarea de alejamos del borde del desastre nuclear. La solución de Reagan al letargo de los liberales no debería prolongarse otros cuatro años.

John Kenneth Galbraith es economista, profesor de la Universidad de Harvard. Entre otros libros ha escrito La sociedad opulenta, El capitalismo americano y El nuevo Estado industrial.

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