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La LODE y la doble lógica episcopal

Desde que san Agustín tuviera la magnificente visión de las dos ciudades -dice el autor de este trabajo-, la Iglesia aprendió que su salud dependía de su implantación en ambas. Y así, se siguen empleando argumentos teológicos para consolidar posiciones terrenas y se utiliza una lógica celestial para apoyar, por ejemplo, un asunto tan terrenal como la autoridad jerárquica, y no responsable ante la colectividad, para gobernar centros educativos financiados por esa misma colectividad.

En las postrimerías del antiguo régimen, los ilustrados franceses blandieron el beligerante concepto de la impostura sacerdotal para mostrar cómo había obtenido la Iglesia privilegios materiales y muy terrenos con un argumento teológico muy celestial. Hoy, con el antiguo régimen disuelto, sería un anacronismo denunciar la secular impostura eclesiástica. Sin embargo, los administradores de la creencia católica no dejan de razonar en ese doble plano, que tan pingües resultados les diera desde que san Agustín tuvo la magnificente visión de las dos ciudades. Confrontada entonces a una posible catástrofe real, la Iglesia aprendió que su salud dependía de la solidez de su implantación en ambas ciudades. Y como instrumento de esa doble presencia, no han dudado nunca los eclesiásticos -no dudan ahora- en hablar un doble lenguaje.El meollo del asunto consiste en utilizar un argumento teológico para consolidar posiciones terrenas. Es lo que hacen estos días los obispos españoles para salvar las dificultades económicas de sus otrora florecientes centros de enseñanza. Sin inmutarse por la evidente falacia de su argumento, los obispos recurren en sus apuros a dos principios que se basan en la existencia de dos ciudades y que se desarrollan según una doble lógica.

Lógica celestial

La primera -que llamaré celestial, por seguir la tradición- parte de una concepción de la Iglesia como comunidad de creyentes, para postular luego la escuela católica como lugar o espacio de transmisión orgánica de la fe. Al definirse como espacios para la misión evangelizadora, los colegios de la Iglesia se organizarán por principios católicos, entre los que uno descuella, excelso e inamovible: el jerárquico. En toda organización eclesial dirige aquel que goza de autoridad para dirigir, y tal autoridad nunca es delegada desde abajo, sino conferida por arriba. Así, cuando los obispos rechazan como modelo organizativo de sus escuelas el llamado principio político, lo que niegan es que pueda ejercerse verdadera autoridad por mera representación. La función sacerdotal no emana del pueblo cristiano: es transmitida, en buena y debida forma, por la autoridad episcopal, que, conferida por los iguales, es nombrada por el Sumo Pontífice, electo por directa inspiración divina. Este complejo sistema de cooptación, en el que descansa la secular firmeza de la institución eclesiástica, no puede ser negado por un principio organizativo de orden civil basado en la representación.

Concebida como comunidad de creyentes, la escuela católica tendrá a su frente a un director, nombrado por su superior legítimo, y dispondrá de un equipo de dirección, seleccionado entre los más entusiastas miembros de la comunidad. La lógica celestial desemboca, pues, en la exigencia de una organización escolar específica que entraña un principio de orden interno, al que se añade una capacidad decisoria hacia el exterior: es el director quien selecciona al personal docente que pretenda ser admitido en la comunidad y a los alumnos que deseen participar como sujetos recipiendiarios del mensaje de la fe y emprender el camino de la salvación. Dicho en términos más laicos: el director del colegio, nombrado por su legítimo superior, además de organizar la vida escolar, se reserva el derecho de admisión de profesores y alumnos.

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Esta lógica -no hay que decirlo- es perfectamente invulnerable en su propio ámbito religioso. Libre es la Iglesia de abrir, mantener y organizar como quiera cuantos espacios desee para transmitir, orgánicamente o no, su fe. El problema no es ése. El problema es que la Iglesia, que es libre para establecer cuantas comunidades escolares quiera, carece de dinero para mantener todas las que ya tiene. La lógica celeste quiebra precisamente en el punto en que esos centros religiosos necesitan para sostenerse los recursos de la comunidad cristiana: los católicos no parecen dispuestos a seguir la Declaratio de educatione christiana del Vaticano II y financiar los lugares en que se transmite su fe.

Lógica terrenal

Y aquí es donde entra en función la otra lógica, que llamaré terrenal y que parte del axioma de la Iglesia como sociedad perfecta. En virtud de esa nueva condición, los servicios que la Iglesia presta a la sociedad civil -entre ellos, la educación- no tienen carácter privado, sino público, y el Estado así debe reconocerlo. La Iglesia es responsable principal de unos servicios que el Estado asumirá sólo de forma subsidiaria.

Una sociedad perfecta, la Iglesia, en un Estado subsidiario: dos fantasías teóricas que legitiman reivindicaciones nada fantasiosas. Pues si la Iglesia es sociedad perfecta, será libre para crear sus colegios, y si el Estado es subsidiario, vendrá obligado a financiar esa libertad inyectando dinero público en colegios que -recuérdese- no son privados. Los obispos equiparan así un sistema escolar libre a aquel en que el Estado sostiene y potencia centros de la Iglesia, por donde vendría a resultar que la escuela española de los años cuarenta era libre, mientras que la inglesa, pongo por caso, gemiría bajo la opresión.

Habrá que dejar la mirada reposar sobre el presente para que no le entre la irritación por el pasado. Y el presente es que si, en efecto, los colegios católicos prestan un servicio público con fondos públicos, no hay ningún motivo para que no cumplan las exigencias públicas relativas a la necesaria programación de centros para atender demandas sociales, a la participación escolar y a la no discriminación de demandantes de puesto docente por razones ideológicas u otras y de solicitantes de puesto escolar por razones biológicas o sociales.

Insoportable, dicen, retornando a la lógica celestial, pues con esa lógica, que silencia el carácter perfecto de la Iglesia para enfatizar su naturaleza religiosa, se demuestra que cualquier norma legal que establezca principios organizativos de la sociedad civil para una comunidad de creyentes viola derechos anteriores al Estado y, en el límite, constituye una persecución. Lo que vale para la ciudad terrena no valdría para la celeste, y viceversa. De modo que, tras recoger con su mano terrenal una sustanciosa suma de fondos públicos, la Iglesia levanta su mano celestial y acusa al Estado de ataque a la religión. Y todo porque una ley civil pretende concertar, según criterios de programación y participación, la importante ayuda que el Estado destina cada año a la enseñanza privada.

La tremenda desconfianza en el profesorado de sus propios centros y en los padres de sus alumnos, que asoma en las recientes declaraciones episcopales, sólo es comprensible si se recuerda que la Iglesia es una institución jerárquica cuyo entramado se fundamenta en un mandato divino de custodiar el depósito de una fe. No hay, por tanto, lugar para principios civiles. La desmesurada reacción de los obispos ante la LODE es la nerviosa defensa de un principio organizativo radicalmente distinto del principio de organización de la sociedad civil.

Y, realmente, nadie les obliga a organizarse según principios civiles. Nadie tiene interés en indicar a la Iglesia cómo debe organizar su vida parroquial y nadie le dicta hoy los contenidos de su predicación. La Iglesia goza de libertad para crear sus colegios y organizarlos de acuerdo con su tradición y su doctrina. Lo único que pasa es que cuando solicitan fondos públicos, argumentando por el servicio público prestado y por las garantías a las libertades públicas, los obispos deben llevar su argumento hasta el final, y no romperlo a mitad de recorrido para introducir otra lógica sobre la que descansarían derechos particulares a la institución eclesiástica. El antiguo régimen está acabado desde la Revolución Francesa: ya no hay dos ciudades y no cabe fundamentar un privilegio privado en el hábil manejo de una lógica dual.

es profesor de Historia en la universidad Complutense.

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