El cristianismo no es una ideología
Algo de esto parece que ha querido decir el presidente de la Conferencia Episcopal Católica Española en el discurso de apertura de la 39ª asamblea. A mí, en el fondo, me agrada esta afirmación, porque viene a coincidir con un libro mío, que tuvo resonancia al final del Concilio Vaticano II y cuyo título era casi equivalente: El cristianismo no es un humanismo.
Del discurso de monseñor Díaz Merchán sólo se nos ha dado algunos fragmentos, pero lo suficientemente significativos para reflexionar sobre él. Empieza por reconocer que "España vive con esperanza su presente y su futuro, porque hay una voluntad general de vivir en paz y en concordia, superando viejos demonios de discordia civil". Pero, al mismo tiempo, se denuncian otros nuevos demonios, que serían "la intolerancia demagógica" y "la estrechez de las ideologías políticas", que anteponen "a los intereses partidistas los bienes ciertos y comunes a todos los ciudadanos".
No podemos negar que se trata de una denuncia correcta y de talante profético. Pero para que sea eficaz debería estar situada en su Sitz im Leben, en su ubicación existencial. Hoy, la Iglesia española apenas puede cumplir su deber de denuncia profética sin estar constantemente pidiendo perdón por haber sido ella misma la que en tiempos recientes y en parte todavía actuales ha cometido el pecado que denuncia. Nuestra Iglesia no solamente ha predicado el Evangelio, sino que ha procurado imponer una ideología cristiana ' siendo así que la unión de ambas palabras es, en punto de partida, intolerable. El cristianismo no es -no debe ser- una ideología. Sin embargo, en nuestro país lo ha sido con las máximas pretensiones. Desde. los Heterodoxos españoles, que anatematizó Menéndez Pelayo, hasta las todavía recientes pastorales de muchos obispos, la españolidad estaba íntimamente unida a la catolicidad y viceversa. Se trataba de una ideología perniciosa para la propia fe cristiana.
Monseñor Díaz Merchán se queja de que el ambiente español se está descristianizando por momentos, y parece atribuir este fenómeno, al menos en parte, al hecho de que "las ideologías y los intereses partidistas mantienen situaciones inhumanas, manipulan y masifican a los ciudadanos, imponen una manera de concebir al hombre que lo reduce en su dignidad y justifica en muchos casos su marginalidad y hasta su física supresión". Muy fuerte me parece esta denuncia. Pero creo que la descristianización se debe a causas más lejanas y profundas.
En primer lugar, habría que discutir la conveniencia evangélica de cristianizar a una sociedad. Ni Jesús, ni Pablo, ni los apóstoles soñaron nunca con ello. Sólo pretendieron crear comunidades libres de creyentes, bien situadas para que todo el mundo pudiera oír el mensaje de salvación. Pero a Pablo nunca se le ocurrió hacer un Éfeso cristiano, un Corinto cristiano, ni siquiera una Roma cristiana. La llamada cristianización se ha producido en la historia a contrapelo y a costa de la auténtica evangelización. Se ha tratado de un barniz ritual impuesto desde fuera y posteriormente pactado con los poderes civiles en una especie de do ut des, del que ambas partes salían beneficiadas (materialmente, claro está).
Los que somos de antes de la guerra recordamos la situación del catolicismo español como un pequeño resto de Israel en medio de una gran masa indiferente o positivamente hostil a lo más esencial de la fe cristiana. ¿Cómo explicar que en tan poco tiempo se llenaran las iglesias, se erigieran instituciones religiosas, se poblaran los seminarios y los noviciados? Algo superficial estaba debajo de todo aquello. Yo siempre esperé que algún día el globo se desinflaría y quedarían los que en justicia deberían quedar. Mi visión es más bien optimista: después de la artificialidad de nuestro nacionalcatolicismo, me he encontrado con una riqueza cristiana que no me la hubiera soñado. Para mí, esa necesaria descristianización ha puesto de relieve la aurora brillante de una nueva evangelización. -
En segundo y último lugar, la descristianización tiene un origen intraeclesial, del que el Concilio Vaticano II es el máximo exponente y causante. Allí se renunció a la Iglesia como sociedad perfecta -como cristianizadora de sociedades-, para adherirse a una Iglesia como pueblo de Dios -como evangelizadora en cualquier ambiente favorable o adverso.
En este sentido, llevaba mucha razón el cardenal Tarancón cuando afirmó que ahora en España es más fácil y más pura la tarea de evangelizar que en las épocas de privilegios eclesiásticos, cuando se era católico casi por decreto. Después de hacer estas matizaciones, la Iglesia está en su derecho de meterse con todo el mundo, siempre y cuando con ello evangelice. Eso sí, que lo haga indistintamente a diestro y siniestro.
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