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Tribuna:CRÓNICA DE LA CIUDAD
Tribuna
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Una excursión por la M-30

Medio cinturón de Madrid es de una castidad mortificante y dura, mientras que la otra mitad permite la orgía de un tráfico veloz que asciende hacia su propio clímax. Los hospitales están al norte, y los accidentes, al sur, con más de 130.000 vehículos al día.

El taxista Ángel Osorio Ribera, de 39 años, lo dice muy bien más adelante: "A la M-30 le pasa como a todo lo español, que la mitad está bien hecha y la otra mitad es una chapuza".La diferencia Norte-Sur se advierte pronto. Lo alto de la vía rápida de circunvalación de Madrid (inaugurada en 1975) nos aproxima a la Europa verde entre hospitales con helipuerto y urbanizaciones de lujo. Por el Sur, en cambio, se nos aleja del mundo moderno con atascos inmensos, un río fétido y barriadas pobres. Al Norte queda el quirófano de la clínica y el aire limpio para los millonarios; al Sur agonizan los heridos del tráfico y de la contaminación.

Por eso Madrid se queda sin gente y muchos dicen adiós a las reformas interminables. 0 todo esto se arregla a tiempo, aya es tiempo de volver al pueblo manchego de origen o a la aldea del litoral. La lucha contra la invicta chapuza podría estar perdida de antemano.

Sin embargo, no hay que ser pesimista. Volvió a llover en la meseta, y a eso de las ocho de la mañana Alberto Castillo, 35 años y un taxi con más de medio millón de kilómetros, iba diciendo que no hay peligro: "En el peor de los casos, y aunque nos la pegue algún bestia de ésos, el butano es un combustible seguro y no estallará".

Es cierto. Aquí no estalla nada porque todos llevamos escapulario milagroso y tapones en los oídos. La plaza de Castilla, que es como un meandro con todas las aguas residuales de la capital, arrastra un tráfico con ganas urgentes de evacuar en la autopista y se oyen amenazas de muerte desde las ventanillas de los coches: "¡Cabrón, más que cabrón! ¿Habráse visto un cabronazo igual?", y esto lo dice una muchacha de ojos de almendra montada en un vehículo poderoso, sin el que la pobre mujer se sentiría indefensa.

Desde un carromato rojo, un grandullón hace culear su vehículo, y otro le mete el morro para intimidar: "¡Cornudo, tú!", dicen con un gesto de victoria, por un lado, y de insulto, por el otro.

Pero nuestro hombre está curado de espanto: "La gente se toma la M-30 como si fuera la calle de Alcalá; aquí me paro, allí me cruzo, ahora te cierro, y el guapo soy yo y tú te jodes", dice Alberto Castillo esquivando una agresióia por la izquierda. Luego calla porque una ambulancia de Santa Sofia viene lanzando gemidos de dolor, y cuando pasa tan cerca y vemos el rostro desencajado del conductor, el taxista añade: "Da más lástima el que va al volante que el atropellado, ¿eh?".

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Por fin, la ambulancia entra en La Paz como un látigo de cuyo chasquido huyen las fieras en busca de aparcamiento. Hay unos obreros colocando altas rejas de separación en la calle. "¿Para qué esto? ¡Para que no salten los coches, tío, que si no se meten en la habitación con los enfermos!".

Retenciones y aflicciones

En la M-30 hay ligeros tapones que los entendidos denominan retenciónes. Una de éstas, a la altura del barrio de Begoña, va siendo aligerada por la megafonía de un coche (le la Guardia Civil, que pide "no cambien de carril, no cambien de carril". Algunos buscan el desvío de Colmenar y entran en El Piramidón, afligidos por el busto granítico de Ramón y Cajal y con la esperanza de dejar el auto en cualquier hueco y huir en el autobús. El número 135 llega cargado de público. Una muchacha, con muletas, evita que le arrolle un coche y, resignadamente, cruza la calle para subir los 20 peldaños que separan la parada del bus de la entrada del hospital. Esta disparatada escalera tiene emoción: hacia la mitad de su trazado, la carretera la divide en dos, para ceder paso a los turismos que llevan prisa. Una frase del sabio Ramón y Cajal da la bienvenida a los recién llegados: "Todo hombre puede ser escultor de su propio cerebro". Semejante afirmación resulta aquí patética. A las 9.30 horas, la cafetería ya está llena de batas blancas -es una cafetería sólo para sanitarios-, y éstos reponen el desgaste celular del viaje matutino por la M-30 con unos cafés y unos bollos que otro público envidia.

Joaquín Polanco, 44 años, lleva un Talbot nuevo y es propietario del taxi. Cuando enfila la carretera de la Playa, que es "el trozo que le falta a la M-30 para hacer entera la circunvalación", dice que "dos bandas en cada sentido no tiene sentido". Y lleva razón Polanco. La pista no traga y este caño se emboza pronto: los vecinos del barrio del Pilar, el follón de la Vaguada con su nuevo Madrid-bis, el personal proletario de La Coma y la literatura que sube de la Ciudad de los Periodistas forman un descomunal atasco. "Y por si faltaba algo, la parida de los autobuses de colegio", explica inmovilizado nuestro guía, "que van a la suya y no son pocos". Los niños se resignan a esta suerte de educación distante y algunos ríen, incluso, en sus asientos y se vengan sacándole la lengua a los adultos.

Cuello de botella

Pero para volver al cauce de la M-30, en dirección sur, hay que sufrir el sobresalto de la carretera de El Pardo, con su repentino estrechamiento en una especie de partido único que pone al tráfico de frente. Llega, más adelante, Puerta de Hierro y el puente de los Franceses, que parece el cuello de una botella de Burdeos: "Yo creo que estos socialistas tendrán que cortar más árboles para meter más carriles", aventura el conductor, "porque si no, sólo queda la Casa de Campo, donde cabría una buena pista".

Ante esta terrible alternativa, nos despedimos del amigo Polanco deseándole suerte y caminamos un rato junto al colegio mayor Siao Sin, que parece una fortaleza de cemento con pequeñas manchas amarillentas en los ventanales. Un chino, con la expresión de futuro líder, medita en las alturas sobre la degeneración de Occidente, mientras por las cercanías cualquier ferrocarril de Galicia se mofa de los neumáticos quietos chiflando su silbato.

Ya estamos, de nuevo, en la M-30 y se ve a deportistas con indumentaria olímpica correteando entre árboles amigos, gente sensata que pronto tendrá la compañía municipal de faisanes, pavos reales y patos republicanos. Uno, muy feliz, nos dice adiós con la mano abierta.

La vista del palacio de Oriente es tan hermosa como fugaz, pues en otro coche se nos empuja hacia un paso subterráneo sobre el que trepidan los camiones de Extremadura. El río Manzanares anuncia con su aroma de cloaca (la chapuza va a repararse) el puente de San Isidro, el estadio Calderón y, sobre todo, el puente de Toledo, totalmente inútil como el buen arte.

Triple ojo asesino

Sin los puentes, la M-30 sería un aro liso y sin emoción. Dicen que el fallido golpe del 27-O se servía de los puentes de la M-30 para redondear la labor que por sí sola la vía rápida no obtiene: un total y absoluto estrangulamiento de Madrid. Y uno saluda los puentes con respeto y temor, suplicándoles fidelidad al tráfico democrático. Algo así hay que pedírselo, incluso, al puente de Praga, que nos conduce al colapso. La cola inmóvil de esta parte del cinturón es kilométrica. "La curva de allá es jodida", dice el taxista, "y la catástrofe está en el puente de los Tres Ojos", ahora tuerto y medio ciego por las obras de ensanche. Es uno de los más tristes puntos negros de la ciudad, este triple ojo asesino. La M-30 mata cada año a una decena de habitantes, y en su asfalto quedan malheridos medio millar. Es el peaje de la chapuza. ¿Para qué correr?

El paisaje es aquí miserable: escombros a derecha e izquierda, aridez sin árboles, algún anuncio de almacenes que, cerca de las chabolas, proponen "crear un nuevo hogar". Los barrios pobres ven Madrid desde el otro margen del río, al otro lado de la M-30.

Pero llegamos a Ventas, que es trepidacion y sangre, y allí hay cambio de carruaje. Rafael Cano, 57 años, añade algún kilómetro a los 238.000 que ya le hizo al Seat 131, y es el responsable de prolongar la excursión. Vamos, pues, por O'Donnell hacia la M-30 en dirección norte. Esto marcha suave: el barrio de la Concepción, parque de las Avenidas; clases medias que entran, como a puyazos, en la vía rápida para sentir en el velocímetro su ascenso inmediato a la clase alta.

Luego vienen los ricos. Por el camino arbolado de la Moraleja asoman su morro importado las joyas descapotables de una señoras enfundadas en piel. Estas señoras se suman, gozosas, a la cópula colectiva de la M-30, aunque sin prestar atención al vecino que conduce desde Alcobendas una furgoneta de fontanería.

Los guardias multan, desde su escondrijo del desvío a Colmenar, a esos conductores suicidas que pisan la raya y saltan de carril.

Por ahí fue donde Ángel Osorio, 320.000 kilómetros en las posaderas, dijo aquello de que "a la M-30 le pasa como a todo lo español, la mitad está bien y la otra mitad es una chapuza". Recordaba ahora los tiempos de la construcción de la vía rápida, cuando él no era taxista, sino conductor de un camión de Huarte. "No ponían puentes para el peatón, y empezaron a atropellar peatones y fueron poniendo puentes". Eran añadidos, por contrata, a tenor de las estadísticas más graves.

Y otra vez atasco en el Sur. Siete kilómetros de tapón nos devuelven al punto de origen de una existencia urbana disparatada y caótica. Osorio se enfureció de repente: "¡Mire eso!", señalaba con su mano; ¡mire a ese tipo cómo va a cruzar la autopista, él solito, porque tiene un semáforo para detener a todo el tráfico de España, la chapuza del sernáforo".

El peatón pasó orgulloso desde el estadio de fútbol Calderón hasta el margen opuesto. Y los automovilistas le miraban con odio, hacían rugir sus motores y eran muy desdichados.

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