La 'cumbre' de Lisboa
EL COMUNICADO final de la cumbre mantenida este fin de semana en Lisboa entre los jefes de Gobierno de Portugal y España constituye más una declaración de intenciones para el futuro que la apertura de un camino claro para la solución real de los contenciosos que hoy entorpecen las relaciones bilaterales de los dos países, probablemente en su momento más bajo desde que los dos Estados ibéricos recuperaron la democracia. La conclusión de estás conversaciones no constituye, sin embargo, ninguna sorpresa, ya que sus propios protagonistas habían insistido en los días precedentes en que se trataba más bien de instaurar un nuevo clima de entendimiento y colaboración" en las relaciones entre ambos países que de buscar soluciones concretas a los problemas bilaterales más importantes: el conflicto de la pesca, el desequilibrio en los intercambios comerciales y las diferentes posiciones respecto de la integración de Portugal y España en la Comunidad Económica Europea. La discusión de estos problemas queda remitida a posteriores reuniones. Ambas partes habían reconocido de antemano que el encuentro entre las dos numerosas delegaciones reunidas en la capital portuguesa no había sido precedido de la adecuada preparación para abordar acuerdos concretos sobre esos diferendos.En el caso del contencioso pesquero, ambas partes se limitan a expresar, sin mayores precisiones, la intención de negociar para 1984 un plan de pesca que resuelva el conflicto, No parece haberse avanzado, por tanto, en el acercamiento de los enfrentados puntos de vista de los dos Gobiernos sobre el problema, cuya cuestión principal es el razonable deseo portugués de derogar el acuerdo de 1969, que permitía a los pescadores españoles faenar, durante un período de 20 años, dentro de las 12 millas de aguas jurisdiccionales portuguesas.
Por otra parte, las susceptibilidades manifestadas a lo largo de los dos días de reuniones no invitan a pensar en lo mejor. El caso de la integración de ambos países en la CEE es bastante ilustrativo. El Gobierno español insiste en globalizar los procesos de adhesión de los dos países, mientras que las autoridades portuguesas han sostenido siempre la separación de ambas negociaciones, tal vez más por un mal entendido orgullo nacional de llegar los primeros que por razones técnicas reales. Y así, Felipe González, que había aplazado la remisión de un escrito a los jefes de Gobierno de la CEE instándoles a superar los obstáculos negociadores y había manifestado su intención de aprovechar el viaje a Lisboa para consensuar los términos de esa carta con el jefe de Gobierno portugués, se ha encontrado en Lisboa con que Mario Soares ya había remitido, el pasado 28 de octubre, su propia lista de agravios a las capitales de los diez.
En cualquier caso, la importancia dada por los dirigentes del país vecino a esta cumbre -visible sobre todo en el rango protocolario concedido a la visita de Felipe González- puede invitar a pensar en la existencia, en esta ocasión, de una intención real de dar un giro significativo a las relaciones hispano-portuguesas, prácticamente congeladas desde el tratado de amistad y cooperación firmado en 1977 por los Gobiernos de Mario Soares y Adolfo Suárez. Y en este sentido, hay que saludar como una iniciativa encomiable el acuerdo de institucionalizar consultas anuales, a nivel de jefes de Gobierno, para dinamizar las relaciones entre los dos Estados. Siempre, desde luego, que el espíritu que ahora se quiere inaugurar con la Declaración de Lisboa no pase a engrosar el inventario de buenas intenciones, nunca seguidas de actos concretos, de que está plagado el camino de las relaciones entre los dos países desde el fin de las dictaduras salazarista y franquista. ¿Quién se acuerda ya del famoso espíritu de Guarda invocado en la reunión mantenida por los ministros Areilza y Melo Antunes en febrero de 1976 en aquella ciudad portuguesa? ¿Para qué ha servido un tratado de amistad y cooperación que en seis años de vigencia no ha sido capaz de dar solución a los importantes problemas bilaterales pendientes?
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