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Reportaje:

Teoría de Alfonso Guerra

Manuel Vicent

Daguerrotipos. En un país normal Alfonso Guerra hubiera sido, probablemente, un creador de segunda, un profesor jacobino, un boticario exaltado de talante decimonónico, un maestro de escuela que lleva los párvulos al campo con una cantimplora para clasificar plantas silvestres y los sienta bajo un castaño sobre un libro de Tagore, o un cineasta de café literario al que encargan un documental acerca de la pesca del chanquete, o un director de teatro que sueña con montar una cosa de Pirandello.

Los socialistas acababan de ganar las elecciones. En el comedor privado del restaurante Zalacaín, un banquero de siete hierbas, rodeado de otros financieros igualmente armados con cuchillos, estaba trinchando un codillo. Allí se hablaba de Alfonso Guerra, y entre todos, celebraban una ceremonia vudú o un rito de carácter mágico, tal vez más europeo. El banquero no era imbécil en absoluto, sino un caballero de cabeza plateada, dotado de esa elegancia que exhala la alta contabilidad, aunque ahora parecía confundir los términos. Creía que Alfonso Guerra se encontraba en el plato a su merced. En la conversación del restaurante saltaba de pronto ese nombre maldito, y entonces el cuchillo del consejero delegado bajaba velozmente hacia la ración de cerdo buscando venganza. Trinchaba una coyuntura, blandía con el tenedor en el aire un pedazo de mondongo e iba por él con picotazos de alcotán carroñero. Un comensal le advirtió con cierta ironía:-Déjelo ya, jefe. En el fondo, Guerra es sólo un poeta. Los hay peores.

-Usted no le conoce.

-Alfonso es un buen chico, con la mala leche de los flacos. Envida de farol.

-Los moralistas de provincias duermen muy poco.

-¿,Le preocupa eso?

El banquero dejó a un lado la etiqueta y agarró a Alfonso Guerra por la pata, con carcajadas de rey normando. Elevó el codillo hasta las fauces, y el resto de los vasaflos rió con él como en aquellos festines carnívoros del medioevo. Por ese tiempo, Alfonso Guerra salía mucho en televisión para explicar el resultado de las votaciones. Lo que realmente mortificaba a las gentes de salón era la imagen de aquel maestrillo de escuela rural repartiendo entre los suyos, con un puntero en el mapa, una vieja heredad que la derecha siempre consideró suya. El banquero pensó que este vendedor de biblias le había robado el caballo. O, lo que es lo mismo: un abogadillo de Sevilla y su amiguete el librero, dos chicos de cine-club, con pantalón de pana y trenca con capucha, se habían apoderado de España.

Victoria socialista y zumo de tomate

La noche del 28 de octubre de 1982, en los salones del hotel Palace, había terminado una larga aventura. En la fiesta de la victoria socialista la sangre era zumo de tomate, como en las películas del Oeste. Volaban a media altura los montados de caviar, corrían por las alfombras espárragos con mahonesa, los camaradas lloraban lágrimas de ginebra, abrazándose con llaves de yudo, y en el vértice de aquella euforia, Alfonso Guerra oficiaba el gran papel de un dios electrónico coronado de dígitos. La silueta de este Doctor No se asomaba a la pantalla con un fulgor de azufre en los ojos, atemperado por una sonrisa de conejo, y se le veía feliz bajo aquella piñata de sondeos favorables, estadísticas y porcentajes. Acababa de retorcer el cuello a las matemáticas. El triunfo había llegado, la parafina de Antonio Machado flotaba por los recintos del hotel Palace con una mancha de chorizo en la solapa, y aquel devoto suyo, muchacho de pana rayada, estaba sentado en un barril de votos con 20 micrófonos en la boca. En ese momento, Felipe González quemaba la espera construyendo puentes con los juguetes didácticos de los hijos de Julio Feo, hasta que, de pronto, en aquella casa sonó el teléfono con la llamada - del brujo. -Que se ponga el presidente del Gobierno.

-Dime, Alfonso.

-El sueño se ha cumplido. Vente para acá.

Oh, ateridas tardes de domingo con la nariz pegada al cristal de la ventana, matinales de cine donde echaban Fanfan la Toulipe, lecturas de Albert Camus que ellos compraban en la trastienda de un baratillo, primeras novias con rebeca y dedos manchados de bolígrafo, la película Nueve cartas a Berta, milicias universitarias llevando las mulas cargadas con morteros por una ladera de Montejaque, largas colas con las manos en los bolsillos para el concierto en el teatro Real, conferencias sobre Maritain que da Aranguren, pláticas políticas de tasca a la sombra de un tinto con aceitunas, libros de El Ruedo Ibérico y el zurrón lleno de octavillas, la pena negra del flamenco y, por encima de esta, melancolía de la libertad, López Rodó, que hablaba de la renta per cápita con labios dulzones, mientras algunos obreros amaestrados bailaban la jota en el estadio Chamartín bajo la sotabarba del déspota. Oh, ateridas tardes de domingo escupiendo pipas de girasol cuando Fraga entregaba un ramo de claveles gitanos a la turista diez millones. ¿Quién era entonces Alfonso Guerra? Un joven progresista de molde que no lograba sacar cabeza. Había estudiado la carrera de Filosofía y de ingeniero técnico de Telecomunicación, hacía versos, escribía cosas para café-teatro, iba de intelectual por Lady Pepa, quería ser director de cine y le suspendieron en el examen de ingreso en la escuela, montó una librería en Sevilla y allí pasó una buena temporada recostado en el olmo viejo de Machado, hendido por el rayo.

-¿Tiene pegatinas?

-No, chaval. Tengo carteles de Neruda.

-¿Y Mortadelo y Filemón?

-Tampoco. Llévate La náusea, de Sartre.

-¿Es de aventuras?

Cualquier artista frustrado resulta imprevisible. Si no se siente capaz de crear La montaña mágica, puede, en cambio, hacer la revolución, que es mucho más fácil. Pero en aquel tiempo, Alfonso Guerra tampoco era un revolucionario, sino un inconformista, con la urticaria de la cultura, a quien la plasta tediosa del franquismo había convertido en un rebelde moralista de provincias. Un tema de Vivaldi todavía, una partida de ajedrez en la rebotica, los versos de Miguel Hernández, los gases lacrimógenos, veinte poemas de amor y una canción desesperada, los panfletos calentitos recién salidos de la multicopista, algo de Friedrich Dürrenmatt y lo último de Ionesco en una farándula universitaria, cristianos para el socialismo, las cargas de la policía y los con ciertos para órgano y orquesta de Haendel. Él era uno de aquellos jóvenes que al inicio de los años sesenta tomaron conciencia política por un motivo simplemente estético. Había nacido en una familia de obreros, pero fue aquel aburrido panorama de la represión cultural, lleno de gerifaltes analfabetos, sonrisas de Solís y ministros de Información con cananas en las cacerías, el que forzó a su ánimo de artista incomprendido a lanzarse hacia otr clase de escena. Puesto que no podía siquiera estrenar sus obras en el sotanillo de Lady Pepa, había que derribar el régimen. Tenía razón. Y para esa gran representación teatral apostó por un buen caballo.

Corazón jacobino

Había conocido a Felipe González, abogado laboralista, en los círculos de la oposición semiclandestina de Sevilla, cuando la lucha contra el franquismo era para algunos sólo un juego moral, levemente peligroso, a veces divertido e incluso superrealista, que producía algún moretón y un gasto de cinco duros en mercromina. En un país normal, Alfonso Guerra hubiera sido probablememte un creador de segunda, un profesor jacobino, un boticario exaltado de talante decimonónico, un maestro de escuela que lleva los párvulos al campo con una cantimplora para clasificar plantas silvestres y los sienta bajo un castaño sobre un libro de Tagore, o un cineasta de café literario al que encargan un documental acerca de la pesca del chanquete, o un director de teatro que sueña con montar una cosa de Pirandello. Es de la raza de los puros, de los flacos insomnes, uno de esos jóvenes airados que no comen y cuya ambición personal estriba en influir en los demás en nombre de la justicia. Primero en la clandestinidad, des pués públicamente en la vida política, Alfonso Guerra sublimó en seguida sus reprimidas dotes de escritor, sus artes nunca reconocidas para el montaje teatral. Las bambalinas de la irresistible ascensión de aquel grupo socialista andaluz, con el golpe no sólo de efecto, sino de mano, en los congresos de Toulouse y de Suresnes, él las manejó como quien dirige desde cajas una compáñía de actores aficionados. Hizo algunas acotaciones en el libreto.-Esta escena no es así, Felipe. Te lo tengo dicho.

-Entonces, ¿que hago?

-Mira. Tú sales por el foro. Willy Brandt está situado a la derecha con el maletín. No tienes que dudar. Te acercas a él con cara de cortijero humilde, pero con una contenida rabia interior. A ver, repite.

-¿Y qué le digo?

-Nada. Desafíale con los ojos.

Alfonso Guerra también componía versos secretos, guardaba en el cajón páginas inéditas. De pronto, su alma de poeta o su sensibilidad de escritor halló la oportunidad política de publicar aquellas creaciones, condensándolas en frases mordaces, en greguerías envenenadas, en réplicas sarcásticas o irónicas que le hicieron célebre y temible. Necesitaba un gran escenario con muchos cañones de luz para lanzar a la platea sus alardes justicieros en el papel de ángel vengador. Eso lo encontró, en el Parlamento, pero parecía una ficción. Aquella tarde tenía sentado en el banco azul al antagonista del melodrama, Martín Villa, abrazado a un cartapacio, le máraba desde abajo con las dioptrías astilladas en las gafas como un ratero atrapado. Entonces, Alfonso Guerra dobló su escuálido vientre de juez de la horca sobre el pupitre del estrado, le apuntó con el dedo de la verdad y le acusó de fascista con la frente traspasada por un vahído de Sófocles. Este actor de lengua de hacha tenía a sus adversarios sulmidos en la congoja. Este ascético maestro de escuela, lírico malvado, progre de bufanda, joven incontarrúnado, rebelde de claustro universitario, brillaba en los pasillos del Congreso de los Diputados erigiéndose de protagonista en el revés de la trama. Rodríguez Saliagún es un brigada chusquero al que le cortan el pelo con el casco puesto. Como decía aquél, si Dios existe o no existe, ése es un problema suyo. La derecha que lleva tirantes habla a los demás de apretarse el cinturón. Calvo Sotelo es un hombre tan soso, que su papel más útil sería el de marmolillo en una calle peatonal. Suárez y Fraga son lo mismo, sólo les diferencia que van a distintos peluqueros. Realmente, los tenía acogotados con su literatura. Y encima estaba aquel guiño de su amor desenfrenado a Visconti, el rumor de que este vaquero maldito lloraba al oír la Quinta sinfonía de Mahler, aquel prestigio de durísimo contable en la sombra, que fulmina a los tibios, mueve los hilos del aparato, fustiga a los malos, pero se desmaya como un jacinto ante un pensanúento de Juan de Mairena.

Votos a mogollón

Aquella velada de octubre, en los salones del hotel Palace, fue tal vez en el subconsciente de Alfonso Guerra una culminación teatral, la cúspide orgiástica de un clímax. Por todos los cables llegaban voluptuosarnente los datos de la victoria socialista, y había en el aire un nerviosismo de noche de estreno. Él director de escena, contabilizaba votos como si se tratara de entradas de taquilla. Al filo de la madrugada se presentó un regidor con la noticia. -Alfonso, acabamos de colocar el cartel.

-¿De veras?

-No hay billetes.

-He llegado a la cumbre.

Alfonso Guerra no es un político propiamente dicho, sino un personaje muy español, que está entre tenedor de libros de alma sensible, poeta de corazón bohemio, moralista investido de palabras feroces, aunque poco hábil para negociar; duro en la réplica y blando en la transacción, un organizador de trastiendas y ficheros con la cabeza llena de estética, al que aún le sobra tiempo para enamorar a la hija de un grande de España. Un año después de la afamada fiesta del hotel Palace, aquel banquero de cabeza plateada que comía en el restaurante Zalacaín finalmente ha entendido la broma. En este momento tiene a Alfonso Guerra sentado enfrente, en un comedor privado de Jockey. Ambos sonríen a través del humeante codillo. El banquero está encantado con este joven tan gentil. En medio de un corro de altos financieros, armados con cuchillos, eleva un trozo de cerdo y dice:

-¿Sabe usted? A mí también me gusta Antonio Machado. Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro, donde madura el limonero. ¿No es hermoso?

-Lo es.

-Ahora hablemos de cuentas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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