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Muertes paralelas

Julio Ruano fue uno de esos grandes hombres cuya biografia nunca recogerán las enciclopedias. Julio disfrutaba su último día de vacaciones en la playa cuando sé le paró el corazón sin previo aviso. Su mujer, a quien acababa de dar una respuesta más de su alegre y anacrónico repertorio madrileño ("¡Azúcar!", exclamó al anunciarle ella que haría unas compras esa tarde para llevar recuerdos a Madrid), le vio de pronto con los ojos en blanco y la boca anhelante, y gritó. En el toldo vecino había una pareja de médicos veraneantes; entre él y ella, trabajando arduamente sobre la arena, con manos y boca, lograron reanimar el corazón y el pulso. Una ambulancia llevó a Julio, rebozado en arena y sudor, hasta Cartagena, donde ingresó en la UVI.(Una UVI, para quien tenga la fortuna de no saberlo, es una unidad de vigilancia intensiva. A las UVI de los hospitales van a parar los enfermos que tienen un prudente margen de posibilidades de no sobrevivir a su achaque.)

A través de un cristal de pecera, un par de veces al día, los familiares y allegados pueden ver a los enfermos, e incluso hablar con ellos a través de un teléfono. El enfermo escucha y responde -si es que puede- mediante un altavoz y un micrófono instalados en la cabecera de su cama, semiocultos entre la cacharrería sanitaria que le arropa y le mantiene con vida: sondas, goteos, electrodos. Uno de esos aparatos va registrando electrónicamente el ritmo cardiaco.

("¿Cómo te encuentras?" "Bien". "¿Has desayunado?" "Sí". ¿Te duele algo?". "Me duele todo el cuerpo, pero es de ser tan bonito".).

El Julio de siempre, que trata de quitarse con la mano derecha, puesto que la izquierda le ha quedado paralizada, la mascarilla del oxígeno. Se ve que le molesta. Tiene infarto agudo de miocardio y derrame cerebral. Está lúcido, no obstante. Los médicos dicen que las primeras 48 horas son vitales.Pasan las 48 horas y Julio empeora. Habla con mayor dificultad, insiste en quitarse la mascarilla. Cierta lucidez sí tiene: cuando una enfermera afirma por él que ha pasado buena noche, Julio insinúa un corte de mangas con la mano buena.

No hay forma de que los médicos aventuren un pronóstico claro. Los galenos de las UVI practican el lenguaje eufemístico con rara maestría. ("Se mantienen las constantes. Persiste la gravedad. Hay un cuadro cerebral. La lesión cardiovascular no ha evolucionado".).

Uno de los médicos repite, casi en cada entrevista rutinaria con los familiares, una muletilla que pretende ser alentadora: "Yo no he tirado la toalla".

Una vez al día, los médicos de turno hablan con los familiares repitiendo las mismas fórmulas ininteligibles. A los más cultos, los que inquieren algunas ampliaciones, los que preguntan si, oiga usted, mi mujer se muere, mi padre se muere, se les informa con la metáfora de la toalla.

Un día más y Julio empeora. Con cuidado, para que no se emocione, se le informa de que su mejor amigo quizá venga a verle; un viaje casual, iba a venir de todas formas a pescar unos días. El amigo está allí hace unas horas y puede ver cómo, al otro lado del cristal, Julio mueve su mano útil diciendo que sí, que muy bien, pero que vaya a verle allí, que quiere hablarle. Su dedo índice apunta al suelo, junto a la cama: aquí, aquí.

Es imposible. No se permite la entrda a la UVI. Y, en cualquier caso, hasta su amigo piensa que su visita puede ser inconveniente: si sube de pronto el ritmo cardiaco, si sobreviene un nuevo ataque. Nadie entre quienes le quieren osa atravesar, aunque pudiera, esa barrera de cristal que separa a Julio de todos, todos sus afectos.Un día más y, al llegar la hora de la visita, Julio tiene la mano derecha, la que no es tá paralizada, atada a la cama. No puede moverse, no puede quitarse la mascarilla, no puede hablar. El cuadro cerebral no ha remitido. Entonces, sin contestar a las preguntas que se le hacen por el teléfono, Julio se limita a hacer un gesto; tan claramente como puede expresarlo un agonizante maniatado, Julio dice. "Sacadrne de aquí". ¿Qué sabe ya Julio, qué necesita, qué aparece en sus ensueños de oxígeno y valium?

Semiinsconciente, agitándose maniatado en su cama, entubado, tuvo un día de hipo antes de que comenzara la respiración del coma, que se conoce porque sube y baja el vientre en lugar del pecho. Esa noche, el médico dijo a los familiares y al mejor amigo que el hipo es un espasmo del estemón, que la respiración abdominal tiene otro nombre y que el paciente no agoniza, sino que se encuentra en un estado de estupor. El pronóstico es reservado, y él, desde luego, no ha arrojado la toalla. A requerimiento del amigo promete que, cuando la dichosa toalla sea arrojada, se bajará al enfermo a una habitación común donde una mano querida pueda apretar la suya en el lance final; donde alguien pueda, quizá, recoger sus últimas palabras.

Tres horas después hay un aviso urgente para los familiares. "Una arritmia imprevista, un paro fulminante. Estamos con él". Y a poco: "No hemos podido hacer nada. Les acompaño en el sentimiento". Diez minutos más y el cadáver de Julio, aún caliente, entreabierta la boca, está en una camilla ante la puerta de una cámara frigorífica. "Pueden despedirse de él". Una sábana con el marbete de la clínica, pegada en los hombros con esparadrapo, le envuelve como un paquete. Huele a frío industrial y a lavandería.Julio tiene un modesto nicho en el cementerio del Puerto de Mazarrón, lugar de sus alegrías de vacaciones. Amó este lugar tanto como a su Madrid, el Foro, de donde sacó su ingenio bueno y jovial. Una lápida de bronce realizada por uno de sus amigos tapa hoy el hueco donde permanece Julio, sufragada por más de un centenar de otros amigos y con una leyenda que sustituye ventajosamente a cualquier epitafio: "De todos cuantos te quisimos".

Su mejor amigo, no obstante, no se perdona el no haberle rescatado de la UVI cuando los dedos de su mano atada rogaban: "Sacadme de aquí".

En mi pueblo ha sido el entierro de la señora Paula, la madre de María la Josa, mi asistenta. Estuve la tarde anterior en el velatorio. Estaba la señora Paula colocada en su ataúd, muy peinada y vestida de negro (su propio luto, puesto que además de muerta era viuda) y con unas tijeras abiertas colocadas sobre el vientre, para que no se le inflamase. También le habían puesto unas pelotas de sal gorda, que no estaban aparentes, en sus orificios más íntimos, para que no se saliera por allí alguna sustancia impropia.

La señora Paula estaba rodeada de sus hijas e hijos -ellas, más cercanas- y en una actitud de absoluta tranquilidad. En la lumbre baja ardían unos troncos, muy cerca de la habitación donde Paula había expirado, y en torno a la pequeña fogata hablaban en voz baja los allegados, fumando y bebiendo café.

Cuando llegó la hora del entierro, tras las obligadas tres series de campanadas, la tomaron en andas los hombres de su familia y la bajaron desde el barrio pobre y alto donde vivía hasta la iglesia, en el barrio rico y bajo, turnándose. Las mujeres lloraban sin aspavientos detrás de la comitiva, encabezada por el cura con cruz alzada y un par de monaguillos.

En la iglesia colocaron a la difunta ante el altar mayor y se dijo una misa con sermón. El cura se permitió recordarle a Dios que no debería defraudar a quienes habían muerto confiando en la resurrección, poco antes de que tres o cuatro mujeres pasaran unos cestillos reclamando la voluntad pecuniaria de los presentes.

Terminada la misa, los familiares formaron una larga fila y los presentes les dieron la mano, les abrazaron o les besaron; a esa ceremonia se llama la cabezada.

Después, la señora Paula fue tomada de nuevo en angarillas y llevada a hombros hasta el cementerio, donde hay sepulturero de plantilla y se escuchan los cacareos de las gallinas que el hombre mantiene allí para el gasto de su casa.

Sería hermoso saber cómo explicar que un cementerio pueblerino, en una mañana limpia como ésta, puede sugerir sensaciones de alegría, armonizar brisas, aromas y colores con la pena intrínseca del entierro, los puñados de arena sobre el féretro con su tapa acristalada, los gritos contenidos de las mujeres vestidas de negro.

Días antes, sabiendo que su madre se moría sin remedio, María había bajado hasta el fondo de la fosa. Tenía que retirar los restos de su padre, muerto 18 años atrás, para hacer hueco a Paula. Se le conocía perfectamente en el traje, hasta en las botas. María fue cogiendo los restos de su padre y metiéndolos en un saco, valerosamente, llena de lágrimas y recuerdos. De este modo, en la misma fosa pudo hacerse hueco para su madre, el saco con los huesos de su padre, y aún queda sitio para dos o tres cuerpos más.

María sabe bien dónde irán a parar sus huesos. En el mismo lugar donde ella, periódicamente, coloca unas flores para sus padres.

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