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CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Azca, una fosa común

Doscientas mil almas, algunas en pena, descienden por un tobogán de 200.000 metros cuadrados hacia el lujoso y depravado centro de Madrid

Primero, los límites de la isla: Azca linda al este con Nicolás Abajo, de 83 años, que se quita la gorra de plato para abrir la puerta de los taxis a las clientas de El Corte Inglés. Unas le dan un duro. "Otras me dan un empujón". Pero el subsidio es una miseria y hay que ganarse los últimos años de la vida como si fueran los primeros.Al oeste, Azca limita con Pedro y Teresa, la pareja que vende pipas de calabaza en la acera de Orense de sol a sol. Llevan el género en un carromato de compra del supermercado. Cuando lo vacían, Teresa quita las varillas delanteras y se sienta como una lechuga. Es la única forma de evitar que le venga otra hemorragia. "Todo esto eran campos abiertos hace 30 años. Venía con mi madre a lavar ropa en los lavaderos del Tiñoso. Por debajo de El Corte Inglés pasaba el canalillo. Y había unas huertas aquí detrás que eran de la Casa del Pueblo. Ahora da miedo". Lo que a Pedro le preocupa es la venta de las pipas de calabaza, que vienen de Brasil, porque, aunque son buenísimas para las lombrices, se venden poco: "Los jóvenes no tienen ná, ni lombrices ni ná; están como los viejos: sin ganas de vivir y sin dinero".

Por el sur, el límite lo marca un guardia de tráfico. Silba en Raimundo Fernández Villaverde como un ahogado pidiendo auxilio. Se asfixia y bracea, y todavía provoca más oleaje en las orillas.

Por lo demás, el norte de la isla se parece a las otras costas. Lanchones muy pesados transportan viajeros con cara de mareo. Los depositan en determinados puntos de General Perón y huyen al oír, ululando, unas sirenas policiales, tal vez con miedo a ser mordidos por perros rabiosos que hacen guau-guau-guau.

Pero todo esto es hermoso a vista de buitre, desde las alturas de las sedes centrales de los bancos. Los 30 pisos del Bilbao están decorados con bronces y maderas de raíz. Parece el salpicadero de un Rolls Royce. Por los 11 monitores de televisión, la seguridad espía desde una pecera del vestíbulo los movimientos de masas dentro y fuera de la casa. Si se presta atención, no sólo podemos ver cómo estaciona el automóvil en el subsuelo, o cómo se hurga la nariz un empleado de la planta décima, sino que llega a distinguirse al niño jugando al balón con una jeringuilla de heroína en la plaza de Ruiz Picasso.

La central del Santander es más exótica. Su vegetación de isla bananera adormece. Es verde loro. Incluso una cajera en letras mueve sus plumajes en la jaula, sobre un suelo de musgo que no resbala. "Nos falta el caimán", comenta un cliente asiduo, "pero con el tiempo todo llegará". De momento existe el cisne, con tres huevos bajo su custodia, y la leyenda "Imposiciones a plazo fijo".

Más allá, el edificio Windsor hunde sus cimientos en el estruendo de una discoteca. La señorita de ojos azules enseña los dos únicos locales sin alquilar. "Nuestro edificio es ecológico y costó una verdadera fortuna", dice, apoyada en una ventana del piso 14, "y el alquiler es razonable: 300.000 pesetas mensuales por 298 metros cuadrados, con la seguridad y el aire incluidos".

A media tarde, cuando las multinacionales cierran sus oficinas, sin dejar de advertir a las empleadas que extremen sus precauciones para no ser violadas allá abajo, el bar Alfil entorna la puerta. El bar está a un extremo de la avenida de la Vaguada, una alameda sin árboles, pueblerina y viciosa, que discurre paralela y por el interior al trazado de Orense. En Alfil sirven café irlandés unas mujeres sufridas: enseñan sus pechos como un mostrador de mármol y ocultan los hongos de la espalda. Dice una: "Te los pegan en las boutiques al probarte ropa que ya se han probado ciento y la madre". Para una empleada top-less, esto es una auténtica cruz.

Discotecas y bares con terraza y balancín a un lado y a otro de la Vaguada se animan a partir de las siete de la tarde. Los primeros en llegar son estudiantes. Muchos todavía no han cumplido 16 años. Se meten en Chapelet, Color, Nubes y, sobre todo, en el que está de moda: Jigjog. A las niñas les regalan la entrada. A ellos, el trago les cuesta 250 pesetas. La competencia es brutal. Para arrebatar clientes de una a otra discoteca, Nubes sortea un coche Panda cada dos por tres. Lo exhibe como si fuera la reliquia de un santo, debajo de una marquesina, el morro saliendo a la calle al encuentro de los fieles. Otros reparten vales de consumición en los pasadizos de acceso desde Orense: "Me pagan 1.000 pesetas por hora de repartir", dice una muchacha con apuntes de Química del BUP bajo el brazo. No estudia, BUP, pero la empresa cree que un mini-short no basta, y además de tentar por las piernas hay que atraer a las vírgenes por el intelecto. "De madrugada viene un amigo a protegerme, y se esconde en aquel rincón", añade la muchacha, señalando un gran macetero con plantas artificiales.

Los cuerpos apuran su ración de placer

Dentro, todas las discotecas ofrecen lo mismo: una barra con la anatomía de un cuerpo (contra la que los adolescentes sin pareja se excitan bailando solos) y una pista como la arena de una playa, donde se brinca y se serpentea el twist, otra vez de moda. En los asientos, que tienen acolchamientos, almohadas, almohadones y hasta vicealmohadones, los cuerpos no reposan, sino que apuran contra reloj su ración de placer diaria. Hasta las 11 de la noche, las disco de Azca tienen sus guardarropías convertidas en biblioteca escolar. Y al filo de las 11, estos chavales piden los libros, la bolsa y los apuntes con los que salen corriendo a casa. Todos los teléfonos públicos de la manzana se llenan a esa misma hora: "Tenemos que hacer cola para llamar a casa", dice una niña de 14 años mientras su amigo la devora salvajemente, "porque, aunque no quieras, te retrasas siempre, y luego viene la bronca".Los más afortunados pueden flexibilizar el horario. Para sacarse el dinero de la hamburguesa en McDonnald's, Burger King o la pizza de Hut y volver a la fosa común piden una extraña limosna en la parada de los Nuevos Ministerios: "Oyes, ¿me dejas dos duritos para el transporte?". Y con los duros, dos aquí, dos allá, corren a por la bolsa de patatas fritas (el último año se duplicó el consumo de patatas en Madrid y decreció el de carnes) y, si llega, a por la hamburguesa.

El negocio lo maneja bien el director de McDonnald's, Salvador Robert: "¿Hay alguien que lleve esta noche un reloj de color rosa?", pregunta por el micrófono. Una muchacha se levanta. "Maravilloso", dice Robert. "Ven aquí, que te has ganado un disco de AC & DC". Y otras veces puede ser una bicicleta, porque en Burger King llegan a regalar equipos de vídeo.

A medianoche, las cosas cambian: "Cierro y me escapo rápido", confiesa el encargado del restaurante alemán Prost, Manuel Albalate, "porque aquí nadie te garantiza que salgas ileso".

Travestidos, chulos de barrio con motocicletas que bajan las rampas y escaleras de peatones, gays, punks y prostitutas se adueñan de la zona. Un vecino de la calle de Orense, con miedo hasta a dar el nombre, asegura que "aquí se vive en alarma constante, con pánico a pisar la calle, que es, o era, una calle lujosa y tranquila de Madrid".

La policía no se atreve a bajar. "Lo único que les importa ahora es poner multas a los locales por cerrar tarde", dice el propietario de cinco discotecas, Pablo Sánchez, presidente de la Asociación de Comerciantes de Azca. "La policía va contra el comercio y no contra los quinquis: tendremos que montar nuestra propia mafia".

Por su parte, el comisario jefe responsable del distrito (Tetuán) se niega a dar información, alegando a través de la Jefatura Superior que "lo que diga puede volverse en mi contra".

Los pacientes del instituto geriátrico de la doctora Aslan se resisten a acudir a sus tratamientos rejuvenecedores. Desde la planta segunda de esta lujosa clínica, el espectáculo les escandaliza: "A todas horas fornican y hacen cosas que prefiero callar en estos pasadizos que tenemos al lado", dice horrorizada la gerente, de 37 años, Mabel Valcárcel, "y tenemos que aguantar esto, que es la ruina, pagando un alquiler de medio millón de pesetas mensuales (435 metros cuadrados) y luego de haber invertido 20 millones en decoración inútil". El sitio pudo haber sido excelente, y hoy es el desastre: "Podía quedarse con nuestras instalaciones el ayuntamiento y utilizarlas como un dispensario para drogadictos", añade la gerente. Cada mañana, su mujer de la limpieza barre jeringuillas (se ven más fuera que dentro de la clínica) y procura no despertar a heroinómanos dormidos por allí.

Mientras en la pista de Bamboche unas colegialas de Pamplona sacian su hambre de cuerpo agitándose como un látigo en manos del pinchadiscos, Antonio Serrano, de 24 años, encargado del local, dice que busca empleo: "Hace tres sábados yo estaba en Color, que es de la misma empresa, y nos entraron dos encapuchados con pistola y machete, y nos robaron la recaudación luego de pegarnos hasta hartarse". En este momento, una muchacha irrumpe llorando en la discoteca: "El cabrón me quería violar, ¿no me oíais? ¡Quieta o te meto el rabo en la boca!, me decía el cabrón". La muchacha se desploma en un asiento.

Casi en la misma esquina, un chaval con dos navajas intenta desvalijar la máquina tragaperras de Combustible, que cerró hace un rato. Cuando oye pasos, se vuelve y dice: ¡Largo, largo! ¡Fuera o te pincho!".

Un 'cubata' volcado sobre la barra

En el pub Lasser también sucede algo. Pedro Osorio, de 34 años, intenta cobrar a un cliente. A las cinco de la mañana no está ya para bromas. La úlcera le muerde el estómago y las manos le tiemblan. Se encara a él: "¿Me va usted a abonar esto o qué?". Entonces el cliente hace una cosa inoportuna. Vuelca el cubata sobre la barra con una lentitud provocadora y se ríe en las narices de Osorio. Todo fue rápido. Osorio rodeó el mostrador, agarró al tipo por la espalda, lo derribó del taburete y lo arrastró hacia la acera. Allí descargó sus golpes: "¡Ríete, vamos, ríete de tu puta madre, chulo de mierda!".El cliente no reaccionó, aunque se le veía joven y corpulento. Imploraba piedad desde el suelo, hecho un ovillo, sin comprender que cada golpe en la boca y en los ojos era un bálsamo para la úlcera de quien se los propinaba. Con un hilillo de sangre en los labios suplicaba: "Ya basta, basta". Y fue alejándose como un perro en la oscuridad hacia las escaleras de la calle de Orense.

Cuando Osorio vuelve le tiembla todo el cuerpo. Lo quiere disimular. "Calienta las lentejas, que dentro de un momento tenemos aquí a los del desayuno", ordena a su único empleado. Y, en efecto, los del desayuno no fallan. Mezclan champaña con tocino y lentejas. Y aún quieren bailar con la cuchara en la mano, sin advertir que ya están muertos, en la fosa común.

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