El hecho diferencial español y las reformas necesarias / 1
En la pugna constante entre tradición y renovación, conservadurismo y progreso o, más modernamente, entre derechas e izquierdas, dictadura y democracia, las primeras siempre, a la postre, se han impuesto a las segundas, siendo los momentos de apertura y libertad breves paréntesis entre largas fases de cierres y autoritarismos. El signo de este balance pendular de nuestra historia puede y debe corregirse hacia el futuro de una manera estable si se abordan las reformas de fondo necesarias.Las razones de este drama histórico de la nación española han sido discutidas profusamente a lo largo de los tiempos, y especialmente en el debate político-cultural de la España contemporánea. Y la verdad es que cuanto más se reflexiona sobre nuestro pasado con más claridad se observa que aquello que podríamos llamar el hecho diferencial español con respecto a Europa tiene raíces profundas en el tiempo, si bien algunas de sus consecuencias más negativas se han ido limando poco a poco con el esfuerzo de la sociedad española, hasta tal punto que podemos decir con rotundidad que seguimos siendo una nación atrasada en el área europea, pero no tanto como para que no podamos recuperar esa diferencia en un tiempo prudencial, de forma pacífica y democrática, por medio de un esfuerzo sostenido y decidido.
Por ejemplo, se ha mantenido, con razón, que ya nuestro feudalismo fue singular, incluso que no hubo tal feudalismo, con los rasgos que lo definen como tal (aserto este último mucho más discutible), debido a un hecho capital de nuestra historia que ninguna otra parte de Europa vivió como nosotros y al que ha sido dado el nombre de Reconquista. Siete siglos largos que marcaron de manera específica nuestro devenir tanto en las estructuras productivas -así, las agrarias- como mentales mucho más de lo que algunos creen. De esta suerte, mientras Europa vive el feudalismo en su plenitud y cuando el Renacimiento, primero, y la Reforma, después, irrumpen con su fuerza renovadora y de cambio, nosotros quedamos marginados de la primera, salvo en singulares figuras eméritas, y somos más tarde los campeones de la Contrarreforma, que nos desangra y nos cierra.
Descubrimos un nuevo mundo cuya riqueza material es una de las bases más decisivas del desarrollo burgués y capitalista europeo, mientras aquí vivimos las ruinas sucesivas del Estado y de los súbditos, inmersos en una idea patrimonial y atrasada de la monarquía y del imperio, incapaces de transformar el oro y la plata en riquezas productivas, aplastada la burguesía incipiente por el peso de la Iglesia, de la nobleza y de la Corona. De ahí que debería enseñarse, de una vez por todas, en las escuelas, por ejemplo, que la defenestración de los comuneros en Villalar -en los años veinte del siglo XVI- fue la primera gran derrota de la burguesía castellana, lo que impidió, entre otras cosas, no sólo que pasaran las ideas de la Reforma -que probablemente no habrían pasado en ningún caso-, con la importancia que tuvieron para el desarrollo del capitalismo, sino tan siquiera las que representaba un centrista de la época, un ilustrado y humanista de la ortodoxia como fue Erasmo de Rotterdam. En el fondo, la burguesía europea se abrió camino y se consolidó batallando contra lo que representaba, material y espiritualmente, el imperio español de los Austrias.
Adalid de la contrarrevolución
De otra parte, mientras Inglaterra, en el siglo XVII, y Francia, en el XVIII, inician sus grandes revoluciones burguesas -que les abrirían, dentro, por supuesto, de múltiples avatares, las puertas de la modernidad y después de la revolución industrial-, España se cierra a cal y canto para no ser contaminada, pretendiendo al mismo tiempo erigirse en adalid de la contrarrevolución, como antaño de la Contrarreforma, pero ya sin fuerzas. Tan sin fuerzas que a duras penas mantiene la precaria unidad de sus territorios cuando sufre la gravísima crisis de 1640. El problema de nuestra identidad como nación, una y plural al mismo tiempo, tiene una larga y traumática historia. Es cierto que España conoce, durante el siglo XVIII, un período de cierta remoción y progreso, que Fernando VI y Carlos III son los únicos monarcas presentables en bastantes siglos; pero no exageremos. Es un ejercicio intelectual interesante, que yo recomiendo, comparar los escritos de los ilustrados españoles como Jovellanos, que cuenta con toda mi simpatía y admiración, y de otros menos conocidos y más radicales, con los de aquellos que fueron los mentores de la Revolución Francesa. En España nunca ha existido un Voltaire o un Diderot; en España, sí, se encuentran libelos y opúsculos de contenido muy avanzado, pero siempre clandestinos y perseguidos,, mientras las ideas de Robespierre y Saint-Just gobernaron Francia. Esa es la diferencia. La guerra de la Independencia, durante la que alumbró la Constitución de Cádiz terminó en los brazos de un sanguinario ignorante como Fernando VII, mientras en Inglaterra y Francia, ya bastante antes, habían cortado la cabeza de Carlos, de Luis y de María Antonieta. El regreso de Fernando nos hizo perder, por lo menos, 30 años de modernidad. Nuestro siglo XIX y parte del XX, se ha opinado con razón, es la crónica de la frustración de la burguesía española y su claudicación ante las oligarquías.
La desamortización no será la reforma agraria, y la desvinculación de los bienes eclesiásticos tendrá como contrapartida colocar la mente de los españoles en manos de la Iglesia. Ese será el significado del concordato de los años cincuenta del siglo pasado entre Isabel II y la Santa Sede. El sistema educativo quedará marcado para muchos años y el carácter laico del Estado será un sueño de ilustrados. Las industrias nacerán raquíticas, salvo en lugares muy concretos; la polémica sobre la ciencia española amargará los días de ilustres compatriotas, y a pesar de Ramón y Cajal y otros, quedaremos a la cola de la investigación y la inventiva. La cuestión de la unidad-pluralidad de España rebrotará con fuerza en las nuevas condiciones del surgimiento de las nacionalidades, y la Constitución de 1876, nacida después del fracaso de la I República, con el bipartidismo turnándose en el poder, no será más que el envoltorio de un caciquismo como constitución real de la nación, como ya denunciara Costa.
A partir de aquí la sociedad civil española será siempre más débil que el Estado, que se configurará desde tempranos tiempos como armatoste ineficiente, parasitario y, las más de las veces, sólo eficaz en la represión, no alcanzando nunca el calificativo de Welfare State. El Ejército desempeñará un papel protagonista en la política española de los siglos XIX y del XX a través del pronunciamiento del espadón de turno, tradición que no encontramos, por lo menos tan marcadamente, en otros países europeos, y ello no es una casualidad.
En precario
Las grandes corrientes avanzadas del pensamiento europeo han penetrado escasa y tardíamente en España. El hegelianismo nos alcanzó transmutado en un pedagógico krausismo de andar por casa y el movimiento obrero español bebió antes que nada en las fuentes de las intuiciones ácratas, penetrando la teoría marxista tarde, de segunda mano y con una pobreza que, desgraciadamente, se ha mantenido hasta nuestros días. Durante tiempo influyeron más Bakunin y Proudhon que Marx. La Universidad española ha vivido en precario demasiado tiempo, y lo más válido del pensamiento universal de nuestros días se leía y comentaba fuera de las aulas; 40 años de dictadura han hecho un daño tremendo a la cultura y a la civilidad de los españoles. Pero estos 40 años no han sido un paréntesis en la historia de España y de los españoles.
Las grandes cuestiones que se han ido desgranando a lo largo de este rápido y sintético repaso del devenir que nos interesa, por sus relaciones con el hoy, siguen planteadas a nuestra generación, si bien no en los mismos términos que antaño. La esperanzadora experiencia de la II República fue segada por la violencia de la España inmóvil, y sus cenizas, aventadas. Sin embargo, las bases sociales en que se plantean los problemas actuales, así como sus protagonistas, han cambiado, yo diría que a mejor -no en el sentido personal del término-, y cualquier paralelismo entre el hoy de España y el que se vivió durante esa II República sería ficticio y, de realizarse, nos conduciría a conclusiones erróneas. Interés en ello podría tener la derecha más ultra.
Es cierto que la dictadura franquista duró demasiado tiempo, y ya sabemos que el paso de ésta a la democracia se ha realizado sin un momento de ruptura política de corte clásico. Las consecuencias de ello han marcado la transición, y sus efectos perdurarán en el tiempo si no se van corrigiendo. Pero no es menos cierto que en un período relativamente corto, de cinco o seis años, hemos pasado de un régimen dictatorial a una Constitución bastante avanzada, a unos municipios regidos en su mayoría por la izquierda, al Estado de las autonomías y a un Gobierno del partido socialista. Las condiciones para cambios y transformaciones reales en la sociedad española se dan como no se habían dado en muchísimos años.
La cuestión es saber si seremos capaces de encabezar, organizar y movilizar las energías suficientes para llevar adelante las transformaciones que España necesita para superar ese hecho diferencial que hemos relatado y no perder el tren de esa nueva era que alumbra. Los acontecimientos de la política española desde octubre de 1982 en adelante no mueven a un exceso de optismo, y creo que se equivocan nuestros gobernantes cuando se dejan arrastrar al triunfalismo o la prepotencia. Una cosa es que las encuestas sigan diciendo que el actual Gobierno levanta aún un grado considerable de esperanzas en sectores importantes del pueblo y otra muy diferente que haya concitado alrededor de un proyecto de altos vuelos la tensión activa de las clases y sectores más lúcidos y dinámicos de nuestra sociedad. Ni ha existido tal proyecto ni se ha demandado tal movilización a la ciudadanía, de tal suerte que colectivos e individualidades cada vez más abundantes -trabajadores e intelectuales- se sienten frustrados y comienzan a adoptar actitudes críticas hacia la forma como se está gobernando.
Mi temor creciente, si no cambia el rumbo de la política, es que estemos viviendo la experiencia de una nueva ocasión perdida. España necesita reformas profundas, articuladas en un gran proyecto reformador -que no reformista-, que tienen su causa de los lastres que hemos ido arrastrando a lo largo de nuestra historia y la Constitución de 1978 crea las condiciones para su puesta en práctica cuando sintetiza en su preámbulo el mandato de realizar una democracia avanzada.
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