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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Al borde de la guerra nuclear ...

Hace 38 años, en agosto de 1945, Hiroshima y Nagasaki padecieron un ataque atómico. La humanidad sufrió entonces, sin comprender enteramente su significado, un cambio tan decisivo que modificó para siempre la concepción clásica de la guerra y de la paz.Jamás, a lo largo de siglos de violencia y esperanza, el hombre había afrontado, en términos de realidad científica, la posibilidad de la autodestrucción. Las concepciones mágica, religiosa, histórica y política se habían detenido siempre al borde de este abismo.

Los arsenales nucleares almacenan, en términos de ojivas estratégicas o convencionales, el equivalente a 800.000 bombas de Hiroshima. La guerra ya no es la política por otro camino: es la vía hacia la destrucción irreprimible y en cadena que arranca de la creencia de que se puede alcanzar una victoria militar, sin considerar los medios que se emplearían para obtenerla. Es decir, un planteamiento que en el fondo ignora las consecuencias finales de las decisiones.

Hecho más evidente si se toma en cuenta la dicotomía creciente entre los mecanismos de aniquilación y la idea que aún se posee respecto a la naturaleza de un conflicto armado. Esta contradicción es tan grave que conforma hoy la mayor ruptura que se haya conocido nunca entre la verdad y la sustitución de la verdad por el sofisma del poder armamentista.

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Esa concepción transporta consigo, de manera inmanente, las tradiciones más autoritarias y absolutistas. Aquellas que han negado a los pueblos, representando los intereses de las economías de guerra, las posibilidades del entendimiento y la concordia. Su origen radica en una abstracción que ha rechazado siempre la estructura material de la realidad como punto de partida, porque se trata de un factor indispensable para el ejercicio de la dominación. Así, se ha soslayado el análisis de los conflictos y la negociación pacífica de las crisis.

En la peligrosa falacia contemporánea se sostiene que es posible limitar una guerra nuclear y que puede haber un vencedor si éste ha alcanzado la superioridad. Es indispensable, pues, combatir una proposición que sigue entendiendo la Era Nuclear desde los presupuestos militares y técnicos de la Edad de Pólvora. Ése es el mayor problema conceptual para los Gobiernos contemporáneos, y principalmente para las superpotencias.

La carrera hacia la muerte

La carrera armamentista nuclear se abrió el mismo día en que Harry Truman, el 6 de agosto de 1945, anunciaba a los oficiales de la tripulación del buque que le conducía de la Conferencia de Postdam a Estados Unidos, en medio de una euforia trágica, el estallido de la bomba de Hiroshima. Aquella tripulación creyó entonces, como parecen creer hoy muchos líderes mundiales, que se trataba sólo de un arma infinitamente más potente que todas las conocidas. No podían prever que se trataba de la posibilidad de destruir el planeta mismo.

Años más tarde, en 1955, Albert Einstein y Bertrand Russell firmaron un manifiesto advirtiendo el grave peligro de la proliferación nuclear. Las grandes potencias ignoraron, sin embargo, el documento, pese a que estuvo apoyado por la presencia de los más destacados científicos de ese tiempo: Max Born, Percy Bridgman, Frédéric Joliot-Curie, Herman Muller, Linus Pauling, Cecil Powell, Hideki Yukawa, etcétera.

Los firmantes del manifiesto de Bertrand Russel y Albert Einstein señalaron que "en una futura guerra mundial las armas atómicas serían empleadas y que esas armas amenazaban la existencia de la humanidad" y pidieron a los Gobiernos que apoyaran todas las medidas pacíficas para solucionar los conflictos.

El dinamismo del proceso, el acelerado impulso científico-tecnológico, permitió quemar las etapas que condujeron de la bomba A a la bomba H. Con ello se hizo evidente que la proliferación nuclear sería el eslabón inevitable de una doctrina armamentista en verdad incompatible, además, con el supuesto de la hegemonía.

Estamos, sin duda, en una encrucijada. El tiempo es breve porque los conflictos y las guerras locales, como reflejo efectivo de las contraposiciones sociales, económicas y políticas, amenazan, en todas las áreas del mundo, la estabilidad y el desenvolvimiento armónico de los pueblos.

La división esquemática, reduccionista e insuficiente del mundo en Norte y Sur, unas veces, y en Este y Oeste, otras, paraliza intelectualmente la empresa histórica de la paz. Cuando hablamos de un mundo dividido en Norte y Sur eludimos las categorías esenciales del problema, olvidamos que la condición fundamental de nuestro tiempo es la interdependencia y que el factor mismo de la explotación, en el cuadro de la división internacional del trabajo, hace inviable, por la interrelación de los fenómenos, la división quirúrgica, simplista, enajenante, de Norte y Sur.

De la misma forma, es igualmente falsa la pretensión de explicar el mundo desde la visión unilateral Este-Oeste. Esa interpretación arranca de igual suerte de una negación de lo evidente: que tanto al Este como al Oeste los pueblos aspiran a un cambio filosófico y moral que haga posible una vida humana, fundada en el diálogo de las civilizaciones y en el fin de los dogmatismos.

Contra la visión idílica

El desarme no es, ni será nunca, como pareciera deducirse de ciertos manifiestos pacifistas basados en un idealismo abstracto, la transferencia directa, simplista, de los recursos económicos de la, guerra a la paz. Esa visión idílica carece de viabilidad. El problema no consiste, ni consistirá nunca, en trasladar los 700.000 o 750.000 millones de dólares dedicados a los ejércitos en 1982 a los pueblos pobres. Ese esquema hace imposible cualquier diálogo auténtico. El problema consiste, en definitiva, en liberar la ciencia y la economía de un desarrollo patológico que implica, necesariamente, la violencia y la opresión, es decir, la expansión militar y la negación de la vía pacífica como medio natural del progreso y la libertad.

El desarme es un inmenso proceso de liberación que, en la biología de los fenómenos sociales, adquirirá el carácter de indubitable mutación política y social a escala universal, acorde a las posibilidades del desarrollo colectivo e interdependiente de los pueblos.

Se ha dicho que estamos a las puertas de una revolución en la física, la química, la biología, la bioquímica, la bioindustria, la medicina, la genéticia, la microbiología, la informática, la ciencia de los espacios exteriores, la ecología, la tecnolojía y, en síntesis, de todas las ramas y áreas del saber humano. Sólo el cambio de la tarea y objetivos de los sabios y los científicos supondría transformaciones positivas de alcance inmenso en nuestra circunstancia temporal y moral.

De manera casi natural, como si se tratase de una verdad científica, se ha extendido la creencia de que la guerra es la posibilidad de los grandes cambios en todas las ramas del saber humano. Esa proposición, que elimina, en efecto, la idea de que la paz tiene que ser el horizonte de las grandes mutaciones de nuestro tiempo, supone, en la época de los supermisiles con cabezas atómicas múltiples, un peligro tan grave como la guerra en sí. Es la pobreza filosófica y política con que se gobiernan algunos pueblos.

Se hace indispensable una revolución cultural y humanística que revele, con sus causas y efectos, las contradicciones contemporáneas y defina, más allá de los prejuicios y la falsificación de los hechos, el significado de la paz como motor de la sociedad mundial. Ese propósito requiere no sólo legitimar el pacifismo, sino trascender las actitudes emocionales o aparentemente pragmáticas del mismo, para en tender la paz como una verdadera liberación, es decir, como un auténtico dinamismo creador que integre el pensamiento y la acción.

Armas o diálogo

Estamos al borde de un precipicio nuclear. Es indispensable, por ello mismo, la adopción de medidas inmediatas; la primera corresponde a la prohibición absoluta de las experiencias termonucleares. Se estima que entre 1945 y 1982 se han realizado 1.385 pruebas atómicas, pese a que se había acordado, en principio, su progresiva extinción.

Las pruebas de nuevos armamentos, sin necesidad de esperar a la contaminación radiactiva que ocurrirá el día del desastre final, descargan en la atmósfera, en las aguas y en la tierra sustancias encaminadas hacia la lenta destrucción del hombre. Ello como preludio de la catástrofe, en los umbrales de la guerra. En ese peligro se enmarca también la posibilidad de una conflagración por error. En 1971 se produjeron dos falsas alarmas, en 1979 fueron 78, y 69 en 1980, sólo en el primer semestre. Debido a una computadora enloquecida, la guerra podría comenzar por error.

Con la prohibición de los ensayos nucleares es indispensable llegar al congelamiento total, sin más esperas, de las armas nucleares existentes. El pretexto de la paridad deja abierta la puerta a una permanente carrera armamentista que no se cerrará, en ningún caso, si no se ha establecido antes la decisión de modificar los supuestos básicos de la crisis: que la ciencia y la tecnología han transformado la producción de las armas estratégicas nucleares en simple mercancía, lo que trae consigo su proliferación, como en el caso de cualquier otra mercancía. Es lo más relevante de la realidad de nuestros días.

El escenario europeo

Toda Europa se ha convertido en el área más propicia para la confrontación nuclear. Su desnuclearización es una necesidad dentro de las metas que proponemos. Sin ella por la concentración urbana, industrial y cultural, supondría la destrucción, en unos minutos, de todo lo que acumuló la historia en varios milenios. Un bombardeo nuclear de Europa implicaría entre 150 y 300 millones de muertos al comenzar la conflagración. La dimensión de los daños y las consecuencias de un acto de barbarie de tal categoría tienen que ser confrontadas con los efectos positivos que produciría la desnuclearización.

Proponemos el cambio de una economía de guerra a una economía de paz, librando al mundo de la extinción nuclear. Por el sendero del armamentismo, los ejércitos han perdido su legítima naturaleza de defensores de los derechos soberanos de las naciones, para convertirse en ejércitos esencialmente ofensivos. Se ha vuelto a tiempos, supuestamente superados, en ¡os cuales los breves períodos de paz servían a los pueblos para prepararse lo mejor posible para la guerra.

Pero sucede que nadie puede hoy vanagloriarse de estar mejor preparado. Ni siquiera el recurso de las alianzas puede asegurar a ninguno de los bloques la superioridad apetecida, ni a sus aliados la protección buscada. En su pugna por la hegemonía mundial, las superpotencias sólo persiguen el resguardo de sus intereses. No tienen aliados. Tienen servidores. Y a un servidor se le elimina si así conviene. Conocemos las alianzas que han sido traicionadas.

Todos vencidos

Aunque admitiéramos la eventualidad de un equilibrio armado de los bloques, ¿qué papel quedaría a las naciones restantes? Solamente Apuntalar ese equilibrio con el sacrificio indefinido de sus pueblos. Esa situación sería insostenible y conduciría a la guerra, impulsada por quienes creen en una victoria, no importa lo que cueste. Para ilustrar el precio de ese ilusorio triunfo de uno de los ejércitos, reparemos en que Alemania, uno de los primeros objetivos, sería aniquilada como nación con el empleo de una mínima parte de los misiles de medio alcance del sistema soviético. Lo mismo ocurriría en otros puntos estratégicos del mapa europeo.

Es cierto que la URSS sería en minutos gravemente dañada. Pero también lo sería Estados Unidos. Ya pasaron los tiempos en que su población se libraba de las heridas de una guerra mundial. Ya pasaron los tiempos en que la tragedia se trasladaba a campos ajenos. Hoy en día, una bomba de un solo megatón arrojada sobre la ciudad de Nueva York ocasionaría, instantáneamente, la muerte de 1.050.000 personas en un área de 113 kilómetros cuadrados, y de ahí hasta 18 kilómetros produciría quemaduras en seres que necesitarían asistencia médica inmediata para poder sobrevivir. No exageran quienes, con autoridad bastante, Pronostican que en una guerra futura no habrá vencedores. Todos seremos vencidos.

El programa de desnuclearización de Europa, precedido de algunos pasos, tendría que ser seguido de otros. Después del desmantelamiento de las armas nucleares emplazadas en este continente habría que negociar el desarme general. Se devolvería a los ejércitos su misión defensiva, las Naciones Unidas tomarían la categoría de tribunal universal, que apenas han tenido en teoría, para organizar la paz.

Paralelamente, habría que poner en marcha el Nuevo Orden Económico Internacional, aprobado por la ONU y que se halla hibernando en sus archivos. Es impensable que este proyecto político reciba el auxilio de las dos superpotencias, al menos con simultaneidad. Tiene que ser Europa la que adopte la voluntad necesaria para librarse de los cohetes, que la convierten en blanco propiciatorio de otros semejantes. Hay que impedir la instalación de cohetes programada para finales de año, reforzar los acuerdos de la Conferencia de Desarme, sumarse a las proposiciones de la Comisión Palme y sentarse, antes de que sea demasiado tarde, a la mesa de unas negociaciones multilaterales de paz.

Durante un cuarto de siglo, diversas propuestas para la desnuclearización de varias zonas parciales de Europa, África y Asia han fracasado por intransigencias parciales. Sin embargo, el Tratado de Tlatelolco de 1967, que sustrae ya a la mayor parte de América Latina de los riesgos del uso bélico de la energía nuclear, representa una posibilidad a alcanzar en todo el mundo. Nunca como ahora la exigencia de impedir la guerra se ha hecho más urgente, como tampoco nunca ha requerido un mayor esfuerzo colectivo. Hay que buscar una paz no inspirada por el miedo mutuo de las grandes potencias, sino la fundada en el entendimiento recíproco de todas las naciones, porque no tenemos derecho a dar muerte a la esperanza.

Luís Echevarría es director del Centro de Estudios Económicos y Sociales del Tercer Mundo, de México, y vicepresidente del Consejo Mundial de la Paz. Ex presidente de México.

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