La 'guerra de los catecismos'
Contaré una parábola. En un archipiélago afortunado, cubierto de palmeras, acariciado por brisas bonancibles y poblado por pacíficos moradores, el gobernador, influido sin duda por la blandura del templado clima, decidió conceder a sus súbditos la libertad religiosa más total. Llegó incluso a dictar un rescripto en el que otorgaba a los padres "el derecho de hacer que sus hijos recibieran la formación religiosa y moral que estuviese de acuerdo con sus propias convicciones".Se daba el hecho, sin embargo, de que en esas hermosas islas habitaba una amplia colonia de indios, muchos de los cuales seguían fieles a la religión hindú. Un día se acercó al despacho del gobernador una comisión de padres de tez oscura, todos ellos buenos ciudadanos, prósperos comerciantes, puntuales contribuyentes.
Presentaron estos dignos señores al gobernador el texto que pretendían se usara en las escuelas del archipiélago para la instrucción moral y religiosa de sus hijos.
El texto hindú escandalizó al gobernador. En él se afirmaba que comer carne era un pecado por el que el transgresor se vería condenado a una reencarnación infamante, en vez de ir ascendiendo por pasos cada vez superiores hasta su disolución o liberación en el Brahman.
Más duras aún eran las expresiones en el caso de la muerte y consumo de vacas. El matar una vaca, y más aún, el comer su carne, es un pecado nefando. Quienes ejecutan el sacrificio atentan contra lo más sagrado de la vida, cual lo haría un terrorista: sus manos estaban manchadas y había que rehuir su trato. Casi igual concepto merecían los dueños de restaurantes o bares, en los que se vendían bistés, pepitos, hamburguesas y otros alimentos de vacuno.
El texto religioso hindú iba adornado de espantosas fotos de animales sacrificados en mataderos sanguinolentos, de repugnantes, matarifes rodeados de carnicería; y, por contraste, de hermosas vacas paciendo en praderas alpinas, dedicadas a la producción de leche.
El gobernador les citó para otro día, mas en vez de aprobar el texto de enseñanza religiosa que le proponían los buenos hindúes, denegó su permiso alegando que en las islas había abundancia de mataderos legales dotados de licencia municipal, certificados de la inspección de higiene, e informes de auditores impuestos por el Ministerio de Hacienda.
"¡Es un insulto a nuestras creencias!", exclamó el gobernador. "¿Qué dirán tantos buenos ciudadanos, no ya los que se dedican al sacrificio del vacuno, sino los que han ido a comer un buen beef-steak a Londres, si ven que en las escuelas a las que envían a sus hijos hay niños que reciben tales enseñanzas? La muerte y consumo de vacas es legal y las religiones no pueden criticar nada que sea legal".
Añadió luego en voz más baja: "Además, es bien sabido que esa prohibición es supersticiosa, y que mejor les iría en India si se comiesen a todas sus vacas".
Cuando el gobernador comunicó a los hindúes su exigencia de que desapareciesen del texto los párrafos ofensivos, allí fue Troya. Nada se pudo hacer. El gobernador definió de nuevo el derecho que había concedido a los padres en cuestión de enseñanza moral y religiosa. Decretó que había plena libertad religiosa mientras desde los púlpitos, los minaretes, las pagodas, los templos no se criticasen las creencias de los gobernantes.
Con aire bondadoso y cansino habló así a los hindúes, y bien veréis lo que les dijo: "Entended que nosotros los gobernantes sabemos lo que es bueno para el pueblo. Toleramos vuestras supersticiones mientras no aparten de nosotros el corazón de la infancia. Dejad que, los niños vengan a mí, pues los padres no sabéis siempre lo que es bueno para ellos". El más venerable de la delegación alzó la voz por fin, rompiendo el silencio consternado de sus compañeros. Y le dijo así: "Señor gobernador, que los dioses os hagan merced de no ser vaca en la próxima vida... ni asno en ésta".
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