El discurso político
Uno de los ejemplos más logrados del discurso político que parece decir mucho y no dice nada fue el pronunciado por el ex presidente de México, Luis Echeverría, durante la crisis del petróleo: "Esta", dijo, "no nos beneficia ni nos afecta, sino todo lo contrario". Este desafío a la dialéctica es superado cada día de tal manera que ya no sólo se agranda la distancia tradicionalmente amplia que existe entre lo que dicen y hacen los políticos, sino que apreciamos, no sin perplejidad, que la versión de la realidad dada por los gobernantes de casi todo el mundo en un lenguaje a medias, construido por condicionales y susurros, no coincide con lo que vemos, escuchamos y vivimos el común de los ciudadanos. Ejemplos flagrantes son los dictadores. asesinando a la gente para que reine el orden público, o la tesis de alcanzar la paz y el desarme a través de un vertiginoso rearme.Pero no sólo desde los gobiernos autoritarios o poco sútilmente belicistas se escucha este tipo de mensajes. En las democracias formalmente constituidas también contemplamos (y padecemos) este lenguaje a medias que nos recuerda de inmediato el tono eclesiástico: esas frases papales en las que el temor a Dios parece encubrir no sólo el miedo a la libre expresión, sino la confirmación del poder a través de lo no dicho, de lo omitido. La elipsis desplaza la afirmación directa, clara, completa, nítida, y la realidad cobra, por esta vía, el aspecto más apropiado que necesita el político profesional en cada momento. Así, muchas veces una cuestión muy compleja es descrita con una aparente sencillez que nos hace sentir un tanto imbéciles: ¿cómo no nos habíamos dado cuenta antes?, ¿porqué nos complicábamos tanto con la inflación, la crisis miternaciona, el paro, la defensa occidental, la reconversión o el Impuesto al Valor Agregado?
En general, la simplificación se utiliza durante las campañas electorales. El discurso político adopta entonces la forma del slogan publicitario: breve, preciso, impactante, con posibilidad de ser asimilado emocionalmente por millones de personas. Los problemas más difíciles e intrincados, cuestiones económicas a las que en otras naciones no han encontrado respuesta, son teóricamente resueltos en el curso de una entrevista en televisión. El ingenio, la frase oportuna, además, reemplaza a la reflexión y la racionalidad. Parece que vale más un listo que un inteligente mientras se edifica un discurso mitológico tal como lo difinió Roland Barthes: "El mito no niega las cosas, «su función, por el contrario, es hablar de ellas; simplemente las purifica, las vuelve inocentes, las funda como naturaleza y eternidad, les confiere una claridad que no es la de la explicación, sino la de la comprobación". El mito, dice, es un habla despolitizada.
La simplificación va acompañada de lo potencial. Cuando un partido político está en la oposición, o hace campaña para ser reelegido, pier ' de timidez y se concede más amplios márgenes para ejecutar la radicalidad, sea hacia la derecha o hacia la izquierda. Construye el contrapoder en el terreno de la palabra, y apela a la lealtad de los seguidores y la confianza del resto de la sociedad para conseguir el gobierno. Todo está por hacer, pero todo se hará. Después, el discurso cambia de rumbo: lo que era simple ya no solamente se torna complejo sino intrincado. Lo que antes se haría rápido, eficaz y sencillamente -era una cuestión de esfuerzo-, ahora no se puéde hacer o habrá que esperar mucho tiempo porque la situación, la coyuntura..., ya se sabe. Cambia, también, la exigencia al ciudadano; si al principio se'pedía apoyo electoralmente combativo, ahora se solicita comprensión y paciencia. El político navega entre la utopía y el llamado realismo político, dos polos muy difíciles de conciliar y que terminan saldándose con promesas incumplidas y mentiras por la fuerza de la razón de Estado.
En el amor, como en casi todas las prácticas sociales y personales, la promesa y la mentira son palabras claves. Hay un código no escrito que legitima la reprobación social a la mentira, y millones de leyes que condenan
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el engaño, pero, en política hemos llegado a aceptar como una esencia que exista una patente de corso para afirmar algo y hacer lo contrario. De esta aceptación nace el popular dicho "todos los políticos son iguales". A lo que podríamos añadir: "Son iguales a sí mismos y a sus contrarios".
Rota la promesa llega la ligra de los eufemismos y del. secreto. El Estado moderno tiene un alto grado de complejidad y el político está en el centro de la tormenta cuando llega al gobierno. Él (y se suele pensar lo mismo de los periodistas) es el que sabe. Pero el secreto, las Medias palabras, la elipsis van en contra de una devolución a la sociedad civil por parte del gobernante elegido por ella de la tan mentada soberanía popular. Los mismos políticos que no ahorran críticas -muy justas, por cierto- a la falta de información que sufren los ciudadanos de los países del Este no dudan en resquebrajar la democracia cuando hay que admitir, explicar, detallar aspectos que pueden poner en cuestión su futuro profesional. La palabra elegido alcanza, de esta forma, un sentido más literario que jurídico: el político se olvida de que es un representante y se considera un hijo de los dioses del Olimpo de la Realpolitik. Y los elegidos, por serlo y por definición, tienen la capacidad de decidir y cambiar rumbos sin consultar y sin recordar. La raíz autoritaria de este procedimiento se recubre y justifica con la heroicidad y el paternalismo del que hace un gesto impopular hoy, pero convencido de que será un bien para todos en el futuro. A veces quizá sea así, pero a todos nos encantaría que nos lo -explicaran con un poco más de claridad.
A riesgo de ser condenado por superficial y hereje diría que este tipo de discurso político termina enredando muchas veces a quienes lo practican. El bloqueo durante dos años de la Conferencia de Seguridad en Madrid, además de muchos factores, bien puede surgir de este lenguaje entre eclesiástico, secreto y oscuro. O conduce a no creer lo que se nos dice.
En efecto, si el primer paso es desconfiar del político -y, después de todo, élla. desconfiado antes de nosotros al negarnos información-, el segundo es pensar que la democracia es sólo una transacción comercial de palabras por votos. El tráfico de palabras es el camino más directo para el desinterés por la politíca. Hemos lleggido a un punto en el que cada ver son menos los que creen en las vanguardias iluminadas en las democracias populares, pero las democracias parlamentarias corrert graves riesgos de deterioro en la medida que lo que habla y hace el gobernante está cada vez más lejos de los ciudadanos. La participación es, sin duda, una tarea camplicada, pero sin el primer paso de contar con poderes que se ejerzan con transparencia se corta de raíz toda posibilidad de acercarse a una sociedad en la que se practique.
En Estados Unidos, los pacifistas se instalan en las puertas de las casas de sus representantes en el Congreso para exigirles que sean ahora tan favorables al desarme como lo fueron durante las elecciones. Se les exige que recuerden, y que hablen. Pero millones de personas no votan ni se interesan por la política en la cuna de la democracia: la absten ción es también, un indicativo del hartazgo. Muchos políticos profesionales del mundo están preocupados por los nuevos movimientos sociales o por el poder para crear opinión que tienen al gunos periódicos, de la misma forma que, como señala Italo Calvino en Punto y aparte, cada vez se convoca más al escritor "para que traduzca a lenguaje humano, a lo que se suele llamar lenguaje humano, las cosas que los políticos no saben decir más que en términos abstractos". Son signos de que mucha gente todavía no ha confundido la publicidad con la política. Perdura el interrogante sobre si el poder mata las palabras y la razón, pero, mientras tanto, se trata de restituirles a las primeras su valor, para que la realidad coincida con las definiciones.
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