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La guerra, la crisis o la vida

La sociedad mundial se ha convertido en algo insulso, desdibujado, carente de resortes que puedan impulsarla hacia una posible coherencia. Los continentes del Tercer Mundo vegetan en la creciente y espantosa miseria; el reaganismo y el thatcherismo, como manchas de petróleo, se expanden sobre las mareas económicas; la huella herrumbrosa de las dictaduras del Este se incrusta, cada vez con mayor profundidad, en la vida de millones de seres humanos; vapores deletéreos emanan de las experiencias sudistas del socialismo europeo y, una vez más, la canalla fascista busca sus adeptos entre la fauna de la lumpen-burguesía.Como si saliésemos de un estado comatoso, tratamos de disipar, a tirones, estas brumas de lo déjà vu.

Ante todo la guerra. Ante todo la afirmación de que su aspecto de supershow planetario, con aire de ballet mecánico de la muerte, su estilo técnico y estratégico cada vez más alejado y discordante con la realidad geopolítica e, incluso, las manifestaciones pacifistas que provoca, como hileras de procesionarias, todo eso, a fin de cuentas, no nos interesa para nada. El puente sobre el río Kwai, los Grandes cementerios bajo la luna: ya se nos ha olvidado todo. No somos tan crédulos como para seguir pensando que las grandes potencias pretenden seriamente poner fin a sus contenciosos enviándose mutuamente misiles intercontinentales. Está claro que su modo fáctico de complementarse, su complicidad cada vez más notoria, les lleva a integrarse en el mismo sistema mundial capitalista y segregatorio. De este modo, el simulacro de guerra que efectúan continuamente ante el mercado de los medios de comunicación social parece tener por objetivo, basándose concienzudamente en maniobras apocalípticas, invadir el campo de la subjetividad colectiva, desposeerla del conocimiento de que existen necesidades sociales que la oprimen e impedirle cualquier impulso, cualquier toma de conciencia transcultural y transnacional como las que han empezado a surgir en los últimos veinte años. Su guerra no es la nuestra. La única guerra mundial auténtica que sentimos en nuestra propia carne es la que, desmigajada, cancerosa, inconcebible para el espíritu de la civilización, arrasa a oleadas el planeta desde hace medio siglo: "El Salvador, Nicaragua, Polonia, los refugiados de tantos países, Afganistán, Sudáfrica... todo ello es ya excesivo y nos enseña cuáles son las otras esclavitudes...". En estas condiciones, sea cual sea nuestra solidaridad con la izquierda, no podemos por menos que rechazar, en el terreno militar, las alternativas nucleares que proponen algunos gobiernos. El juego del equilibrio de las fuerzas estratégicas es el resultado del deseo de las grandes potencias de sojuzgar a las minorías oprimidas, y no podríamos doblegarnos ante sus directrices sin traicionar la emancipación de los pueblos por la que se está luchando.

Después está la crisis. Otra vez, una maquinación inmensa para apretar, cada vez con más fuerza, casi hasta el estrangulamiento, a la población mundial mediante la dominación y el proceso de disciplinamiento. Todo ha sido preparado para presentarla ante nuestros ojos como una evidencia incontestable. El desempleo y la miseria se ciernen sobre la humanidad como castigos bíblicos. En estas condiciones no se puede imaginar, con ciertas variantes, más que una única política económica posible como respuesta a la única configuración concebible de la economía política. Sin embargo, está claro que los aires de suficiencia que hoy día adopta la econometría son paralelos a la pérdida de credibilidad de sus modelos de referencia. Sin duda, es innegable que muchos de sus índices y previsiones han resultado válidos, pero, ¿a qué tipo de realidades se refieren? En efecto, a subconjuntos de las actividades productivas y de la vida social cada vez más aislados, separados, desprovistos de sus potencialidades globales. El sistema económico y monetario, tan debilitado, que se toma a sí mismo como modelo de referencia, se ha convertido en un instrumento descerebrado y tiránico cuyos poderes de decisión y de dirección colectiva son ficticios. (Como ejemplo de algo reciente están los bancos centrales que se han lanzado a socorrer a México sólo para que este país les pueda devolver a corto plazo los intereses de la deuda contraída con ellos.) ¿Y si esta crisis no fuera, en último término, más que una crisis de los modelos que hoy día hacen caer bajo un régimen de capitalismo psicótico a la división social del trabajo, las finalidades de la producción y el conjunto de formas de semiotización, de intercambio y de distribución? La esperanza de salir del túnel, el mito de la gran recuperación -pero, ¿la recuperación de qué y para quién?- nos ocultan el carácter irreversible de la situación provocada por la continua aceleración de las revoluciones técnico-científicas. Ya nada será igual que antes, afortunadamente. Pero, una de dos: o estos factores se reajustan mediante cambios de la subjetividad social capaces de conducirlos lejos de los equilibrios existentes hacia caminos emancipadores y creativos, o, de una crisis en otra, empezarán a girar alrededor del conservadurismo, de la estratificación y del decaimiento represivos cuyos efectos son cada vez más castrantes y paralizantes. En este planeta existen otros sistemas de regulación y de integración de las corrientes sociales. En todos los terrenos de la creación estética y científica se han impuesto modelos que rompen con las jerarquías opresivas (no arborescentes, rizomáticas, transversalistas). ¿Por qué no ha sucedido lo mismo en el plano social?

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Hay un cierto regreso hacia el campo de lo político y de lo micropolítico, pese a que, en ciertos ambientes intelectuales, ahora sea de buen tono hacer gala de un cierto desencanto, considerarse fuera del tiempo y por encima de la historia apelando, por ejemplo, a lo posmoderno, a la pospolítico o, por qué no, a lo poscomunicacional... Está claro que el consumo excesivo de la información y de la cultura manufacturada nos puede conducir a una indigestión. ¿Es ésta una razón para que nos consideremos a nosotros mismos como elementos supernumerarios de nuestra época? Nuestro ideal debería ser, más bien, el de ser capaces de estar allí donde se producen los cambios. Ni antes ni después. Hasta el punto preciso en el que se elaboran nuevas lenguas; donde se buscan nuevos coeficientes de libertad; donde se experimentan formas distintas de ver, de sentir, de pensar, de crear más allá de los mesianismos, de los credos espontáneos o dialécticos... Pero, por qué negarlo, ciertas posturas políticas nos interesan mucho y, sobre todo, ciertos rechazos que nos conducen al riesgo y al peligro, y que son la causa de que nos zambullamos en ciertas experiencias atrevidas. La experiencia que poseemos sobre las formas de compromiso dogmáticas y nuestra acusada inclinación hacia los procesos de singularización nos previenen -por lo menos eso creemos nosotros- contra todo exceso de codificación de las intensidades estéticas y de ordenación de los deseos, cualesquiera que sean las propuestas políticas o adhesiones partidistas, aunque vengan con la mejor de las intenciones. Por lo tanto, no nos queda sino dejarnos llevar. Día a día se abren ante nuestros ojos nuevos caminos entre los terrenos, en otro tiempo amurallados, del arte, de la técnica, de la ética, de la política, etcétera... Ciertos objetos inclasificables, ciertos polos opuestos -parafraseando una vez más a los físicos- nos animan a quemar las antiguas lenguas de madera, a acelerar las partículas de sentido de elevada energía para aproximarnos a otras verdades. Uno tras otro, en la misma semana, tres acontecimientos coincidieron: la cabeza del Papa rodaba en vez de la de Walesa, Arafat se hizo expulsar de Damasco, Toni Negri entró en el Parlamento italiano. ¿Quién habla a quién, y en nombre de qué? Podemos soñar que muchas cosas son posibles. En un sentido o en otro.

Félix Guattari es analista. Autor, junto a Gilles Deleuze, de El antiedipo y Mille plateaux.

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