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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Arte y derecho administrativo

A mi amigo Evgueni Evtuchenko, que es inteligente, cachondo y elegante, que habla el español arrastrando un poco las erres y que recita de memoria e incansablemente los versos de Neruda, le han dado una condecoración las autoridades de su país, la Unión Soviética. Evtuchenko es, con toda seguridad, uno de los más grandes poetas que pueda haber hoy en lengua rusa. Georgi VIadimov es también escritor prócer y uno de los novelistas contemporáneos de mayor mérito en la misma lengua, pero ni es amigo mío, en tanto que jamás tuve ocasión de conocerle, ni ha recibido distinción alguna en su país o, mejor dicho, lo han distinguido al revés, puesto que acaba de ser privado de la nacionalidad desde su exilio en la Alemania del Oeste. No creo que el trato diferente obedezca a consideración alguna de tipo estético, ni tampoco me parece demasiado plausible ni aun admisible el que un escritor, por perverso y malo que resultare a los ojos de la crítica oficial, merezca el castigo de la pérdida de su ciudadanía ni ningún otro análogo. El asunto transcurre, naturalmente, por cauces distintos, y se da el hecho cierto de que VIadimov tenía una determinada actividad política que le llevó a ocupar la presidencia de la clandestina sección soviética de Amnistía Internacional. Pero, se quiera o no se quiera, VIadimov y Evtuchenko son dos escritores sobre los que pesa una cierta acción del Estado, y es esa relación, la de los artistas, los filósofos, los escritores y demás fauna intelectual con el poder, la que resulta ciertamente compleja y de difícil arbitraje.Hay un sentido en el que las relaciones entre los intelectuales y el poder resultan diáfanas y elementales, transparentes y facilísimas: el de la absoluta y radical oposición sin margen alguno a la misericordia. Cuando pintan espadas o bastos y hay que batirse por la supervivencia y aun el decoro, apenas se plantea la más mínima duda, y el recurso al maniqueísmo es tan fácil y evidente que convierte en inútil el tener que discutir al respecto. Nosotros tenemos bien cerca una muestra de lo que esto significa, y no pocas veces he sostenido en público que fue tal la incidencia del general Franco Bahamonde en la vida pública española que a muchos compatriotas les hizo la puñeta hasta muriéndose: a todos aquellos, por ejemplo, que se exhibían como genios al fiado o bajo palabra de honor amparándose en la fácil coartada de una censura que, al menos en teoría, les, vedaba la pública muestra de los alcances de sus merecimientos.

CAMILO JOSÉ CELA

ENVIADO ESPECIAL

Pero cuando el poder muda su pelambrera, se domestica y hasta ensaya a mostrarse civilizado, comienzan los problemas y los sinsabores. Sin llegar al último extremo de la diferencia de trato recibido por Evtuchenko y Vladimov (o por Evtuchenko y el propio Evtuchenko de hace unos años, cuando figuraba en la lista de los apestados), se plantea el problema de qué es lo que se debe hacer con los intelectuales, esos presuntos herejes siempre incómodos. Por lo general son demasiados como para poder honrar a todos con medallas, condecoraciones y otras muestras diversas de público aprecio. Y el ajustarse a escalafones es siempre polémico y peligroso, puesto que nadie está de acuerdo jamás con la lista de prioridades que arbitra o confecciona el vecino.

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Así las cosas y quizá como consecuencia inmediata de su mero planteamiento, acabó por aparecer una doble teoría acerca del trato debido por el poder a la cultura, alternativa al recurso de prohibirla inmediatamente y sin más ni más. La teoría liberal, digamos liberal, sostiene que a la cultura hay que dejarla a su aire, porque así es como se somete a la selección natural y se muestra y queda lozana y rozagante. Sin embargo, mediante tal arbitrio se corre un riesgo cierto y desorientador: el de confundir el ambiente cultural con el de las revistas de la vagina (hasta hace poco tiempo se han venido llamando del corazón) dado que la selección natural sigue criterios muy cercanos a los de la oficina que controla las tiradas de los periódicos. Y nadie olvide que ente el Orlando furioso y las comedias arrevistadas todavía existen algunas sutiles y obvias diferencias que quizá un Estado consciente de su papel deba tener en cuenta.

La segunda de las teorías, la que podríamos llamar gauchista, alude a la cultura popular, eso que nadie sabe bien lo que es. Vivimos una época de furor en el rastreo de tradiciones que son cualquier cosa menos tradicionales y en la que se sale a la caza y ojeo de todo lo que huela, a mayor o menor distancia, a iniciativa del pueblo. Como el concepto de pueblo es no poco ambiguo (hágase la prueba de reunir a cuatro vecinos para tener una muestra suficiente), al amparo de la noción de cultura popular se están colando de matute las fiestas, las representaciones, las charangas y los jolgorios que luego, cuando suena la hora de la verdad, reúnen tan sólo a los organizadores y, con mucha suerte, a algún antropólogo errabundo y distraído que andaba de vacaciones por la localidad.

Yo creo que el asunto no tiene fácil solución, y que lo que sucede es que como mejor se llevan la cultura y el poder es como los miembros de una familia, esto es: de tanto en tanto y siempre a cierta distancia. Y lo que queda dicho vale, por lo menos, hasta que se arbitre una forma nueva de entender los sindicatos de escritores, las subvenciones a las compañías de teatro y la jubilación de los pintores.

A mí todos estos sucesos me han pillado con el ánimo escéptico y un poco a contrapié, y quizá sea ya viejo para comprender cómo y por qué raro camino un artista pueda mudarse en funcionario. Me consuela, al menos, el saber que Evgueni Evtuchenko, que es un dandi sagaz, verriondo y distinguido, que habla el español con un leve acento quizá cordobés y que recita de memoria y sin fatiga los versos de Lorca, cuelga sus medallas y sus condecoraciones en el armario de los delicados olvidos y continúa componiendo poesías y brindando con unos vasos diminutos y helados en la nieve por el buen propósito de que sea ése -y no ningún otro- el único y último problema.

Copyright Camilo José Cela 1983.

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