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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El sucesor de Arrupe

ES NATURAL que la Congregación General de la Compañía de Jesús, reunida en Roma desde hace dos días, haya despertado particular interés en amplios círculos internacionales. Los jesuitas son la orden religiosa más numerosa y que ejerce mayor influencia en el mundo católico. Además, en su 23ª Congregación se van a reflejar algunos de las principales interrogantes y contradicciones que caracterizan la historia reciente de la Iglesia.En la reunión participan unos 240 delegados elegidos, en 57 provincias religiosas, por algo más de 26.000 jesuitas; hoy el mayor número de éstos se encuentra en EE UU, unos 6.000; luego, la India, unos 3.000, y después, España, con algo menos. Pero no es sólo cuestión de cifras: la Compañía de Jesús dirige en el mundo unas 112 universidades y otros muchos centros docentes; a ellos asisten aproximadamente millón y medio de estudiantes y escolares. Su papel es particularmente importante en la formación de sacerdotes y religiosos: un tercio del episcopado mundial ha pasado por facultades teológicas o seminarios regentados por los jesuitas; lo cual implica una influencia considerable sobre otras órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas.

No es, pues, sorprendente que, en los últimos tiempos, los papas (y no sólo Wojtyla) se hayan mostrado muy preocupados por lo que pasaba en la Compañía de Jesús. Ésta, en su trayectoria histórica fundamental, ha sido un instrumento privilegiado de las orientaciones pontificias; con tal antecedente, sobresale más el cambio que ha ocurrido desde el Vaticano II; los aires de renovación que este concilio ha introducido en el conjunto de la Iglesia han adquirido mayor vigor entre los jesuitas. A ello ha contribuido de modo singular la personalidad fuera de serie del padre Arrupe, al que la congregación ha rendido homenaje ayer, con la participación incluso de quienes más han hecho por apartarle de su cargo. El padre Arrupe vivió el infierno de Hiroshima: fue uno de los primeros organizadores de socorros impotentes ante una destrucción de seres humanos que no tenía precedentes en la historia. Es seguro que esta experiencia ha influido en un modo de entender el papel de la religión en el mundo, modo que él ha transmitido a la Compañía con el peso de su ejemplaridad. Una idea ha influido) de forma permanente en su conducta: no hay conversión entera al amor de Dios sin una conversión al amor de los hombres, y para ello, a la exigencia de la justicia, según un texto aprobado en la 22ª Congregación.

Cuando Wojtyla fue elegido Papa, el desentendimiento con Arrupe fue inmediato. A Juan Pablo II le disgustaba la forma en que muchos jesuitas se comprometían por la justicia, sobre todo en América Latina. Se hizo patente una diferencia profunda sobre el tema crucial del diálogo de la Iglesia con el mundo. No porque el Papa preconizase el alejamiento de los problemas terrenales; ha demostrado precisamente lo contrario con sus viajes, particularmente a Polonia; pero entiende la presencia de la Iglesia de una manera muy distinta a la de tantos jesuitas que están al lado de los perseguidos por las dictaduras de América Latina. En 1980 las cosas llegaron a tal extremo, que el padre Arrupe pensó en dimitir y convocar una Congregación General. Wojtyla se lo prohibió y en octubre de 1981, al sufrir el general de los jesuitas una grave enfermedad, el Papa recurrió a medidas sin precedentes para tomar en sus manos la dirección de la Compañía: designé al frente de ella, como delegado suyo, al padre Dozza, el principal rival de Arrupe en la elección de 1965, con el padre Pittau como ayudante directo; y desplazó así al padre O'Keefe, colocado por Arrupe para sustituirle durante su dolencia.

Este paso fue saludado con satisfacción por el grupo de jesuitas, que siguen aferrados a las posiciones más reaccionarias; grupo poco numeroso -un diez por ciento, más o menos-, pero con canales muy directos y eficaces en el entramado complejo de la curia vaticana. Sin embargo, el resultado de la interinidad de Dezza no ha sido el que tantos temían, y otros ansiaban, en el seno mismo de la Compañía. Su sentido común y moderación, y por otra parte la voluntad neta de la mayoría de los jesuitas de no ceder, han convergido en una especie de statu quo. La orientación de Arrupe ha sido recortada. Pero no ha habido una involución. Y cuando el Papa reunió en febrero de 1982 una minicongregación con los provinciales y otras personalidades de la Compañía, pudo comprobar, una vez más, el deseo de seguir por la trayectoria definida por el padre Arrupe.

En su discurso inaugural, el Papa ha reiterado ante la Congregación General de los jesuitas ideas que ya había expuesto en otras ocasiones y que no han aportado nada nuevo; pero no contiene, y ello ha sido valorado por muchos de los, asistentes, ningún anuncio de medidas o normas drásticas para encorsetar de antemano las deliberaciones. Por otra parte, los fuertes sectores que en la congregación representan la fidelidad a la renovación simbolizada por Arrupe parecen deseosos de evitar confrontaciones demasiado ruidosas. Es muy difícil hacer conjeturas válidas sobre la manera en que estos talantes pueden manifestarse en el momento de elegir al nuevo superior general: el voto es secreto; seguramente serán necesarias varias vueltas antes de que se destaque una mayoría. Por ello caben sorpresas; pero parecen tener menos probabilidades el Padre O'Keefe, cuya elección sería un desafío a Wojtyla, o el padre Pittau, que sería un gesto excesivo en sentido contrario. Y se puede imponer la búsqueda del tercer hombre. En cualquier caso, en un mundo angustiado cada vez más por los peligros de guerra, el armamento nuclear, la opresión y miseria de cientos de millones de mujeres y hombres, sería grave que se impusiese una tendencia a la resignación, a entornar o cerrar ventanas hacia las realidades contemporáneas que se abrieron en el Concilio Vaticano II.

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