Los símbolos como pretexto
TENER QUE escribir a estas alturas de la historia que los ciudadanos de un país libre han de amparar los símbolos del Estado que garantiza su convivencia democrática causa tristeza y manifiesta una torpeza política de los poderes públicos, cualesquiera que sean su atribución y competencia. Sobre los símbolos y las formas de un sistema democrático no se puede instrumentar una carrera electoral carente de sentido. Los ciudadanos de este país esperan que las inevitables crispaciones de su vida en común provengan de polémicas más sustantivas y no se fragüen en terrenos movedizos, capaces de enmascarar sentimientos legítimos y honorables, junto a conspiraciones de vía estrecha. Pero los hechos de este verano obligan a esta reflexión y resulta conveniente proceder a un análisis desapasionado. Mientras una rama de ETA -al parecer, una fracción de los octavos- perpetraba en Laredo un brutal atentado, contra una casa cuartel de la Guardia Civil, las fiestas de Bilbao se iniciaban con la ocupación por las, fuerzas de orden público de la casa consistorial. Pese a que el ayuntamiento había adoptado una resolución distinta, la Policía Nacional izó en los mástiles del balcón principal la bandera española, la bandera de la comunidad vasca y la bandera de la capital vizcaína. La ultraderecha y algunas voces de la derecha conservadora tratan de manipular sectariamente esos acontecimientos a fin de difuminar ante la opinión pública las abismales diferencias entre el terrorismo, el debate sobre la distribución territorial del poder dentro del Estado y los conflictos en torno al significado emocional de los símbolos. Para aumentar la confusión, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la LOAPA, paranoicamente denunciada por Herri Batasuna como fruto de un pacto secreto entre Felipe González y Carlos Garaikoetxea, es incluida también en ese cajón de sastre y presentada como una amenaza a la unidad española.
Ante todo, es precisó rechazar esos torpes intentos de trazar la frontera dentro del mapa político del País Vasco de forma tal que los terroristas, el abertzalismo radical y el nacionalismo moderado fueran considerados como miembros de un solo frente. Paradójicamente, esa irresponsable estrategia de meter en el mismo saco a ETA, Herri Batasuna, a Euskadiko Ezkerra y al PNV ha sido puesta en marcha precisamente cuando la condena del abertzalismo radical y de los crímenes de ETA por el nacionalismo moderado es tan explícita como contundente y después de que el Gobierno de Vitoria hiciera un razonado llamamiento para que la bandera española sea respetada dentro de la comunidad autónoma.
En cualquier caso, los incidentes que han salpicado las fiestas patronales de las ciudades y de los pueblos vascos, tomando como pretexto la exhibición pública de las banderas, muestran los peligros que se derivan de la tentación de manipular las emociones e instrumentar los símbolos. Preciso es reconocer que los estrategas de la desestabilización, tanto los que militan en Herri Batasuna como los que se sitúan en la ultraderecha, han descubierto un rico filón para la agitación demagógica y para sembrar la cizaña dentro de las fuerzas democráticas. De un solo golpe, el radicalismo abertzale ha recuperado la iniciativa en la vida política vasca y se dispone a poner otra vez en marcha la espiral acción-represión-acción. A la vez, los involucionistas simulan -al grito de ¡basta!- que la unidad española se halla amenazada, tratan de poner al Gobierno entre la espada y la pared, y se aprestan a aumentar los enfrentamientos entre el PNV y el PSOE, entre la Administración central y la comunidad autónoma vasca.
Víctimas de esa dialéctica, las autoridades municipales del PNV han sido arrinconadas y obligadas a elegir entre dos soluciones de cuya instrumentación en ningún caso podían salir airosas. De nuevo se denuncia la ambigüedad del nacionalismo vasco moderado, como si ese rasgo fuera una peculiaridad exclusiva del PNV, y no una característica de todos los partidos -incluidos el PSOE y AP- con una base electoral interclasista e ideológicamente heterogénea. El Ayuntamiento de San Sebastián resolvió izar las tres banderas, con el resultado de, que los provocadores lograran finalmente organizar un escándalo. Escarmentado por la experiencia, el Ayuntamiento de Bilbao decidió que las tres banderas fueran instaladas en el salón principal de la casa consistorial para impedir que su exhibición en el balcón del edificio diera lugar a incidentes como el producido en la Semana Grande donostiarra. Esta medida fue también apoyada por un concejal socialista que consideró que la presencia exterior de las banderas podría suponer "una incitación para que alguien encienda la mecha, con la cerilla que quizá tenga ya preparada".
La orden del gobernador civil de Vizcaya para que las fuerzas de seguridad izaran coercitivamente las banderas en el balcón principal del ayuntamiento bilbaíno, contra la voluntad de la corporación municipal, plantea cuestiones de legalidad formal y material, relacionadas tanto con la revocación del acuerdo municipal y la manera de aplicar la medida por la autoridad gubernativa, como con la interpretación de la ley de 28 de octubre de 1981. Pero la decisión previa del Ayuntamiento de Bilbao y la posterior intervención del gobernador civil tienen también lecturas políticas cuyo contenido depende del enfoque adoptado para juzgarlas. Si bien sus críticos les acusan de cobardía o de incumplimiento de la legalidad, los concejales nacionalistas -al igual que lo hiciera en su día el concejal socialista Fidel Orcajo- esgrimen el argumento de la prudencia política y, la protección del orden público. El Gobierno, por su parte, aduce su obligación de cumplir y hacer cumplir las leyes, posición cuya corrección formal podría tener como lado negativo el riesgo de confundir la firmeza con la rigidez, el principio de autoridad con las vías jurídicas adecuadas para ejercerlo, la audacia con la impulsividad y los planes para defender el Estado de derecho con la aceptación de los consejos que le suministran sus enemigos.
Entre tanto, el líder de la oposición conservadora ha sacado del cajón su nunca olvidado proyecto de reforma de la Constitución, que se propone sustituir el Estado de las autonomías por una descentralización administrativa inspirada en las mancomunidades del general Primo de Rivera, y se ha pronunciado en favor de aplicar el estado de excepción -al parecer, el único estado que de verdad le cabe en la cabeza- al País Vasco. Tal vez esta reaparición de Manuel Fraga, que echa por tierra el new look promocionado por sus seguidores y algunos de sus adversarios, sirva tanto al Gobierno como al ejecutivo vasco, tanto al PSOE como al PNV, para convencerse de que sólo un acuerdo entre los socialistas y los nacionalistas vascos moderados puede poner fin a ese enconado conflicto.
Si el PNV no aprovechara la oportunidad histórica que le depara, la mayoría parlamentaria socialista en las Cortes Generales para asentar sobre bases razonables las instituciones de autogobierno vascas, un eventual triunfo electoral de Alianza Popular, doctrinariamente comprometida con la reforma antiautonomista de la Constitución, significaría el fin del Estatuto de Guernica. Si el PSOE se de ara cautivar por las arrogancias del jacobinismo, cediera a los chantajes de los agravios comparativos o decidiera reconciliarse con la derecha pura y dura a costa de la autonomía vasca, el gobierno socialista tendría que elegir entre la coherencia de su programa de libertades y una tarea represiva cuya dinámica interna socavaría sus propias posiciones electorales y situaría la vida política española en los carriles de la involución.
En definitiva, de un lado y de otro sería conveniente que todos tuviéramos mayor respeto por los símbolos del Estado, analizáramos con toda libertad y sin complejos los verdaderos problemas sustantivos de la convivencia común y no utilizáramos las banderas como objetos arrojadizos. De esta forma el debate gozaría de claridad y, se evitaría la entrada de rondón de quienes, y por el camino de ir por atún y a ver al duque, sólo pretenden extirpar el sistema de libertades en España.
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