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Palabra e imagen

Nunca se supo claramente si Bobby Deglané contaba la realidad, la inventaba o la presentía. Lo más admirable de él no era el aspecto de creador de fastos, cabalgatas, noches gloriosas, concursos o envolturas para la publicidad, sino las retransmisiones en directo de espectáculos que se desarrollaban a una cierta velocidad. Lo suyo fue el boxeo, y en sus versiones de lo que sucedía en el cuadrilátero -ya no se decía ring-, había un puritanismo del idioma castellano, y lo más gracioso era que Bobby, a partir de su nombre, todo lo trufaba de americanismos- del campo de la Ferroviaria, regido por el viejo Voltini, eran probablemente mucho más emocionantes que el suceso en sí.Se aprendía de Bobby que se le podía peder totalmente el respeto a la honestidad gramatical, a la seridad sintáctica y desde luego a la prosodia a cambio de crear el ambiente, el color, y la vitalidad. Tendríamos que esperar muchos años más para aprender que algo así podría hacerse por escrito, a condición también de tener alguna nacionalidad americana. Aquí estábamos todos demasiados tiesos.

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Bobby Deglane murió ayer en una clínica de Madrid

La radio había tenido en España la figura venerable de Carlos del Pozo, cantante retirado, locutor cálido y humano en Unión Radio, y la de Luis Medina, su competidor en Radio España (EAJ2 y EAJ3, emisoras de Madrid; EAJ1, la que rompió el fuego, estaba en Barcelona) que dieron a las galenas y auriculares y a los primeros altavoces cónicos absurdos un todo de amigos, de buenos y próximos amigos.

La guerra transformó todo en clarín: Augusto Fernández, comandante de carabineros en la radio republicana, y Fernando Fernández de Córdoba, en la sublevada, con sus epígonos hicieron de la voz arma de corribate. Terminó todo como se sabe, y vino la voz del Imperio, la cursilería grave, la nueva prosodia burgalesa y salmantina, las censuras y las consignas, la rigidez, la figura de cera... y fue probablemente Bobby Deglané, quien no consideró nunca que su adhesión personal al Imperio le íba a obligar a cambiar su estilo americano, y que rompió ese espejo dormido y dió a la radio un color y una vida. No es preciso insistir en que los puritanos le criticaron decididamente y que, a la vieja usanza española, se hizo siempre más crítica de sus desplantes que elogios de su oratoria. Pero la verdad es que entre sus hipérboles, su acento, su decidida rotura del idioma, hicieron ver que, efectivamente, una palabra vale más que cien imágenes.

A partir de ahí vinieron grandes maestros españoles (indudablemente, Matías Prats) que hicieron más compatible el idioma con la descripción. Pero el destello de la imagen, la forma de catapultar en la sala de estar el acontecimiento, la rotura del masculleo grandilocuente imperial, empezaron con Bobby Deglané; y algo de la radio de hoy se debe a aquel chileno que comenzó hablando en el campo de la Ferroviaria: unos combates que a lo mejor eran de otra manera, pero que con él ganaban su mejor plástica.

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