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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Las espoletas de la información

Cuando un profesor de semiótica o un filósofo de la modernidad se ponen trascendentes, suelen hacer graves y muy solemnes declaraciones acerca de la era de la información, eso que no se sabe bien lo que es. Ya nadie toma en serio a Marshal McLuhan, claro, pero el hablar de la información, así, en abstracto y sin querer mojarse demasiado, y el citarlo con mayor o menor puntualidad, resulta culto -o aparentemente culto- y tampoco compromete más de la cuenta. Lo peor de la fábula es que estamos a punto de alcanzar el límite en el que la información, por aspirar a serlo todo, va a quedarse reducida a, nada. De hecho ya no parece que pueda pensarse en una única información accesible, dentro de límites razonables, al conjunto de todos los ciudadanos, aun en un país tan pequeño como el nuestro. Cada mundo tiene su propia información destinada a recrear perpetuamente su propia imagen, y es lástima que las leyes de la entropía hayan de aplicarse también aquí para dejar, al final, todo transformado en carne de archivo.Hace ya muchos años que renuncié a ir a la peluquería a cambio del arbitrio, sin duda alguna más cómodo para todos, de que sea el peluquero quien venga a mi casa. Hasta ahora no he podido darme cuenta de que con mi actitud perdía casi la mitad de los mundos que van por ahí rodando y amolando. Ha caído en mis manos -poco importa si de rebote y por tablas- uno de esos semanarios que invaden los obradores de los peluqueros y las salas de espera de los dentistas (tampoco voy al dentista, pero ésa es otra historia). Era el momento en el que los diarios tenidos por civilizados, que tampoco son tantos ni sobran, resaltaban la estremecedora nueva, la espeluznante noticia de las maniobras del Ejército de un poderoso país, que se prolongarán durante seis meses y que quizá puedan llevarnos, cuando se lo tengan todo bien aprendido, a contemplar la invasión de una díscola república centroamericana. La revista no prestaba mayor ni aun menor atención a tan bélicos y zurradores supuestos, pero sí titulaba sus páginas a tenor de la fingida gran noticia de la semana: una duquesa -y en una playa del sur en la que se chapuzaba por mor de los calores- pisa un erizo de mar y se le clavan las púas en el pie. Dado que los erizos de mar abundan -y los pies lacerados, por sus pinchazos tampoco faltan-, debemos pensar que la noticia mereció los honores de cover story no más que por el rango social de la desafortunada pisadora. Si la serpiente marina apareciere de una buena vez y se engullese, sin mayores miramientos, al cajero de unos grandes almacenes de géneros de punto, probablemente habría también materia de portada, aunque por otras razones.

¿Qué es más importante desde el punto de vista de la información en abstracto: el anuncio del nuevo Vietnam o el del tobillo herido? De hacer caso a los augures de los mass media. bastaría con acudir al control de tirada de las publicaciones para tener una pista, aunque esto nos daría tan sólo la pauta de la importancia subjetiva expresada en términos pedantemente sociológicos. Lo que me pregunto es si, objetivamente hablando, resulta más importante la catástrofe, tan lejana que se anuncia en otro continente, o el dolorcillo aristocrático y tan próximo que sucede en nuestra propia casa. De todos es sabido, aunque todos finjamos lo contrario, que los miles de chinos ahogados cada invierno o los miles de indios muertos de hambre cada otoño no nos importan en realidad casi nada, ni objetiva ni subjetivamente. Pero ¿se da siempre esa coincidencia de ambos planos?

Las guerras remotas, a la larga, son siempre un próvido manantial de noticias para todos los varios. mundos tangentes de la información. Aparecen o se fabrican los héroes, se escriben libros, se filman películas, y hasta -si ha), suerte- puede morir algún famoso o el hijo de algún famoso, a ser posible martirizado y en olor de santidad (el padre o el vástago, indistintamente). Esas apasionantes eventualidades apenas tienen sentido a corto plazo porque no da ni tiempo a que sucedan. Tampoco tiene relieve alguno la amenaza de una guerra final, aun con la tan pregonada destrucción de la humanidad entera, ya que el lector la entiende como la fábula del lobo excesivamente anunciada y, en consecuencia, aguada.. De ahí que en el mundo del lector medio de la revista media que duerme sobre la mesa de una peluquería media -o de la sala de espera de un dentista de clase media aparezcan informaciones tan diferentes. Pero como lo doméstico y cotidiano no puede extenderse hasta el punto de convertir en noticia lo que acontece a cualquier hijo de vecino, las, historias como la del erizo y la duquesa se sitúan exactamente en el lugar. adecuado y preciso para colmar todas las exigencias, puesto que cuentan. con los ingredientes y se disparan con las espoletas que se dicen:

1. Calor humano. A cualquier veraneante le pueden acabar dándole tintura de yodo en la planta del pie y en los talones, y hay razonables probabilidades de que al lector -o a una hirsuta cuñada- le haya pasado ya.

2. Clase social. Aun sin precisar el pedigrí del erizo, basta con el de la duquesa.

3. Sangre y violencia. Pueden hacerse fotos de la carne humana cubierta de espinas, y un periodista hábil puede también conseguirlas del erizo despachurrado y reventado.

4. Sexo. No mucho, bien es verdad, aunque al menos podremos contemplar a una dama en traje de baño.

El Ejército norteamericano en pie de guerra apenas puede competir con tan emocionante filón. Aunquela noticia de esos seis meses de maniobras militares (sin duda encaminadas a evitar chapuzas como la de la pretendida y fallida liberación de los rehenes de Irán) ofrezca un aspecto en cierto modo novedoso, el mito de la bella y la bestia si gue imponiéndose en el mundo de lo cotidiano. Es probable que estén ya en marcha dos o tres tesis doctorales buscándole los tres pies al gato.

Nota concomitante y de pasada. Antes se decía "buscarle los cinco pies al gato" (v. Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana, y Correas Vocabulario de refranes), lo que era más razonable, pero Cervantes habló de tres y todos le seguimos.

© 1983, Camilo José Cela

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