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Algo pasa en el Vaticano

No se puede identificar catolicismo con Curia Romana. Nuestro gran teólogo seglar de los años veinte, Jaime Torrubiano, lo proclamó entonces a los cuatro vientos y le valió la excomunión del obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo y Garay, el prelado político traído por los monárquicos liberales a la capital de España y luego consejero del falangista Frente de Juventudes.Ahora le ha ocurrido lo mismo al subdirector del periódico oficial del Vaticano, L'Osservatore Romano. Ha querido hablar de modo independiente para bien de todos los lectores católicos, y ha caído sobre él la espada de Damocles que oscila por encima de las cabezas de los servidores de la Santa Sede.

La sutileza italiana, el oportunismo político y la misteriosa confusión planean sobre quienes siguen la voz de los dicasterios romanos. Si se trata de dinero oímos o leemos las más increíbles noticias, y al poco tiempo todo el mundo calla, y las cosas siguen igual en la Roma papal. Hubo un tiempo que el Vaticano tenía en su poder bancos, fábricas de armas y negocios de anticonceptivos. Más tarde, el picaresco financiero Sindona llevó a la tumba a Pablo VI, al haberle engañado con sus especulaciones poco claras, que hicieron perder al Vaticano el tercio de sus inversiones en bolsa. Y ahora, un monseñor Marcinkus, de toda la confianza de Juan Pablo II, aparece confusamente mezclado en la Prensa en quiebras bancarias y muertes misteriosas.

Desde que Peyrefitte descubrió los oscuros secretos del Estado pontificio y sus discutibles costumbres religiosas -aquella famosa seudorreliquia del prepucio de Jesús- han llovido libros y más libros en los que la fantasía se mezcla con la realidad para llegar a oscurecer más el panorama.

Y nada digamos de la nunca explicada muerte repentina de Juan Pablo I, que, al decir de muchos, terminó su vida a causa de un grave disgusto que le propinó la tarde anterior el relato que le hizo el cardenal Villot acerca de no se sabe qué problema curial.

Para terminar en el escandaloso libro del historiador católico Hasler descubriendo Cómo llegó el Papa a ser infalible, que lo fundamenta con la historia en la mano y desvela el poco apoyo que tienen las maximalistas tesis infalibilistas que nos enseñaron, y que hoy combatieron tres grandes personajes católicos, el obispo indio Simons, la pensadora Rosemary Ruethers y el teólogo germano Küng.

Hace 50 años el primado católico del Reino Unido, el famoso cardenal Hinsley, se mostró partidario le desitalianizar el Vaticano, siguiendo las posturas de su mentor de 100 años antes, el profundo cardenal Newman.

Pero ¿qué quiere decir desitalianizar? No significa que los italianos sean sustituidos por polacos (el papa Wojtyla nos demuestra que con ello nada ha cambiado), sino algo mucho más decisivo. Se trata de tomar postura contra el sistema romano, contra el catolicismo romano que llegó al poder en el siglo XI, como señala Küng. Y hacerlo para vindicar el auténtico catolicismo, el universal y pluralista, que pretendió la Iglesia primitiva y siguió durante siglos como ideal central del cristianismo.

El que defendieron grandes figuras españolas, aunque con palabras y hechos distintos de los que hoy propugnamos. Consideramos por eso pioneros de esta batalla a Arias Montano, al Brocense, a Erasmo, a Juan de Valdés y a su hermano Alfonso, que criticaron duramente a la Roma vaticana; a Domingo de Soto y a

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Melchor Cano, que no escatimaron sus duros juicios contra toda tiranía situada al más alto nivel clerical. Y paradigma de todas estas figuras fue el venerado por varios papas como santo, el rebelde fraile florentino Savonarola, que arremetió contra al Papa de su tiempo, el disoluto Alejandro VI.

Es también este catolicismo pluralista el que defendieron en el Concilio Vaticano II aquellos grandes prelados católicos orientales, como el patriarca Maximus IV y sus arzobispos auxiliares Edelby y Zoghby.

Conclusión: la latinidad no se identifica con el catolicismo.

Eso hemos de saberlo con claridad los que queremos seguir siendo católicos. Como tampoco se identifica con nuestros pacatos obispos y religiosos (principalmente los jesuitas de antaño, que en nuestra patria defendían unas costumbres obsoletas, autoritarias y patriarcalistas, como si fuesen la moral católica. Aquella moral amplia y maduramente responsable que explicaba en su cátedra de Salamanca el padre Vitoria, y luego los más famosos teólogos agustinos, dominicos, franciscanos y jesuitas de hace cuatro siglos, terminando en Francisco Suárez y Tomás Sánchez un siglo después.

No hay que confundir, por eso, el cristianismo universal con la teología romana ni con la Curia Romana.

Las cicaterías religiosas del padre Franco, S. J. en sus Respuestas populares, las moralinas del padre Claret en su Camino recto, las pudibundeces de las santas misiones que predicaban los jesuitas en su Tesoro del pueblo, o el padre Bresciani en su Guía práctica de la juventud cristiana, revelan un mundo estrecho y sectario, que predicaba una moral que no era ética alguna, sino un remedo de las costumbres sociales retrógradas que fomentaba el clero en nuestra burguesía española, y su resultado fue muchas veces la hipocresía que se descubre en las más diversas expresiones literarias, desde Pequeñeces del padre Coloma, hasta llegar al A. M. D. G., de Pérez de Ayala.

Por eso hemos descendido tanto a nivel ético: los frenos a cualquier expansión legítima y las cortapisas a las nuevas costumbres más personales y más humanas, han hecho que cayese por la borda toda moral cívica, y nos encontramos hoy los españoles inermes ante el futuro que se nos avecina. No sabemos qué hacer con la bomba nuclear, con la OTAN o con el Pacto de Varsovia por un lado, ni con las manifestaciones sociales de la juventud, por otro. Estamos desconectados -a nivel individual y colectivo- ante la violencia que produce lo mismo la mafia de guante blanco de la nueva Camorra italiana, que mezcla monjas y gánsters, o como la burda actitud represiva de los regímenes de Argentina, Chile o Guinea.

Las antiguas virtudes hispanas no llegan hoy ni siquiera al nivel de caricatura: el honor de Calderón, la caballerosidad de Cervantes, la solidaridad de Lope de Vega se han esfumado como por encanto. Lo mismo que el aperturismo de un Gracián son su Criticón, de un Feijoo con su Teatro universal.

Ése ha sido el efecto de este catolicismo romano, que ha terminado por convertirse entre nosotros en el nacionalcatolicismo franquista, y que hoy ha conducido a la falta de convicciones independientes y coherentes para enfrentar nuestra crisis de cívismo, que es la más importante del momento, y de la cual todas las demás dependen.

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