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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Espías perfectos e imperfectos

Los psicólogos, los etólogos, los sociólogos y demás sabios afanados en el cultivo de conocimientos cada vez más hondos y esotéricos y limitados insisten, de un tiempo a esta parte, en el supuesto punto menos que axiomático de que el juego, la curiosidad, el erotismo y el amor filial, entre otros eventos más o menos evanescentes, son características genéticamente fijadas, algo así como el reflejo o la marca de una dictadura cromosómica que nos fuerza, por ejemplo, a apreciar el dulzor de las naranjas en buena sazón no más que porque en su madurez contienen las suficientes y precisas y deseables calorías y vitaminas.Ante quienes suponen -y pregonan- que hacen las cosas a la fuerza, pero sin abdicar del convencimiento de que muy bien pudieran hacer lo contrario, siempre me asalta la sospecha de que los científicos necesitan darse un punto de sosiego y seguir aplicándos-. a la invención de historias alarmantes y suficientes para que la gente atienda y haga un mínimo caso de cuanto acontece. Desde que Lombroso sembró el mundo de criminales en potencia y habilidosamente diseñados por la naturaleza, perdieron su -paz y su tranquilidad -y aun la estima del prójimo- los cejijuntos de fiero aspecto, grandes ojeras, tez pálida y barba hirsuta y cerrada. Y supongo que habrá que pensar que los partidarios de la determinación genética están en lo cierto si queremos explicarnos qué es lo que pasa en España con los espías. Al igual que la mezcla del rojo y el amarillo da el anaranjado, y por la misma razón que el cruce de kirguises con letonas produce policías (descubrimiento de Stalin que los comentaristas no suelen reconocerle), así la curiosidad innata, aplicada a la razón de Estado, da el espía tópica y presuntamente perfecto. Llamo espía perfecto a aquel que se fija en lo que fuere, al margen de la posible utilidad de lo observado, tan sólo por conciencia del deber profesional. El paradigma del espía perfecto, en este especial sentido de la perfección que quizá no sea bien apreciado ni valorado en todo lo mucho que se merece por las agencias estatales al estilo del KGB, la CIA o el Mossad, es el que retrata Le Carré en El espejo de los espías: una pandilla de nostálgicos que cultiva el arte por el arte con igual mimo con el que Paul Valéry construía sus poemas, y que juega a conservar su inútil y ya perdida importancia dentro de la guerra fría hasta encarrilar poco a poco la farsa hasta su trágico e inevitable final. De tal forma de actuación se colige, con bien escaso esfuerzo, que el arte del espía, en sí y en los puros cueros de la inteligencia, no resulta, de manera forzosa, algo estrictamente ligado a la lógica del utilitarismo.

Quizá así pueda entenderse el porqué de la proliferación de espías en un país como el nuestro, del que a prior¡ pudiera asegurarse que está absolutamente desprovisto de atractivo alguno digno de ser espiado, ya fuere militar, industrial o científico. Salvo que una política de pleno empleo en el ramo aconseje a los Gobiernos sembrar el mundo de informadores secretos o al menos que se organice el oficio de espía en varios cursos con un rodaje previo en los lugares en los que, puesto que nada es espiable, todo puede expiarse sin excesivas dificultades, tendremos que echar mano de las explicaciones genéticas para aclarar un poco los conceptos y sus motivaciones. La tendencia innata a fijarse, por vía del disimulo, en lo que hace el prójimo nos ayudaría a convertir al simple voyeur -el escoptófilo de los sexólogos y los cachondos cultos- en arriesgado y terrible confidente al servicio de un extranjero perverso por definición y aun por principio.

La literatura o, mejor dicho, la paraliteratura al uso, ha ayudado no poco a dignificar ese papel. Tanto aireando la compleja paranoia del forastero en tierra extraña como enumerando con todo detalle la parafernalia de los magníficos inventos al servicio de una escucha quizá menos arriesgada, pero sin duda más elegante y moderna, el retrato del espía se ha ampliado lo suficiente como para dar holgada cabida a todas las aspiraciones. También gracias a la literatura se quiebra el más grave inconveniente de la profesión a los ojos de los eventuales neófitos: el del insoslayable anonimato, cuya pérdida puede ser tan peligrosa. El espía de las novelas se desborda en un alarde de notoriedad, gana merecida fama y alcanza su mayor atractivo al tiempo de ganar su eficacia. Queda así oculto el trágico problema de quien está obligado a no ser nadie hasta la jubilación o hasta que acabe saltando por los aires víctima de una oportuna explosión de gas o un tiro disparado con silenciador.

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Me imagino que si la literatura no se hubiera ocupado del tema, seguiría habiendo espías (supongo que, al fin y al cabo, los genes se encargarían de producirlos), pero me da el pálpito de que se verían constreñidos al espía-máquina al frío servicio de muy sesudas estrategias de información, contrainformación y desinformación.

El espía perfecto, quiero decir el espía químicamente puro, el altruista que trabaja por amor al arte y sin el recurso del aburrimiento ni el desfallecimiento, es el que me imagino escuchando pacientemente lo que recoge el micrófono puesto en una habitación de hotel elegida al azar y en la que ensayan sus primeras habilidades unos recién casados, o el que sigue los pasos de un turista que a lo mejor resulta ser representante de aerosoles para combatir las ladillas en el Canadá, o el que memoriza atentamente las confidencias del tercer secretario de una embajada sobre sus progresos en la pista de squash. Ninguno de ellos se planteará nunca qué es lo que pasa con sus informes, con los millares de cuartillas que llega a enviar y que, según lo más probable, acaban en una tediosa oficina en la que el funcionario de turno se entretiene pensando en la injusticia que se le hace al imponérsele la jornada partida.

Ese espía perfecto, paladín denodado y apuesto héroe de la maquinaria que rueda sola y sin ir a lado conocido alguno, goza de un único y último y también desesperado consuelo: el de volar en pedazos y dar motivo a que los periódicos le concedan su verdadera condición. Desde el otro mundo, mientras espía por un agujerito lo que aún sucede en este otro en el que los demás vivimos y morimos, pudiera ser que al final acabara sonriendo.

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