La remoción de nuestra oferta productiva
Ha habido, y aún persiste, una fuerte tendencia a enmascarar nuestros problemas con los que padece la economía internacional y, consecuentemente, a confiar las soluciones al logro de una posible recuperación exterior. La desatada carrera del crecimiento económico de los cincuenta y sesenta, tanto en Occidente como en nuestro país, llevaba en su seno el germen de su propia extenuación.Los desequilibrios geográficos que agudizó, con la consiguiente distorsión de los mercados, la exagerada solicitación de ciertos recursos esquivos, en fin, la indiferencia hacia unas demandas sociales distintas, acabaron por ahogar el modelo de desarrollo. Pero aquí terminan posiblemente las analogías entre nuestra problemática particular y la de los países desarrollados.
El devenir económico tiene mucho de biológico, pero, a diferencia de la naturaleza humana, aquél dispone de amplias oportunidades de renovarse. Para ello cuenta con la posibilidad de favorecer equilibrios y compensaciones que den una resultante positiva.
Cabe interpretar, sensu contrario, que un tipo de crecimiento concentrado y febril como el acontecido haya sufrido un desmayo o más bien un coma, que ya dura una década. Por ello, se va imponiendo internacionalmente una proporción de desarrollo fundado en bases del siguiente tenor: la interrelación más equilibrada en orden a ampliar los mercados, la investigación de coberturas para las nuevas escaseces que se presienten, la inevitable especialización de producciones nacionales y una mayor sensibilidad hacia las actitudes sociales de individuos y grupos.
Escasa competitividad
En el fondo, se trata de considerar dos grandes coordenadas envolventes: la solidaridad internacional (sin connotaciones morales) y el futuro como variable omnipresente.
Sin la menor duda de que tal recetario haya de ser positivo para nuestros males, no podemos olvidar nuestras muy particulares deficiencias y que nuestra economía posee todavía un pequeño nivel de internacionalización.
Nosotros venimos además de una estructura de producción poco competitiva y centrada en productos maduros, y sufrimos de unos mercados muy poco flexibles. Ello nos condena a ser constantes importadores de capitales, por mor de una balanza insuficiente. Tampoco es ajeno a estos efectos el hecho de que nuestros hábitos sean propios de un país desarrollado, sin que la evidencia de las respuestas que nuestros superiores competidores han procurado en la crisis haya podido cambiar tan singular comportamiento.
Otra peculiar manifestación y en parte consecuencia de los precedentes comentarios es la cabalgada de un sector público con caracteres de asistencial y cuyo gasto es aún muy centralizado y no de suficiente calidad, cuyas inversiones reales de capital no alcanzan al 10% del gasto del Estado propiamente dicho y cuyo déficit se viene cubriendo en precario y de forma convulsiva.
Dejando constancia de que este estado de cosas viene de atrás (con ciertos empeños a destacar como excepción en el campo de la exportación y en el ámbito energético), no es extraño que nuestra economía esté inmersa en una especie de carrusel obsesivo: balanza comercial rígida, déficit por cuenta corriente, erosión de la peseta, caída del ahorro, caída de la inversión, paro, déficit público, política monetaria a ultranza, recorte del sector privado y altos tipos, financiación de existencias y pérdidas, caída de la competitividad, balanza...
Hay que penetrar a través del carrusel y comenzar a dominarlo. Y en nuestro sistema de mercado y de libertad de empresa sólo la inversión privada puede hacerlo. Una inversión eficaz en proyectos oportunos no sólo desde el punto de vista económico, sino del social.
Es decir, cada proyecto ha de incorporar como input una contribución social, sea en forma de primas de productividad, sea en investigación, desarrollo o formación. Pero preservando, en todo caso, un excedente empresarial consistente, que, a la postre, es la única palanca cabal para invertir y crear empleo.
Los objetivos de la inversión
La inversión debe atender fundamentalmente a la resolución de tres grandes órdenes de problemas:
- La debilidad de nuestra balanza: sustituyendo importaciones (minería, producciones agrícolas , restricción de ciertos consumos, reconversión de productos y residuos, preferencia del sector público consumidor por las producciones nacionales ... ), añadiendo más valor a nuestras exportaciones (alimentación, marquismo, redes, moda, ampliación del mapa de intercambios con bienes y servicios de cierta tecnología...) y potenciando la balanza de servicios (ocio, turismo).
- Absorción del paro actual y del larvado (excedentes en agricultura y en sectores en crisis, futuro paro tecnológico...) a través del impulso de la distribución y de los servicios públicos y privados, así como de la pequeña y mediana empresa innovadora y dinámica.
- Mejora de nuestra competitividad, la cual pivota sobre la informática: atrayendo tecnología, produciendo equipos especializados aun sobre bases importadas y consumiendo informática para los procesos que nos son más propios. La informática posibilitará el empleo de nuevos materiales y procesos y será, ya lo es, la llave de la información. En suma, cambiará incluso las actitudes y patrones sociales. Su empleo y dominio requerirán grandes dosis de formación y esfuerzos a todos los niveles.
Ahora bien, es preciso evitar que el empresario tenga excusas para no invertir. Hay que proporcionarle un marco donde se legitime y promueva el excedente empresarial y se acote el campo del sector público, operando además en competencia leal con el sector privado.
Financiación adecuada
Han de flexibilizarse los mercados laborales y de productos. Ha de liberalizarse el sistema financiero, limitando y cumpliendo el presupuesto público y cubriendo su déficit de forma más estable (deuda a plazo), segura (segundas líneas bancarias de liquidez en activos públicos a corto) y ordenada (discriminando los instrumentos monetarios y los agentes con acceso a cada uno de ellos).
Ha de contarse con financiación suficiente y en condiciones adecuadas. Por una parte, además de lo comentado sobre el déficit público y su financiación, y como consecuencia de una nueva forma de manejarlo, habrían de reducirse los coeficientes de caja y equivalentes, ampliando en cambio el de inversión bancaria a largo plazo y limitando la financiación por la banca privada a la oficial en la medida que ésta atienda a la cobertura financiera de los sectores en crisis a reconvertir. Todo ello, en unión de una imputación de los costes de transformación bancarios a quienes los producen, tendría un efecto positivo en la financiación empresarial, tanto en el precio como en el plazo. Por otra parte, ha de mejorarse la ortodoxia financiera de la empresa, su grado de capitalización, de modo que el coste ponderado de sus fuentes sea inferior a las tasas de rentabilidad esperadas de sus inversiones.
No es fácil allegar capital-riesgo. A ello podrían contribuir de forma voluntaria y concertada todo tipo de instituciones financieras. Tampoco es sencillo acumular un ahorro, hoy famélico, acaso porque no encuentra instrumentos sencillos de canalización y que le confieran cierta rentabilidad y sobre todo liquidez, como instituciones de inversión colectiva. Pero todo pasa por una previa reflexión sobre el déficit público, su forma de financiarlo y el reparto adecuado de las cargas que implica la remoción de nuestra estructura productiva.
Muchos son los frentes a atender, pero amplios son también los grados de libertad no utilizados, especialmente uno: el despertar con hechos coherentes, por muy incómodos que sean, la disposición del empresario a asumir riesgos.
pertenece a la junta directiva del Círculo de Empresarios.
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