Conservadores y progresistas
Suben los conservadores, bajan los progresistas. El término conservador pasaba por una maldición semántica. Todavía alguno de ellos desconfía de las malas vibraciones y prefiere usar el nombre de Unión Democrática Internacional, tan ambiguo, tan generalizador. Y uno del grupo londinense (Óscar Alzaga) se disgusta por el nombre de Internacional Conservadora: "Cosas", dice, "de la Prensa española". Pero hay gente menos delicada que lo asume.En cambio, pocas personas aceptan ya ser definidas como progresistas. El término se ha caricaturizado, ha perdido el son. El apócope de progre le hizo mucho daño, y ciertas derivaciones del ecologismo como vulgarización, también.
Puede que todo nazca de un considerable equívoco en tomo a la idea de progreso. Hay un progreso humanista que surge de la Revolución Francesa, a partir de ciertos detalles del Renacimiento, que se basa en la necesidad de desprenderse de ciertas instituciones asfixiantes, de un orden antiguo, para el desarrollo natural del ser humano. Aparece aquí la constante de lo que va a ser la oposición permanente entre izquierda y derecha. La izquierda cree que el hombre es bueno -el bon sauvage-, pero maleado por la opresión de la sociedad: aflojando, por tanto, esa opresión, modificando las estructuras sociales, recuperará su convivencia. La derecha cree en una forma de maldad intrínseca, a partir del pecado original o -más modernamente- porque el animal es malo, se despedaza, se entre devora y hay que domesticarle. Estos términos no han cambiado prácticamente nada. Ése es un progresismo: pero poco después se superpone otro, el del progreso material. Llega la edad industrial, llega la máquina: la ciencia, la técnica, la electrónica. Y el hombre ventea un peligro; le van a suplantar, lo van a utilizar contra él. Hay unas exageraciones progresistas que no han cesado jamás y que a veces tienen un ribete cómico. En la I Internacional se presentó un documento contra la máquina de coser, según el cual, las jóvenes obreras, al pedalear continuamente, rozan un muslo contra otro, lo cual les produce una excitación sexual que las hace proclives a la seducción de los ricos -ya que hay celo, se puede comercializar- y terminan inevitablemente en los prostíbulos. La idea de que todo ello se puede resolver con la supresión de la máquina es asombrosa, pero no más que algunas exageraciones contemporáneas.
Hay desde entonces dos grupos de ideas que se combaten entre sí. Una es la de que el progresismo material es incompatible con el humanista; la otra, que sólo el progreso material puede conducir al hombre a su desarrollo. Siguen en pugna, y la babel de las jergas políticas apenas va más allá del encubrimiento de esta pugna. Es un hecho que el progreso material supone una ventaja para la media de la ciudadanía, y los países que lo tienen hacen vivir mejor a sus ciudadanos que aquellos que no lo tienen. Pero también lo es que la posesión del progreso material no es colectiva y que la tecnología expulsa al hombre de su trabajo. Lo estamos viendo sobre todo en naciones que, por su demografí y sus condiciones sociales, ofrecen cada vez más mano de obra y menos puestos de trabajo. El capital prefiere siempre a la máquina, que no piensa, o que piensa para él. Se ha hecho a la idea de que es más barata, y no está dispuesto a descubrir que no es así. Paga por ella royalties y precios de importación cuando su moneda desfallece, y prefiere mantener un caro servicio de entretenimiento y de repuestos extranjeros antes que la Seguridad Social, aunque sean más caros los médicos de las máquinas que los de los hombres. Lo cierto es que las empresas altamente tecnificadas, cuando no son más que eso, se hunden con la misma facilidad que las artesanas y las familiares, y producen otras ruinas: la ansiedad de los otros por concurrir y tecnificarse. Pero la máquina no se sindica, no enarbola pancartas, no se embaraza, no reniega de la jerarquía, no toma un bocata en medio de la jornada. Sobre todo, no es una persona. Puede que ahora se estén saldando cuentas de 1789, entre el antiguo y el nuevo régimen.
La nversión actual de las viejas palabras consiste en que el conservador cabalga sin miedo en el progreso material y se lo ha incorporado. En ese sentido, está a favor de la historia, que era una frase de los ufanos progresistas de hace unos años. En el otro, no ha variado sus antiguas premisas: la ley y el orden, la religión y la fuerza, el hogar y la familia, la propiedad privada, el instinto de territorio. No va más allá de lo que la dinámica generada por las nuevas condiciones de vida le impone, a veces en forma de votos. Ha recuperado el sentido del líder: tiene un superhombre como Margaret Thatcher, una estrella como Ronald Reagan. Y los dos se basan en la tecnología, en una forma de progreso. Una reducción del malvinismo consiste en verlo como la victoria de una nación tecnificada y de mentalidad moderna sobre otra atrasada, impulsiva, patriotera, antigua. Si todo ello se reviste de triunfo de una nación democrática, de Parlamento libre y opiniones sin trabas, sobre una dictadura militar y represora, mucho mejor. Puede calcarse este suceso sobre otro emprendido años atrás: la guerra del Vietnam, que produjo, por el contrario, una extraordinaria cohesión del progresismo, una valoración meliorativa de la palabra, hasta un resurgimiento de la izquierda que se llamó "nueva" -new left-. Pero han pasado unos años en los cuales el concepto de progresismo se ha devaluado. Y, sobre todo, el resultado de las Malvinas ha sido enteramente distinto al del Vietnam. Si añadimos que algunas doctrinas progresistas que han llegado al poder se han descubierto como profundamente conservadoras (ley y orden, dogmas, predominio de la ancianidad ... ) mientras que otras se han suavizado, moderado, asustado y asumido la vida inmóvil, tendremos un cuadro espantoso para esa clase de pensamiento.
Al conservadurismo puede perderle, si no tiene cuidado y si no aprende algunas lecciones, su propia voracidad, como al progresismo le han perjudicado su timidez de ambiciones y su propia perplejidad al no resolver la cuestión planteada entre progreso humano y progreso material. El progresista vive hoy la organización de la sociedad como un mal menor; el conservadurismo, como un triunfalismo. Hasta que cambie el balancín.
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