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La casa del indiano

A lo largo del litoral cantábrico y atlántico -amén de otros lugares insospechados de nuestra geografía- pueden verse con cierta frecuencia casas de baena traza, acaso en un altozano aún no devorado por las urbanizaciones, siempre acompañadas por exóticas y espectaculares primeras. Su sello común es inconfundible. Son las casas de los indianos. Salieron del pueblo en la niñez, ligeros de equipaje, atravesaron la mar en los vapores de la Transatlántica o en los veleros que la precedieron, con el billete pagado por el pariente con el que iban a trabajar, y en la victoriosa madurez retornaron al pueblo, donde construyeron esa casa artesonada por maderas perfumadas, desde donde podían contemplar el hospital, el asilo o la escuela que habían regalado a sus vecinos. El indiano, a veces, revestía el contrapunto de marino retirado, tal cual los personajes más entrañables de Pío Baroja, y es en esta transfiguración donde se sitúan los más remotos recuerdos de mi infancia, como cajones de cartas fechadas en Valparaíso o La Habana, abanicos pintados a mano, mantones de Manila, escritorios de cuyos cajones abiertos se desprendía un delicioso aroma, en confuso revoltijo junto a la gorra de soldado voluntario de mi abuelo, defensor de Bilbao como auxiliar. Hoy esas casas rezuman un melancólico encanto, pues, semiabandonadas o cedidas filantrópicamente al pueblo, repiten, a pesar de todo, algo muy importante, cual es la fascinación que sobre aquellos abuelos nuestros ejercieron las tierras de ultramar, y la presencia entrañable y magica que a través de ellos tenían las Américas en la conciencia colectiva. De forma tal que en innumerables hogares españoles y como vivencia milagrosa, pues era sólo escuchada, las Américas de la Transatlántica o de los vePasa a la página 10

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leros estaban infinitamente más cerca de lo que pueden estar hoy a través de las imágenes de la televisión por satélite. Más cerca del corazón humano y de la voz de la sangre, quiero decir, naturalmente.

Aquella emigración que trajo de regreso al indiano, pero que asimismo enriqueció a sus tierras de adopción con personajes que las sirvieron por sí o por sus descendientes, creando historia americana, tuvo su último acto en la trágica e inesperada diáspora de quienes perdieron nuestra guerra civil y allí fueron acogidos con una generosidad, con una hospitalidad entrañablemente fraternales, merced a las cuales nuestros exiliados les dejaron la cosecha de una sementera de talentos acumulados en unas generaciones excepcionales, aquí malogradas.

Posteriormente, esa corriente migratoria, que, como la de ciertas aves, no precisa de la brújula para acertar el rumbo, se interrumpió bruscamente. Europa había sustituido a las Américas. El vuelo se convirtió en caminata por un camino de Santiago, sólo que en sentido inverso, hacia países con climas, idiomas y costumbres desconocidos, pese a estar más próximos en el espacio. No es ésta ocasión para cuanto rebase la simple anotación del hecho, pese a lo cual desearía subrayar que el regreso al pueblo de estos nuevos emigrantes, envueltos en cierto bienestar, poco tiene que ver con el de los indianos que traían la presencia cósmica, la impregnación telúrica de un continente hermano en el sol. Europa no me parece haya irrumpido a través de ellos en nuestra conciencia colectiva.

Pero nuestra raza debe tener un atavismo ritual e iniciático, una llamada mágica que la lleva a cruzar ese Atlántico que nos une o separa, según como semire, pues a poco de desaparecer la emigración ibérica comenzó en sentido contrario la de los latinoamericanos hacia nuestra tierra. Con los papeles invertidos, el motivo era muy semejante ,al de nuestros exiliados. España parece ser hoy para ellos un ejemplo a seguir en los comportamientos colectivos, un modelo para el ejercicio de los derechos humanos, una esperanza donde recalar en tiempos de violencia y desgracia. Pero no creo ser el único, ni mucho menos, que se pregunta si nuestra hospitalidad es suficiente, si no les debemos más. Pues, pese a excepciones que podrían confirmar la regla, acaso hayamos enturbiado la acogida con trabas administrativas y burocráticas improcedentes, que es de esperar se vayan eliminando rápidamente para que la fraternidad encarne plenamente en la realidad.

Tales rectificaciones y otras muchas entiendo son indispensables como preparativos de un tema tan en candelero cual es la conmemoración del descubrimiento -que yo preferiría llamar encuentro entre los pueblos ibéricos y los precolombinos, pues no es tan sencillo saber quién descubrió a quién- si de verdad se quiere aprovechar la ocasión para dirigir el conocimiento en ambos sentidos, y no para repetir una operación más de hagi9grafia unilateral, de apoteosis propia. Así, hispanizar las Américas y latinoamericanizar España con lo mejor de cada parte no me parece un dilema, sino las dos caras de una misma moneda. Pero, evidentemente, no es ésa, ni mucho menos, la única rectificación que nos sugiere la efemérides próxima. En estos momentos en los que ciertas naciones se apuntan a protagonizarla, tengan o no motivo para ello, convendría meditar un momento en el significado de la propia expresión Latinoamérica. Cuando se haya pronunciado por enésima vez la palabra cooperación corno consejo a los pueblos de ultramar, pienso que si los dos pueblos europeos que de verdad participaron en la magna empresa -portugueses y, españoles- siguen siendo do& extraños, hermanos siameses unidos por la espalda que se contemplan de reojo, careceremos de autoridad para predicar lo que no practicamos. Y habremos desaprovechado una ocasión, acaso irrepetible, para iniciar una nueva andadura que trascienda la anécdota, no siempre grata, de cada día.

Para preparar nuestras mentes y corazones cabe hacer muchas cosas, desde luego, que ya se están empezando a plantear. Junto a las ideas en marcha, pienso que una de ellas sería el despertar en nuestra sociedad de nuevo la llamada latinoamericana, hoy más o menos aletargada. Por eso he recordado el mundo del indiano no por nostalgia, sino corno estado de ánimo que merece la pena actualizar. Ignoro cómo. Sólo sé que la casa que nos legó es un símbolo vivo, y no un anacronismo.

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