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El superhombrecito y su pareja

Vamos a suponer, por un momento, que Carlos Marx, hombre con ejemplar vida amorosa, y Federico Nietzsche, que la tuvo difícil, dejaron un hijo natural el primero, y el segundo una hija, también de amores no reconocidos oficialmente. De la unión del hijo del creador del materialismo histórico con la hija del creador de la filosofía del superhombre nacieron muchísimos vástagos, hombres y mujeres de los que viven hoy descendientes en cuarta o quinta generación. Son un género de personas que tienen toda clase de reivindicaciones que hacer, toda clase de derechos colectivos que ejercer pero que los interpretan muy individualmente; poseen una alta idea de si mismos y muy poca estima por los demás. Se sienten poderosos, porque son muchos y se apoyan en parte (sólo en parte) en las tesis reivindicatorias de su famoso antepasado paterno. Tienen derecho a todo como colectividad. Como individuos son otra cosa. Como individuos recogen la herencia de Federico Nietzsche, un poco disminuida, es verdad. También caricaturizada. Resulta, así, que más que representar al superhombre llegado a la tierra al fin, parecen, no hombres como los comunes y vulgares lo son o lo somos, sino algo especial que se puede denominar el género de los superhombrecitos. Porque no cabe duda de que desde el punto de vista técnico se acercan, más que al ideal nietzscheano del Ubermensch al del Superman de los periódicos infantiles de origen anglosajón. Son héroes o semidioses a su modo porque manejan motos, autos, aviones si se tercia, computadoras, máquinas de calcular, cafeteras automáticas y otros artefactos de toda clase; que dominan el espacio, que atruenan, hienden los aires, cruzan los mares y pierden todo rasgo humano cuando usan de escafandras, correajes y electrificaciones internas y externas. Sus mujeres no les van en zaga. No creo que Nietzsche habló de la supermujer. Al menos, en un diccionario o registro de palabras que usó, no encuentro la de Uberweib, ni en los comics se dibuja a la superwoman. Pero no cabe duda de que también exista la supermujercita, que ha abandonado los bolillos y los pucheros y se ha lanzado a la conquista de todos los derechos habidos y por haber. La superioridad de estas parejas en el manejo de adelantos técnicos no se puede poner en duda. El usar la preposición inseparable super al caracterizarlas no sólo es legítimo, es necesario. Por un lado, tienen todos los derechos: si llega el caso, hasta el de oler mal. Por otro, todos los artefactos imaginables a su servicio. Además, son jóvenes. Esto de ser joven es muy importante. Ahora se es joven a la edad que sea. Existe el derecho a la juventud, aunque los adolescentes consideran viejos a todos los que tienen dos años más que ellos. No importa. Basta con contemplar el contenido de un autocar de turismo para darse cuenta de qué hermosos ejemplos de jóvenes de 65 años nos dan los pueblos más importantes de la tierra. ¿Pero, por qué estas gentes no son superhombres o supermujeres y se quedan en la categoría, más modesta, evidentemente, de superhombrecitos y supermujercitas? Porque su desarrollo les viene de fuera. No arranca de dentro. Conocen muy bien sus derechos y sus gustos. Cultivan estupendamente sus resentimientos y rencores. Creen que con dinero se hace todo: todo lo que a ellos les interesa... Pero al usar de las viejas facultades humanas individuales, del entendimiento y de la razón, flaquean. A veces, son muy inferiores a sus antepasados, que no eran más que hombres comunes y corrientes: que manejaban el arado de palo y el soplillo. Por de pronto hablan de una manera que no es super sino infra. Cualquier paleto del año veinte (no se diga Sancho Panza) utilizaba el idioma castellano infinitamente mejor que los representantes del adelanto moderno que hay en nuestro país. En cuanto a cultura general la tienen formada a base de comprimidos.

Un superhombrecito ha oído hablar de Picasso, evidentemente. Acaso también de Freud. La economía y el sexo le interesan: a su pareja también. Pero su cabeza es un océano de ignorancias de otro orden.

En cuanto a la vida moral no necesitan de grandes casuistas para resolver sus dudas y escrúpulos, porque no los tienen. Todo lo que les gusta es lícito. Si hay inmoralidad está en el otro, en el que no es como ellos. Pero el superhombrecito se considera a sí mismo como un ser complejo y delicado pese a su dementalidad. A veces, se siente incomprendido. Más si pertenece a determinadas colectividades en que el yo colectivo, el nosotros mayestático se utiliza de continuo: "No nos comprenden", dice con visible satisfacción. Pero lo que hay que comprender en su mollera es poco y pobre. Basta con tener la cabeza de un grillo para entenderlo.

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Mientras tanto, los hombres y mujeres que no pertenecemos a este abundante linaje marxista-nietzscheano de carácter híbrido (y por ello un tanto mular) dudamos de que la teoría de la evolución sea cierta.

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