Tierra de moriscos
La Alpujarra alta se ha convertido en una ruta clásica desde que la popularizaran escritores como Alarcón y BrenanANA PUÉRTOLAS
"Al sur de Granada, a través de las rojas torres de la Alhambra, se divisa una cordillera montañosa conocida con el nombre de sierra Nevada". Con estas palabras comenzaba Gerald Brenan su famoso libro sobre la Alpujarra, ese territorio escondido, protegido del resto del mundo por altas montañas, dominio y refugio de moriscos, paraíso en otros tiempos de la seda, que sigue estando hoy al sur de Granada.
La ruta se ha convertido ya en clásica desde que la hiciera, a lomos de un caballo, Pedro Antonio de Alarcón allá por 1870 y la repitiera, en 1919, un Brenan recién licenciado del Ejército con ganas y tranquilidad para leer libros. Los pueblos de la Alpujarra alta, blancos, hechos de cubos escalonados en las laderas de sierra Nevada, se han mantenido intactos, rodeados de los mismos bancales con que domesticaron los montes aquellos colonos árabes que se instalaron en estas abruptas tierras en el siglo X. Por aquel entonces, las colinas cultivadas de la Alpujarra estaban pobladas de moreras, inaugurándose el comercio de la seda, que traería riqueza a estas poblaciones durante siglos. Hoy, olivos, naranjos y todo tipo de frutales anuncian siempre la proximidad de las zonas habitadas, menos densas -cuentan- que en el siglo XV.Lanjarón es la entrada granadina a la Alpujarra. Grande, crecido gracias a las propiedades curativas de sus aguas, el pueblo se pega a la ladera de la montaña siguiendo sus formas, al borde mismo de un profundo valle repleto de olivos que descienden casi en vertical hasta lo más hondo. Aún se conservan, en lo alto de una gran peña, los restos de un castillo árabe que debió defender la comarca en tiempos del reino nazarí de Granada.
Curvas y curvas conducen a Orjiva, como una aparición ocupando el llano, brillando como oro las dos torres de su iglesia, rodeado de montañas oscuras, hecho uno con huertas de naranjos y limoneros, la imagen misma de un vergel de la tierra prometida. La carretera que a la izquierda se dirige a Carataunas marca la línea de la Alpujarra alta. En adelante, el paisaje se hará todo montaña milagrosa, en la que los pinos y los castaños alternan con los almendros, las higueras y otros frutales. Entre dos sierras -sierra Nevada y la Contraviesa- distintas, colocadas de forma paralela, frente a frente, el mar llega hasta aquí con olores mediterráneos impregnados de retamas florecidas. Habrá que subir a Cáñar, un pueblo perdido en lo alto, de casas cuadradas, encaladas, cubiertas con terrazas planas protegidas con launa, esa tierra impermeable, grisácea, que identifica a todos los pueblos alpujarreños.
Al pie del Mulhacén y el Veleta
Vuelta atrás y se continúa por Carataunas, Soportújar -de donde nace el camino forestal que lleva al parque nacional de Sierra Nevada-, hasta dar con el barranco de Poqueira, un paisaje impresionante de laderas montañosas apretadas de castaños en las que se retrepan tres blanquísimos pueblos, presididos todos por las cumbres relucientes del Veleta y el Mulhacén. Pampaneira, Bubién y Capileira son quizá las poblaciones más bellas de la Alpujarra, sin duda las más conocidas. Calles sin asfaltar, casas blanquísimas con terrazas voladizas, abiertas al frente, en las que se guardan pimientos y cebollas, formando todas ellas una gran construcción perfectamente comunicada entre sí por pasadizos cubiertos, por grandes escalones ligeramente grises que son azoteas y techos inequívocamente moros. De todos ellos, Bubión es el menos turistizado; el más perfecto.
Uniendo Pitres, Pártugos y Busquistar, la carretera hace un pronunciado quiebro y se introduce en sierra Nevada cruzando barrancos y bosques de castaños. Trévelez cae en una cascada blanca hasta el borde de su río, que discurre como un celofán arrugado. Con tres barrios cuenta este pueblo, que ha alcanzado fama por sus excelentes y sabrosos jamones; los tres, claramente diferenciados, extendidos en vertical hacia un cementerio que aprovecha a duras penas el escaso espacio llano.
Siguiendo las líneas constantes de las sierras, el paisaje se hace más duro y reseco en Bérchules y Mecina-Bombarán, para suavizarse y convertirse de nuevo en huerta al llegar a Yegen, el pueblo en que vivió Bre nan; el lugar al que acudieron, después de pesadas jornadas en mulo, Lytton Strachey, Virginia Woolf y medio Blooinsbury. Válor, a escasos kilómetros, es, según cuentan, la patria de Aben Humeya, aquel mítico descendiente de los omeyas que, ha biéndose convertido al cristianismo, dirigió la rebelión morisca que tuvo lugar la Nochebuena de 1568. Estas tierras fueron testigo de una guerra feroz, que se continuaba en forma de disputas san grientas en cada uno de los dos bandos. Aben Humeya cayó asesinado por su primo Aben Aboó, también originario de la Alpujarra, y durante dos años se mantuvieron resistentes los moriscos sublevados. El triunfo cristiano fue acompañado de leyes no menos feroces que la guerra, y la gran mayoría de las familias de origen moro fueron deportadas a las zonas más alejadas de la península. La comarca rebelde se repobló con asturianos y gallegos.
Uguíjar, en el fondo mismo del valle, en los límites de Granada, marca el comienzo de la otra Alpujarra, la almeriense; el fin, al mismo tiempo, de la obligada verticalidad de las poblaciones. Llano, con cierto aire destartalado, amplio y rico, hecho de calles abiertas en huertas y naranjos adornando las casas. Allí se encuentra el santuario de Nuestra Señora de los Martirios, patrona de las Alpujarras, que celebra sus fiestas en octubre.
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