Ferias
De repente se han puesto de moda las ferias de libros. Madrid tiene una feria desde hace muchos años. En los últimos tiempos, Buenos Aires inaugura una feria gigantesca en los meses de abril, a la que empiezan a concurrir escritores de todos los ámbitos del idioma. El alcalde de Santiago acaba de anunciar que la feria de fines de año, celebrada al lado del palacio de Bellas Artes, será importante, de dimensiones dignas, con asistencia internacional. Una persona me visita y me informa que está organizando una feria del libro iberoamericano en Washington.¡Ferias! He llegado a ser un escritor experimentado en ferias. En ferias y también en aspectos menos festivos, más melancólicos, de la profesión. Me declaro partidario entusiasta de las ferias y enemigo de los congresos. Cuando he: ido a congresos, he ido por el viaje, no por la reunión en sí misma. Por el viaje y por volver a ver a tres o cuatro amigos. Tengo que confesarlo. Las deliberaciones del congreso, como norma general, salvo excepciones breves y que podría contar con los dedos de una mano, han constituido un deber penoso. Me han hecho sentir que había regresado a los bancos del colegio. Bancos duros y lecciones áridas.
En cambio, ¡vivan las ferias! En lugar de encontrarse con los profesores, disecadores de la obra literaria, cuervos de la palabra impresa, los escritores se encuentran en las ferias con el público y con un personaje indispensable: el enigmático lector. "¡Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano!", escribe Baudelaire en el preámbulo a Las flores del mal. En las ferias suele apare cer el hipócrita lector, muy son riente, agitando un libro en la mano y pidiéndole al autor una firma. ¿Por qué trataría Baudelaire de hipócrita a ese amable personaje? Me lo he preguntado muchas veces, y he llegado a sospechar, en algunas oportunidades, que simplemente lo hizo para conseguir la sonoridad de su verso. Hypocrite lecteur / mon semblable / mon frère! Sería, una demostración de la frivolidad del poeta, capaz de sacrificar la reputación de las personas en homenaje a la música de las palabras.
La primera feria a la que asistí tuvo lugar en el Parque Forestal de nuestra ciudad, en el año de gracia de 1961. Era una feria de artes plásticas que había dado un espacio, en su segunda o tercera versión anual, a los escritores. Acababa de publicar mi segundo libro de cuentos, Gente de la ciudad, título con el que rendía un homenaje personal y secreto a Dublineses, de James Joyce, y fui invitado por José Santos González Vera a instalarme y a tratar de vender libros en su mesa, compartida con Manuel Rojas y con Enrique Espinoza. Fue un gesto de gran generosidad de González Vera, que comprendo mucho mejor ahora, con la perspectiva de los años. Manuel Rojas y él eran los prosistas más leídos de Chille en ese momento. No tengan ninguna necesidad de invitar a su mesa a un principiante, que sólo había publicado una docena y media de cuentos breves. Es muy probable que González Vera, con su afición a la economía verbal, haya apreciado mi condición de escritor escaso.
Gracias a la buena compañía, recuerdo que vendí más de 200
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ejemplares en menos de una semana, en las pocas horas libres que me dejaba mi trabajo en el Ministerio de Relaciones. Calculo que si la feria hubiera durado un par de semanas más habría cambiado la carrera diplomática por la de escritor profesional. Hasta entonces no sabía que fuera posible llegar al público, a los lectores. A partir de ese momento empecé a saberlo y saborearlo. Pero la feria duró demasiado poco, y el ministerio me mandó a un puesto en una embajada en el extranjero.
González Vera, con su sentido del humor y su tendencia a disminuir las cosas, a quitarles bombo y dramatismo, era un maestro, sin embargo, de la promoción literaria en ferias. Gozaba con su actuación personal, con la conversación improvisada, con las bromas a los compradores de libros, con el espectáculo. Cuando disminuía la afluencia de gente levantaba una botella llena de ágatas, con capas escalonadas de diferentes colores, trabajo manual de sus ratos de ocio, y la ofrecía en silencio, con gestos impasibles. El público creía que se trataba de un pase de magia y se acercaba. Si había una señora buena moza entre la concurrencia, González Vera se metía una mano al bolsillo y le ofrecía una pastilla de menta. A su lado, Manuel Rojas era un roble impávido, taciturno, que apoyaba las manos gruesas en un montón de ejemplares de Hijo de ladrón. Se producían afluencias repentinas, verdaderas aglomeraciones de compradores de libros. En esos momentos, Enrique Espinoza y yo aprovechábamos los derrames. Al frente, en competencia abierta, con buen humor, vendía su serie sobre la guerra del Pacífico Jorge Inostroza. Yo le explicaba al público que el antídoto contra la literatura de Inostroza era la de Espinoza, el refinado ensayista de nuestra mesa. A veces, en premio a mis esfuerzos, recibía la donación de una pastilla de menta.
Algunos metros más allá había una larga cola que serpenteaba entre los árboles. Era el lugar donde firmaba sus obras Pablo Neruda. Neruda se sentaba a su mesa con gran parsimonia y firmaba con tinta verde, con caracteres alargados e inclinados, agregando una rápida flor a una estrella para las muchachas. Pienso en las muchachas de "boina gris y corazón en calma", musas de su poesía lírica de juventud. Por desgracia, pasé la moda de las boinas femeninas, que me gustó siempre. Una tarde, en la cola nerudiana, vimos formar al carabinero que cuidaba esa parte del parque. Neruda se nos acercó después, asombrado, y nos dijo que el carabinero, al llegar hasta la: mesa, le había pasado la edición de Cruz y Raya de Residencia en la tierra, edición de lujo y escasísima, hecha en Madrid en 1935. El carabinero en cuestión era Luis Rivano, el paco Ribano, que después abandonó la milicia y se dio a conocer como coleccionista, librero de viejo y autor de teatro.
A veces, al final de la feria, íbamos a comer arroz a la valenciana a un boliche de Vicuña Mackenna al llegar a Irarrázaval. El boliche desapareció. Muchos participantes en aquella feria fueron tragados por la tierra o se dispersaron por el vasto mundo. Personajes que recuerdo: Violeta Parra, instalada en la esquina más al poniente, vendiendo cerámicas, tapices, libros y cantando acompañada de su enorme guitarrón; Jorge Sanhueza, que se escurría entre los transeúntes y deslizaba papelitos con frases enigmáticas; Enrique Bello; Arturo Edwards, encargado del comité organizador y que controlaba en alguna parte unos vinos secretos. Muchos otros. De cuando en cuando, en los más diversos lugares, encuentro a gente que conocí en esos días. Esa feria pasó a constituir un hito en la memoria, un punto de referencia, un conjunto de imágenes fijadas.
Después estuve en una feria inolvidable: una feria de Madrid que se realizó en el Parque del Retiro, en la víspera de mi regreso a Chile. Inolvidable para mí, por lo menos, debido a la presencia de la primavera madrileña, en plena apertura democrática, y a la inminencia de mi regreso a Chile, donde no sabía bien qué me esperaba y donde me lanzaba a nado. Podría sostener ahora, al cabo de cinco años, cinco años, dentro de muy poco, que continúo a nado y que todavía no sé qué me esperaba. Una feria desaparecida, en un parque diferente, en una ciudad imaginaria, en medio de rostros que se han convertido en humo.
En esa feria madrileña me tocó firmar libros cerca del Lute, Eleuterio Sánchez. El Lute es un ex quinqui, equivalente a nuestros lanzas, que escribió sus memorias y se transformó en una especie de reformador social en la cárcel. Era un personaje muy propio del destape político de esos días. Almorzamos juntos, en una tasca cercana, con un grupo de escritores y editores. El Lute estaba cumpliendo un período de cárcel, pero le daban permiso para salir durante la jornada y para firmar libros en la feria. Me invitó a una ceremonia que iba a tener lugar esa tarde y en la que el barrio de Vallecas, con sus organizaciones de vecinos, iba a declararlo Hijo Ilustre. "Yo te protejo de los quinquis", me dijo. No podía esperar protección mejor, pero tenía no sé qué compromiso en otro lado. Ahora me arrepiento mucho de no haber ido. Debe de haber sido una ceremonia notable: la recepción solemne del Lute por el barrio popular e histórico de Vallecas.
La última feria del libro, en Buenos Aires, me recordó un poco, de pronto, aquella del Parque del Retiro, en Madrid. También había una atmósfera de apertura o de preapertura democrática. Apertura a la argentina, eso sí, con otro estilo, otras circunstancias, otro acento. Lo que dominaba era el eco de la guerra de las Malvinas. La lucha contra la censura. El tema de los desaparecidos. La posible vuelta de los peronistas. Se presentaban libros sobre la guerra en el Atlántico sur y sobre la llamada guerra sucia, la guerra interna. Otra historia, que exigiría otro capítulo. Otro mundo, a pesar de las semejanzas. Mi feria predilecta, en todo caso, irrecuperable, fue la del año 1961 en el antiguo Parque Forestal, antes de que le pusieran los faroles, las barandillas y los bancos rococós de esta época.
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