El punto de no retorno
Han pasado ya siete años, 10 años. ¿Qué sienten a estas alturas los exiliados del Cono Sur? Gran parte de ellos han cruzado el cabo. Les han nacido hijos en España, que son testigos vivos de una perplejidad.Cuando perdieron su patria, argentinos, chilenos y uruguayos no se hicieron demasiadas ilusiones. Las dictaduras iban para largo. Escapaban del infierno y el infierno puede durar toda una vida. Dante ya lo escribió en el siglo XIV: "Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate" ("Perded toda esperanza al traspasarme"). La condena tiene también su aplicación en el mundo del exilio.
El instinto de supervivencia suele afilar los sentidos y las potencias en una primera etapa. Al cabo de estos años, los exiliados del Cono Sur han conseguido, en buena medida, instalarse en España. Han vencido dificultades de todo tipo, íncomprensiones sociales, trampas burocráticas, manipulaciones. En no pocas ocasiones han servido de chivo expiatorio. El término sudacas tiene una connotación de racismo maloliente que ellos han sabido superar con una mezcla de humor y flema.
Quiero suponer que los tiempos han cambiado y que las reticencias iniciales se han transformado en un acomodo que habrá facilitado la integración del exiliado. Pero, ¿hasta qué punto puede un exiliado integrarse en un nuevo país?
La gran característica del exilio es la adquisición de una tierra de nadie: ni aquí ni allí. Sin embargo, sólo los grandes artistas son capaces de asumir plenamente ese no mand´s land con la neutralidad de quien supera el concepto de patria. Gentes dijo Joyce, Beckett, Nabokov o Saint-John Perse. El resto de los mortales exiliados viven esa zona con una cierta zozobra y un alto grado de desdoblamiento de la personalidad; en definitiva, sufren una radical contradicción.
La memoria se convierte en la tecla más sensible del exiliado. Poetas, cantantes e intelectuales luchan por y contra ella. La nostalgia es el primer registro que mueve y abruma al exiliado. La ciudad, la familia, los amigos que allá quedaron son ataduras que le encadenan sin remisión. Pero la nostalgia no es más que la certificación de una imposibilidad. Las vivencias personales, los perfiles de los rostros aún perfectamente definidos, el contorno y el corazón de la ciudad que fue son auténticas torturas que ya Dante imaginó, mucho antes que los militares.
Pero el tiempo todo lo va consumiendo. La primera perplejidad es la constatación de que Buenos Aires, Santiago o Montevideo empiezan a ser construcciones mentales de la memoria. El Buenos Aires del exiliado ha dejado de existir como realidad objetiva. La ciudad ha cambiado tanto como ha cambiado la personalidad del que la piensa. Lo mismo ocurre con el amigo, la hermana, el padre, los que allí permanecieron: sus rostros van perdiendo la nitidez de los rasgos; la memoria recurre necesariamente a una reconstrucción, que es tanto como una obra nueva, un retrato sui géneris hecho con el pincel del recuerdo, y cuyo parecido con el original se deforma y se pierde día a día.
Así es como el exiliado entra en una nueva realidad. Aquello ya no existe. Pero el aquí no logra tampoco imponerse como realidad sustitutiva. Es la fase en que el exiliado necesita crear, creer en un nuevo mundo que es inestable, sobre el que resulta díficil guardar el equilibrio. Un mundo construido con demasiadas palabras y sueños. "Aquí sueño que toco la vida que adivino", escribe el poeta Edgardo Gili.
Han transcurrido siete, 10 años. Es cierto: los hijos preisentan unas raíces no identificables con las de- los padres. Estamos en la hora en que un hombre tan estimable como Ernesto Sábato, que se negó a exiliarse, proclama: "Felíímente vivimos ahora el fin de la pesadilla más tenebrosa que ha sufrido mi país. En. octubre tenemos elecciones en lasque se va a comprobar la aplastante voluntad del pueblo argentino contra esta dictadura y sus abominables crímenes".
Esta especie de invitación a la vuelta, ¿cómo puede ser sentida por el exiliado a estas alturas? "Y uno está tan cansado, tan cansado, que confunde las calles y el recuerdo" (E. Gili-H. Salas). Las palabras de Sábato han de tener un sentido esotérico para el ya viejo exiliado de hace 10 años. Han de sonarle a música de otra vida, algo que no le concierne a él, sino a ese otro que fue. Ya no es un problema de credibilidad en las elecciones o en unos cambios prometidos, sino que la identidad del destinatario de tales palabras no está clara. Ésta es la cuestión. Los dictadores podrían hipotéticamente abrir las puertas, pero ¿a qué genero de fantasmales identidades invitarían a volver?
Llegados a este punto de no retorno, cada exiliado habrá de reconocer su condición de víctima de la historia. Y decir, como lo hizo Saint-John Perse: "J'habiterai mon nom". O constatar, con la simplicidad con que lo hace el poeta Arnoldo Liberman: "No salió todo muy mal".
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