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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Reino Unido, sin alternativas

EL PARTIDO Conservador ha obtenido en las elecciones del Reino Unido una mayoría de 144 escaños con respecto a la suma de todos los demás partidos presentes: tres veces más de la que tenía en el momento de la convocatoria de elecciones. Un maremoto que se esperaba. Caben algunos juegos abstractos con las cifras. Por ejemplo, que esta fuerza la ha ganado con menos votos populares totales que la anterior, por el sistema de mayoría simple en cada circunscripción, desproporción que se va haciendo más notable a medida que los partidos son menores, y así, resulta incongruente, en apariencia, que la Alianza de liberales y socialdemócratas vaya a quedarse con 23 escaños, muy por debajo de los laboristas con 209, cuando sólo les separa poco menos de 700.000 votos. Pero esta abstracción no sirve de escudo y no cambia la naturaleza del poder. Puede servir, en otra ocasión, para reflexionar acerca de las leyes electorales en Europa que, aun siendo distintas, tienen el sentido de favorecer a los grandes partidos para evitar la fragmentación de los Parlamentos, y sobre el concepto de bien o de mal que estos sistemas arrojan sobre la democracia. Pero no puede servir para ocultar la cara al triunfo arrollador de los conservadores.El poder es el poder, es una realidad y no una abstracción. Margaret Thatcher lo agarra con mano firme, y los laboristas se hunden. Los británicos han visto en ellos una aventura y en los conservadores una seguridad. No deja de ser extraño, cuando en cuatro años Thatcher ha emprendido una de las más espeluznantes aventuras exteriores (las Malvinas) y ha dejado acrecentar el número de obyeros parados. Pero el juego se estaba haciendo en otro terreno. Los laboristas, a partir de su Gobierno de febrero de 1974, pretendieron una especie de desinsularización de Gran Bretaña, una supresión de peculiaridades y una renovación -por lo menos- de las tradiciones. Thatcher, en cambio, ha trabajado a fondo el nacionalismo y la evocación -aunque sea en una vacilante mesa de espiritista- del espíritu imperial de Gladstone a Churchill. Ha servido.

Dentro de lo mínimo, el Partido Liberal ha tenido un espectacular renacimiento, fruto de la popularidad personal de David Steel y quizá recogida del miedo frente al poder absoluto de Thatcher y el izquierdismo de Foot: una tendencia al centrismo. Peor suerte han tenido sus aliados socialdemócratas: el nuevo partido de desertores del laborismo se va a conformar con seis escaños. La Alianza queda bloqueada en el interior de los Comunes, quizá en vía de disolución y, salvo acontecimientos, incluso en vísperas de muerte del Partido Social Demócrata, si la energía personal de Roy Jenkins no persevera. Claro que puede creerse que un partido nuevo que obtiene por primera vez seis escaños tiene, a plazo largo, una esperanza. Hace falta aguardar un tiempo, y contemplar la propia evolución en el seno del laborismo para expresar pronósticos sobre el futuro real de los socialdemócratas.

Lo que parece casi inevitable es la sustitución de Michael Foot. El Partido Laborista no puede sentarse a esperar y ver cómo se produce en los próximos cinco años el desastre que anuncia como consecuencia del poder total de Margaret Thatcher. Tiene que preparar la alternativa al caos, que ahora no ha sabido ofrecer en su programa y, peor aun que en su programa, en la forma de defenderlo y divulgarlo que han tenido sus divididos y poco convencidos aspirantes. De la respuesta que dé a sus divisiones internas, de la capacidad de recomposición que tenga, depende el futuro mapa político del Reino Unido, la continuación del bipartidismo o la sustitución de éste por una forma más compleja.

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Algunos creen ver en la nueva situación planteada en Gran Bretaña el principio de una gran lucha fuera del Parlamento: la de los sindicatos contra la reforma thatcheriana, la de los obreros frente a la desnacionalización de industrias, la de las comunidades frente al nuevo centralismo, la del consumidor contra la austeridad. Caben pocas dudas de que Margaret Thatcher va a llevar al extremo absoluto los puntos que ya ha anunciado en su programa y ha esbozado en sus años de Gobierno. Puede ser que los daños lleguen a ser insoportables para quienes ahora la han votado. Pero si estos eventuales damnificados no encuentran otra canalización, otra forma de conducir la economía y la sociedad, más que con un desafio en la calle, el país estará más lejos de sus soluciones. El laborismo actual no las ofrece o, por lo menos, no da suficientes garantías. Y el éxito liberal es tan matizado que no abre por el momento demasiadas perspectivas.

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