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Reportaje:

La muchedumbre se hace 'respetable' en Las Ventas

El 17 de junio de 1931, el alcalde socialista de Madrid, Pedro Rico, inauguraba la plaza Monumental de Las Ventas, con una corrida cuyos ingresos se dedicaron, a aliviar el problema de los obreros parados, "muy agudo por aquellos tiempos", al decir de José María de Cossío, el historiador de la fiesta. 16 años después, en 1947, el empresario Livinio Stuyck creaba la feria taurina de San Isidro ante el general escepticismo de la afición. Hoy, Madrid tiene otro alcalde socialista, la amenaza del desempleo sigue angustiando a los tralajadores y el coso de Las Ventas se llena hasta la bandera durante las corridas isidreñas. Los tiempos han cambiado, pero no tanto.

Al mediodía, Juan Anchuelo, 76 años de edad y una artrosis a cuestas, está a punto de concluir la arriesgada aventura de llevar su tiro de tres mulillas desde las cuadras de la Casa de Campo hasta la plaza de toros de Las Ventas, 10 kilómetros a través del congestionado tráfico del centro de Madrid. Ya Anchuelo muy pinturero por la calle de Alcalá, con la gorra blanca tapando la calva, el pañuelo azul rodeando el cuello y la vara de fresno en la mano, y sus animales lucen las borlas y campanillas que los elevan de la humilde condición de bestias de arrastre al noble papel de elementos activos de la lidia.Hace 34 años que Anchuelo ejecuta la misma operación cada vez que hay corrida en Las Ventas, y asegura que la amenaza del tráfico rodado no hace sino aumentar. Sin ir más lejos, uno de estos días de la feria de San Isidro los coches asustaron tanto a las mulillas que, para tranquilizarlas, su conductor tuvo que meterlas en las escaleras del metro de la plaza de España. Pero, hasta el. presente, Anchuelo y sus animales no han sufrido un solo accidente. Siempre llegan vivos y coleando a su destino, y entonces, el mulillero puede dedicarse a lo que más le apasiona: contemplar con calma las piernas de las mujeres. "Unas buenas pantorrillas", afirma, "me gustan más que los toros. Y eso que me entusiasman los condenados bichos".

Al mediodía, más o menos cuando el tiro de mulillas llega a Las Ventas, los aficionados madrileños están divididos en dos mentideros. Unos asisten, en el patio de caballos de la plaza, al sorteo de los seis toros que, horas después, se enfrentarán a los diestros, y comentan su peso, su estampa y su cornamenta. Otros convierten en un hervidero la estrecha calle de la Victoria, a la vera de la Puerta del Sol. En ambos lugares se discute con pasión.

-Paco Ojeda se pone en el sitio de El Cordobés y torea como Ordóñez, afirma un entusiasta de la revelación de San Isidro 83.

-Pero qué dice usted -responde al pronto otro entendido-. Ese chaval no dura cuatro días. Es un pegapases.

En la calle de la Victoria, los aficionadot lucen ininaculadas, camisas blancas y trasiegan vinos y cervezas con pulpo y gambas. Por 20 duritos, Pachi, el limpiabotas cordobés, les deja como nuevos unos zapatos que, cuando acabe la jornada, estarán cubiirtós por una gruesa capa de polvo. Unos metros más allá, unos zíngaros montan el número de el chico equilibrista sobre el rulo maldito y la cabra Catalina, a los desafinados sones de trompeta y tambor, y una señora, arrugada como una pasa y muy enlutada, ofrece la lotería de la suerte. Alguien, un revendedor sin duda, dice al paseante, en tono confidencial y mirando de reojo al cercano policía, que tiene entradas para hoy. En las taquillas oficiales de la empresa está colgado el cartelito que anuncia que se agotaron las localidades.

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Los pícaros de la fiesta

Y es que hoy es una de las últimas jornadas de la feria de San Isidro 83, día de previsible lleno hasta la bandera en Las Ventas, y ya a primeras horas de la mañana la gente se alineó ante las taquillas oficiales de la calle de la Victoria. Las colas para las grandes corridas han creado en Madrid el nuevo fenómeno de los vendedores de puestos de espera. Estudiantes y parados son los primeros en acercarse a las taquillas, toman su turno y, cuando aparecen los aspirantes a espectadores, les ofrecen el puesto por uno o dos billetes verdes. Estos espabilados son, junto a los revendedores de entradas a tres y cuatro veces su precio oficial y los carteristas que exploran bolsillos ajenos en las aglomeraciones de la plaza los pícaros populares del viejo y fascinante, espectáculo de la fiesta nacional. Los peces gordos, según los que de ello saben, son los que afeitan e incluso drogan a las reses, pero esos casi nunca pasan por comisaría.A la hora de comer y durante la sobremesa, el sol abrasa Madrid en estas calurosas jornadas. que anuncian la inminencia del verano. Sin embargo, hacia las seis de la tarde, los toros hacen el milagro de espesar el tráfico en la calle Alcalá y de convertirlo en casi imposible a partir de la plaza de Manuel Becerra. De todos y cada uno de los barrios madrileños, hasta 23.000 personas, el total del aforo de la plaza, se acercan a Las Ventas en coche, moto, autobús, metro, o, los menos, a pie.

La densidad humana se hace sudor, olor y pisotones en el bar Torres, donde cientos de aficionados quitan el polvo de las gargantas antes de ser engullidos por el giganteco redondel mozábare de la Monumental. El Torres se asienta sobre un solar donde, en las décadas de los cuarenta y cincuenta, alzaban sus cuatro tablas unos populares merenderos. Los espectadores que eran niños entonces recuerdan los suavos o gaseosas con café, los oranges o refrescos de naranja, y, sobre todo, los asados de chuletas del final de la lidia. Eran, dicen, otros tiempos.

A las seis de la tarde, la explanada que rodea a la plaza de Las Ventas es todo un bazar. En las inmediaciones del monumento al doctor Fleming, lugar favorito de los que sestean antes de introducirse en el redondel, se venden puros farias y también montecristos, pulseras metálicas contra la artrosis y el reuma, bebidas de todos los colores, sabores y graduaciones, y, muy en particular, gorras chulas, mercancía esta última comprada masivamente por los espectadores que tienen su puesto al sol. No faltan tampoco los puestos que ofrecen toritos de peluche, banderillas y carteles taurinos con la leyenda Your name here. Ya dentro del coso, los almohadilleros vocean sus productos al grito de "almohadillas baratas. Qué está muy dura la piedra". El alquiler del cojín cuesta cinco duros y casi nadie resiste la tentación.de poner un mullido obstáculo entre sus posaderas y el incómodo tendido.

Una afición "torista"

A las siete en punto de la tarde, cuando suenan los timbales y clarines que anuncian que el rito comienza, el último sol de la jornada todavía cae sobre un tercio del redondel de Las Ventas. Federico Femández de Heredia, 47 años de edad, administrativo y vecino del barrio de Argüelles, ocupa ya su asiento en la contestataria andanada del ocho. Va vestido el aficionado con un traje de verano de colo beis y sus manos están ocupadas por un buen habano y unos gemelos, elementos imprescindibles para disfrutar de la lidia. Fernández de Heredia lleva más de dos décadas abonado a la andanada del ocho, un sectorde público modesto que, en la década pasada encauzó la protesta contra el fraude y la decadencia de la lidia."Fue el fallecido Juan Parra Juanito, quien le dio el alma a la andanada", cuenta Femández de Heredia. "Él era un taxista con mucha gracia que sostenía que la plaza de Las Ventas debía ser la más exigente de España. Su espíritu es el que nos sigue animando" Y es que la afición madrileña tiene fama de torista. Es decir, partidaria del toro-toro, bien dotado de años, peso, fuerza y pitones, frente a las de otros lugares de España que optan por el torerismo o preferencia por la vistosidad de la faena del diestro. Dentro de esta línea, Fernández de Heredia opina que el mejor torero que ha pisado el redondel de la Monumental es el difunto Antonio Bienvenida; y la mejor ganadería, la de Victorino Martín.

A partir de las siete de la tarde, y durante una hora y media, tres matadores y seis astados se enfrentan en la arena a cuerpo gentil. Entonces, en los tendidos la muchedumbre se convierte en respetable. Todos los espectadores se sienten expertos y hacen comentarios en voz alta, mientras trasiegan botas y picotean. meriendas. "No te entables", se le dice a un diestro que se arrima a la barrera con cierto peligro. "Le ha picado mal y, claro, ya no vale ni para freírlo en una sartén" a un picador que se ensañó con el animal. "Si es de estraperlo" a una res floja. "El señor presidente nos está robando la cartera", al comisario de Policía que otorga premios y castigos, con la exhibición de sus pañuelos de colores.

Pero la afición de las Ventas no es cruel ni injusta. No regatea el aplauso cuando las cosas están bien hechas. Más que el tremendismo, la elegancia es particularmente apreciada por estos madrileños que se calientan las palmas de las manos cuando el lidiador remata una larga con clase, o sale con gallardía de un par de banderillas, o incluso cuando salta la barrera sin descomponer la figura. Y, por supuesto, se ovaciona con admiración al toro que demostró nobleza y bravura.

Durante las dos horas de una corrida isidreña, Las Ventas es un muestrario ejemplar de edades y condiciones sociales. Allí pueden encontrarse el diputado socialista Enrique Múgica, el portavoz aliancista en el Ayuntamiento de Madrid Alvárez del Manzano, el exigente aficionado inglés mister Penning y la mismísima Bo Dereck, que este año se ha asomado a la feria de San Isidro, revueltos con vecinos de los barrios madrileños de Vallecas o de Salamanca. Todos están como en su casa y todos miran con cierta preocupación a esos grupos de turistas japoneses que, tomavistas en ristre, asisten embobados a las distintas suertes. "Mira, el peligro amarillo", dispara un castizo, ante la aprobación general.

Los entendidos, los que no van al primer coso del mundo a pasar la tarde, se encuentran, al finalizar la corrida, en el patio del desolladero, al lado de la sala de prensa donde los críticos escriben sus apresuradas crónicas, al lado de las mulillas de Anchuelo, que ya han dado a la zona su inconfundible olor a estiércol, y al lado del lugar donde las seis reses lidiadas son descuartizadas. Allí, en ese célebre mentidero, prosiguen los debates, enriquecidos ahora por el trance recién vivido.

A las nueve y pico de la noche, cuando los aficionados emprenden camino hacia las cenas y posteriores tertulias del Hogar de Ávila o el hotel Wellington, Rafael Rodríguez Ordóñez, zamorano de 47 años, carga en su camión la carne de los toros muertos esa tarde, que, dos días después, se pondrá a la venta en diversos establécimientos madrileños. Al decir de Rodríguez Ordóñez, la carne de toro bravo es más dura que la de ternera, pero también más barata y más jugosa. "Yo me llevo los toros enteros, con dos excepciones", dice el industrial carnicero. Esas excepciones son los testículos o criadillas de las reses y sus rabo!, piezas que se venden directamente al público, a 200 pesetas la unidad, en el transcurso mismo de la corrida.

Cuando el silencio llega, por fin, a Las Ventas, los coches circulan en Madrid con las luces encendidas. Aún es San Isidro y mañana habrá otra corrida.

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