La risa y el sopapo
¡Cómo nos reíamos! Eran los días de Popgrama y todavía funcionaba aquello tan pintoresco de la censura. Nuestro espacio despertaba sospechas y era supervisado por un hombrecillo de aspecto benévolo que se ponía nostálgico recordando sus días con la División Azul, que decía ir armado a la espera de una inminente invasión de Prado del Rey por las hordas rojas. No sé si era verdad lo de su pistola, pero lo cierto es que veía a las citadas hordas en el contenido de muchos de nuestros programas.Era una risa: se empeñaron en eliminar las imágenes de bombarderos atómicos norteamericanos que ilustraban una canción de Miguel Ríos, aunque argumentáramos que eran fotogramas cedidos por la propia Embajada de EE UU. No tragaban. Otro día, vetaban el Yo pisaré las calles nuevamente, de Pablo Milanés, alegando que era una ofensa al Chile de Pinochet, al que España todavía protegía en las votaciones de las Naciones Unidas. Pero, bueno, lo de "Santiago ensangrentado" puede referirse a muchas ciudades, aducíamos ladinamente nosotros. Y no En otras ocasiones, era el fervor religioso del travestido Ocaña, la epidermis de las bailarinas de The Tubes, las rimas impertinentes de Pi de la Serra. Están locos nos consolábamos. Y capeábamos los temporales, seguros de que el viento del país no nos llevaba hacia Stalingrado, por mucha nostalgia que sintiera nuestro supervisor. Y nos reíamos de aquellos torpes tijeretazos electrónicos.
Cuatro, cinco años después, ya no nos quedan ganas de reír. Al igual que en Popgrama, en Caja de ritmos nos comprometimos con la idea de reflejar una parte de la realidad musical del país. En este caso, la del nuevo pop y los grupos jóvenes que surgen fuera de los controles de la industria discográfica convencional. En los momentos en que se planteó el programa -verano de 1982- esos sonidos no tenían cabida en la programación de TVE, que mantenía abundantes platafarmas para cantantes seniles y grupos prefabricados. La posibilidad de abrirles un espacio era muy atractiva y aguantamos los tediosos retrasos para salir a antena, la falta de medios, todo. Sabíamos que no era un programa de primera e intentábamos consolarnos: bueno, la mañana del sábado es mala hora, pero esto tampoco quiere ser Aplauso; nos iremos ganando nuestra parcela de público y ya está, es preferible esta comodidad de funcionar en la sombra del horario de mínima audiencia.
De repente, una canción deshace el esquema. Gran parte del país revienta de indignación al enterarse de cómo piensan y se expresan sus hijos. No, TVE tiene que ser la campana de cristal, neutra y desinfectada, ajena a la realidad. Acostumbrados a esa y a otras canciones, todo el alboroto nos parece una chifladura: ¿pero no saben qué es el punk? Peor para ellos. Peor para los que se acobardan ante la posibilidad de griteríos hipócritas. Peor para los que deciden que rueden las cabezas. Peor para los que no entienden que es imposible encadenar las canciones obscenas y escandalosas. Querer quitar la voz a un sector minoritario -pero significativo- de los adolescentes es declararles la guerra. Es una decisión tan odiosa como inexplicable.
Así que Caja de ritmos desaparece. Sin cumplir, sus objetivos, lanzado a una notoriedad que ni quería ni necesitaba. Nuestra primera sensación, aturdimiento: en algún siglo futuro, un historiador investigará el caso Vulpes y no podrá entender qué tenía aquella canción para monopolizar la atención del país durante semanas. La segunda sensación, abatimiento: si este país sigue así de estrecho, un día se asfixiará sin darse cuenta. La tercera, indefensión: es incómodo sentirse entre dos fuegos. No, ya no nos reímos.
es guionista de Caja de ritmos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.