¿Qué pasa?
He subido a consultar con el Viejo del Rascacielos. Me enteré de sus costumbres y busqué la hora para sorprenderlo dentro. Allí estaba.Vive allá solo, en el piso 57, que debió de ser un par de cubículos como cualquiera, pero, no sé por qué privilegio, la empresa propietaria le ha consentido que se lo reestructure: por ejemplo, ha arrancado la puerta con sus jambas y ha colgado una cortina de esas de trocitos de juncos enhebrados, con añadidos de cintajos y abalorios. Así, entro, sin más aviso que una tosecilla; de la que él, por cierto, que está arrodillado trazando algo con tiza sobre el suelo, no hace, de momento, mucho caso.
También ha cavado muescas en los lados y dinteles de las dos ventanas, hasta dejarlas de forma de estrellas o tortillas, con una especie de rejas de hierros retorcidos, algunos dorados de purpurina. Se ven unas nubecillas desgarrándose sobre tejados viejos crucificados de antenas, sonrosándose ya con la luz poniente.
-Buenas tardes -digo.
-Buenas -responde, sin alzar más que un vislumbre los ojos centelleantes sobre las caídas antiparras entre las mechas hirsutas, entre blancas y doradas-. Espere un poco.
En el techo (debía de haber por cima un vano para almacenes) ha abierto varias brechas, y en este primer cuarto ha armado sobre un gran boquete una como cúpula de ramas con sus hojas, no veo bien si naturales.
-Siéntese por ahí si quiere -añade, sin levantar la vista de su dibujo.
Los asientos son un gran escaño arrimado al fondo, un taburete como de bar y un baulito demasiado bajo. Encaramo una nalga en el taburete mientras murmuro:
-Es igual. No quiero entretenerle mucho.
-De la altura a la mediana, como de siete a cuatro -canturrea para sí.
Una pared está cubierta con una como jaula de alambres, dentro de la cual se ven rimeros de libros medio derrumbados, no sin cierta gracia; la otra, con redes, de las que cuelgan lo mismo sartenes de cobre, que cuadritos al óleo con doraduras, que acuarelas desvahídas, que tijeras de sastre, que muñequitos agarrotados en horcas o medio decapitados. En una ojeada al otro cuarto veo que la cama está hecha con un jergón sobre el suelo y cubierta con una colcha floreada. Ahora él se endereza, me mira, y sentándose sobre los talones:
-¿Qué era lo que quería? -me pregunta.
-Era una consulta muy simple -empiezo, carraspeando.
-A ver -se cruza de brazos. Me lanzo a ello:
-¿Qué me pasa? -le pregunto, sintiéndome sonrojar de que la voz me haya salido más dramática de lo que quería. Me considera él unos largos segundos, y al fin responde:
-Que no le pasa nada.
-¿Es eso? -farfullo, desalentado.
-Eso más o menos -y con prodigiosa agilidad echa las piernas para adelante y se queda sentado, mirándome, con la cabeza entre las rodillas.
-Y, ¿qué puede hacerse? -le pregunto, al fin.
-¿Hacerse? Demasiadas cosas habrá hecho ya, trabajos, locuras, diversiones, para intentar llenar la falta y creerse que le pasa algo.
-Pero no sirve, ¿no?
-No sirve, no: porque hacer cosas no es lo mismo que pasarle cosas a uno; a lo mejor es lo contrario; a lo mejor no tiene nada que ver lo uno con lo otro.
Repaso las fórmulas en mi sesera asendereada, donde todo es confusión; pero no estoy para entender, sino para que me resuelvan esto de una vez, si quieren. Así que vuelvo:
-Y esto, ¿cómo me ha venido? Y ¿es muy grave?
-Bah, bah -me dice, sonriendo despacito-: no es una enfermedad suya.
-¡Ah! -me quedo boquiabierto-: ¿No es mía? Pues, ¿de quién?
-De todo el mundo. Bueno, y si es suya, es porque es de todo el mundo.
¿Cómo? ¿Que a todo el mundo le pasa esto? ¿Que no le pasa nada?
-Eso creo que pasa en general: que no pasa nada. O bueno, para no ser totalitarios, muy poquito; cada vez menos.
-Pero, ¿cómo puede decir eso?, ¡si cada día están pasando cantidad de cosas a cada momento!: crímenes pasionales, elecciones municipales -me voy animando-, reuniones de alto nivel, violaciones, exposiciones de arte, manifestaciones, secuestros, campeonatos... ¿No lee usted la Prensa?: vuelos espaciales, mercados comunes, niños de probeta, ejecuciones de adolescentes... Si lo que uno diría es que pasan demasiadas cosas: no da uno abasto. ¡Va todo tan de prisa!...
-¿Va todo tan de prisa? -interrumpe mi retahíla, preguntándome también con la mirada.
-Pues claro -sigo- Todo cambia por todas partes: es un chorro de sucesos, cada vez a más velocidad: te das un garbeo, y a la vuelta no reconoces la esquina de tu barrio; los niños saben cosas que antes no se pedían ni en bachillerato; el año 2000 está ahí, a la vuelta: ¿no se ha enterado? ¿Cómo dirá que nada? Si lo malo, a lo mejor, es que es demasiado ya lo que pasa.
Me quedo mirándole perplejo. Él le da un soplo a un vilano que se coló por la ventana abierta y le rozaba la nariz. Luego prosigue:
-Y, sin embargo, mirando las cosas así, por cima, se diría que apenas cambia nada; que cada vez va más lento esto de la historia.
-¿Cómo que más lento? -empiezo a desconfiar de su cordura- No sé en qué...
-Pues, por ejemplo, considere el cambio de la vestimenta masculina. Y conste que sólo en su honor me avengo por un momento a hacer como si creyera en la Historia, en que haya un tiempo que pueda verse y medirse, y en fin, en que haya habido otras épocas, cuando bien me consta que en verdad todas están en ésta. Pero, en su honor, hagamos como si sí, y veamos: ¿se da usted cuenta de que hace unos noventa años que el indumento masculino se mantiene igual a sí mismo: pantalón, chaqueta, camisa y corbata?; y también el de menos vestir: jersei, abrigo o mono de trabajo; no ha habido más que variaciones mínimas de solapitas o fondillos, y además oscilando para atrás y para adelante con la. moda del año, pero nada trascendente. Pues bien, considere lo que son unos cien años, y compare con los cien anteriores, o sea del traje de Mozart al de Zorrilla, o con los cien anteriores, del de Racine al de Iriarte, o los cien antes, del de Maquiavelo a los de Shakespeare o Cervantes, y siga metiéndose atrás, edades medias adentro, y verá los cambios radicales en menos de cada cien años, como aquel de por 1340, que en pocos años pasaron los señores de toda Europa del vestido largo al ajustado y de calza entera; por no propasarme a recordar lo que en menos de cien años hubo de pasar en plena edad tenebrosa (cuando el reloj de la Historia dirían por ahí que más parado andaba) para abandonar las poblaciones la túnica romana y adoptar los calzones célticos con sus aditamentos. ¿Habría que remontarse a los egipcios o los sumerios, o quizá hasta los hombres de las cavernas, para encontrar lentitud semejante en la evolución de la vestimenta?
-Pero, hombre -me atrevo a cortarle-, pues será que lla dado la humanidad con una forma más perfecta, cómoda, práctica, lo que sea, y claro, pues se queda en ella más tiempo.
-Ya -me dice con una sonrisa que es casi una risa-, o sea que usted cree que este atuendo de las solapitas y la corbatita... Sí, como lo demuestra también, me dirá usted, el hecho de que todos los chinos y los negros lo adopten con unánime decisión, como si hubiera de ser el hábito del juicio universal. Claro, y lo mismo opinará de este tipo de construcción, el de los cajoncitos, que lleva siendo el mismo, en las regiones más progresadas, desde hace medio siglo.
-Bueno -respondo, ya un tanto amoseado-, o si no, ¿por qué tiene que fijarse en detalles como esos? En muchas cosas se ha cambiado, se está cambiando sin cesar: en esos 90 años que dice de la ropa, no ha dejado de haber revoluciones en los campos más diversos de la sociedad: ha habido dos guerras mundiales y...
-Por ejemplo, sí -me interrumpe, pensativo-, y por cierto que, desde la última (40 años), ¿qué le parece que ha pasado de trascendental?
-Pues..., pues... -no me vienen ejemplos elocuentes de momento, y aprovecha:
-¿El hombre ha pisado la luna? Ahí toca usted la consunción del descubrimiento: cosa más descubierta no se habrá descubierto nunca. ¡Ay!, lo que pasa en la construcción ¡de viviendas pasa en lo demás: cada vez se hace más cierto que no se hacen más cosas que las que están hechas. ¿O qué? ¿El hombre ha descubierto la materia plástica? ¿Para reproducir desde la síntesis lo que se había inventado desde el lino y las ovejas? ¿O la penicilina? ¿Para cambiar las formas de la enfermedad?
-Pero lo cierto, ¡diablo!, es que la esperanza media de vida...
-Eso, eso -se-regocija-, la esperanza media. Más se la alarga cuanto más se la vacía. Es lo mismo que con el dinero: cuanto más las cosas valen sólo dinero, más cosas puede comprar usted con su dinero. Conformidad es lo que hay, mucha conformidad. Vamos, y no se empeñe: déjese reconocer lo que declara el aburrimiento de las masas: nada pasa, cada vez menos. Esto marcha, desengáñese, muy despacito.
-¿El aburrimiento de la gente declara eso?
-Pues sí, señor: o considere, si no, el tiempo libre. Por ejemplo, la música y la juventud: ¿los ve con qué furia se aburren? Esa desolación de las pandas que se juntan en medio de algún sábado y se preguntan: "¿Qué vamos a hacer?", y entonces, la moto a todo trapo o la discoteca con murga de mucha nlarcha, que parezca que está pasando algo. Y en tanto, la música... ¿Se da cuenta de que apenas se inventa ya desde hace lustros una melodía nueva?, ¿una que se recuerde más de dos semanas y se siga usando una vez y otra, cada vez con más gusto? Nada, todas refritos de lo mismo, agitadas por algún ritmo mecánico de horda primitiva, a veces acompañadas de una voz que dice: "Te espero con whisky con soda, porque te quiero toda, toda, toda; con trabajo si se escapa, de tarde en tarde, alguna tonada un poco nue-
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