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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ortega: el simbolismo de un centenario

EL CENTENARIO del nacimiento de José Ortega y Gasset está sirviendo de merecida ocasión para que el mundo de la cultura rinda homenaje a su memoria, valore la importancia de su obra y enjuicie la vigencia de su legado. Ortega, un clásico indiscutible de las letras y del pensamiento hispánicos, se ha convertido en punto de referencia obligado de nuestra historia intelectual y forma parte del suelo común que las generaciones posteriores tomarán como base para sus propias reflexiones. Como ocurre con los escritores originales y los pensadores fecundos, su obra está abierta a múltiples lecturas, complementarias o contradictorias, y ofrece no sólo la posibilidad de una adhesión discipular a sus ideas, sino también la oportunidad para las discrepancias. La apertura de ese diálogo plural con Ortega implica que se ha cerrado ya la triste etapa en la que el pensamiento católico oficial censuraba sus escritos, la izquierda dogmática rechazaba en bloque sus ideas y el escolasticismo de los más próximos trataba de encerrar en un ortodoxo y empobrecedor orteguismo la desbordante riqueza de sus sugerencias, intuiciones y análisis.Aparte de sus contribuciones a la historia de la filosofía, que sobrepasan las fronteras nacionales y le hacen ciudadano de la república universal del pensamiento, Ortega fue, a partir de la segunda década de nuestro siglo, un implacable fustigador de la pereza mental de la sociedad española y el más eficaz promotor de la apertura hacia las corrientes del pensamiento de nuestra anémica, parroquial y anquilosada vida cultural. Aunque su labor como animador de periódicos, revistas y editoriales se inscriba, dentro de la jerarquía de los valores culturales, en un lugar inferior a su trabajo de creación propiamente dicho, esa incesante preocupación por transmitir conocimientos ajenos y por dar a conocer nuevos hechos y nuevas ideas (tal y como se titulaba una colección de Revista de Occidente) contribuyó, de manera decisiva, a la modernización de la sociedad española, al aprendizaje del rigor intelectual por nuestros estudiosos y al enriquecimiento de la sensibilidad política y moral de los españoles. Como profesor universitario, Ortega ejerció un ejemplar magisterio, que sólo las inquisitoria les medidas posteriores a la guerra civil conseguirían quebrar para desgracia de las generaciones más jóvenes. Su generoso esfuerzo para sacar a los españoles de su asfixiante clausura cultural y para fomentar el debate y la circulación de las ideas, realizado al margen de cualquier sectarismo doctrinario y condicionado únicamente por criterios personales -acertados o no- acerca de la importancia de los productos del pensamiento, bastaría para acreditar a Ortega como una de las figuras más eximias de la España del siglo XX.

José Ortega participó, durante su juventud y madurez, en diversos proyectos políticos o para políticos, orientados a la reforma moral de la sociedad española y a la regeneración de su vida pública. La pasión orteguiana por España es la prueba definitiva de que el patriotismo no está forzosamente reñido con la universalidad del pensamiento, ni se halla obligadamente asociado con la xenofobia, ni se identifica necesariamente con alguna estrecha parcela -religiosa o institucional- de nuestro pasado. Desde sus juveniles aproximaciones al socialismo hasta su digno aislamiento en el exilio interior a partir de su regreso a la España franquista en 1945, pasando por su participación en la Asociación al Servicio de la República y su horrorizado rechazo de la cruenta guerra fratricida, el pensamiento político de Ortega siempre se mantuvo fiel, en cualquier caso, a los principios de la libertad y de la dignidad humanas.

Por esa razón, es una delicada cortesía del azar que el centenario de su nacimiento coincida precisamente con el día posterior a la celebración de unas elecciones democráticas -las quintas de alcance nacional en el plazo de seis años- que han permitido a los españoles, una vez más, ejercer sus derechos cívicos en un clima de paz y convivencia. Accidentalista en la cuestión de las formas de gobierno y receloso de las invasiones de la democracia de masas en el ámbito de las libertades individuales, cabe imaginar que Ortega hubiera podido considerar a la actual Monarquía parlamentaria como un marco político acorde con los deseos y los esfuerzos que animaron su vida entera. El mordaz crítico de la Restauración, el firme adversario de las dictaduras, el desilusionado denunciador del cambio de rumbo del régimen republicano y el apesadumbrado testigo de la guerra fratricida probablemente se sentiría orgulloso de su país en los años ochenta. Cien años después del nacimiento de Ortega, España dispone de instituciones políticas que funcionan verazmente, ha sabido derrotar cívicamente -con la decisiva ayuda del Rey- la amenaza de un golpe militar, rechaza la demagogia, condena la violencia, desea enterrar el espectro de las dos Españas, admite con normalidad la alternancia en el poder de la izquierda y está aprendiendo a vivir en paz y democracia. Que don -Juan Carlos -nieto del monarca a cuyo destronamiento Ortega contribuyó tras la dictadura de Primo de Rivera inaugure la exposición Ortega y su tiempo y que Felipe González -presidente de un Gobierno socialista y secretario general del PSOE fundado por Pablo Iglesias- esté presente en la apertura del Centro Ortega y Gasset confieren, por eso mismo, un doble valor simbólico a este centenario: mientras la figura y la obra de Ortega pertenecen ya a todos los españoles, la España de los años ochenta se sustenta en buena medida sobre los valores bosquejados y defendidos por el hoy homenajeado a lo largo de su existencia.

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