Visítenos
Dejando de lado a algunos poetas, numerosos en cuanto aficionados pero escasos si se miden como gremio, ciertos narradores empeñados todavía en hacer experimentos verbales -que rara vez son consecuencia de una experimentación con las ideas- y algunos periodistas que han tomado sobre sí la obligación de reproducir por escrito el lenguaje de barrio, lo cierto es que hoy quienes se sienten poseedores y dominadores del lenguaje son unos personajes que rara vez asoman a la luz pública. Utilizan la lengua como vía de penetración en la voluntad del público y no les importa gran cosa su buen o mal uso; no la benefician con un talante respetuoso y están convencidos de que pueden hacer con ella lo que quieran, con tal de que les proporcione el resultado que buscan.Literariamente hablando, su particularidad más notoria es la brevedad de sus textos, emparentados en eso con el poeta moderno, feroz martillo de la extensión. Socialmente se ocultan tras un riguroso anonimato; solamente sus patronos, sus familiares y unos pocos amigos y colegas saben que son profesionales de la palabra, tan profesionales como sus rivales de al lado, los expertos de la imagen. Y, sin embargo, lo son en tal medida que se permiten mirar por encima del hombro no ya al ciudadano normal que habla y escribe con la lengua que le enseñaron sus mayores, sino también a aquellos otros profesionales que se ganan la vida con un oficio que viene de antiguo -oradores y escritores- y que como mucho puede estar sujeto a la ambiguas reglas de la tradición, pero no al control sistemático de la ciencia. Pero ellos no; ellos trabajan sometidos al rigor de la estadística y, si el aparato electrónico que ha de dar la medida de su hallazgo no acepta su producto, no tienen más remedio que desecharlo. Por eso también han prescindido -quién pudiera presumir de lo mismo- del crítico, un hombre que pertenece, lo quiera o no, al anacrónico género humanístico.
La brevedad de sus productos es esencial para la consecución de sus fines. Lo más que se pueden permitir, en casos extremos, es media página -tamaño DIN A4- mecanografiada a doble espacio. Unas 500 matrices, en otras palabras. Porque lo suyo, lo verdaderamente suyo, por lo que destacan y se definen y son altamente remunerados, es la frase, preferible cuanto más corta, de cuatro palabras mejor que de seis, y, por supuesto, sin subordinadas. Eso sí, tiene que ser contundente, y una vez leída y oída ha de quedar grabada en la memoria poco menos que a perpetuidad: "Nacido fuerte", "la chispa de la vida", "aroma de mi hogar", "estamos con la gente". En ocasiones, la inspiración se les dispara, al conjuro de la espiritualidad de la imagen, y largan cosas como "fragancia de tu libertad para poder volar". Hay ciertas palabras que les atraen de manera permanente -como fragancia, burbuja, hechizo, ensueño- y prodigan a lo largo de un año dividido en extrañas estaciones diferenciadas por el champaña, los juguetes, las lociones y los jeans, sobre un fondo acrónico de detergentes y tónicas. El gran éxito de la frase es su expansión; que salga de su medio publicitario y pase a formar parte del habla común, utilizada como latiguillo que cumple la misma función de relleno que las palabras vacías que denuncian los gramáticos chinos. Por su brevedad, son productos ultrasecretos en tanto no salen a la calle; quien las crea es consciente de su vulnerabilidad, ya que resulta tan fácil recordarlas como aplicarlas a cualquier objeto, sea un dentífrico o un modelo de la Ford. Se dice incluso que se registran y que entre la agencias y organismos dedicados a su elaboración hay toda una guerra sorda, con compras, fugas y traspasos de expertos, con redes de espionaje, traiciones, deserciones y fabulosas primas para quien pueda desvelar antes de tiempo el secreto de la marca adversaria.
El anonimato es la otra condición imprescindible para que la frase publicitaria cumpla el fin que se espera de ella. Se la presenta como si su creación fuera espontánea, salida del pueblo, expresión las más veces del júbilo por el beneficio que el consumidor obtiene del producto anunciado. Es de todos y para todos, némine discrepante; a nadie debe pertenecer en exclusiva y nada resultaría más chocante que, tras esa aparente espontaneidad, se escondiese un hábil e incansable especialista en frases prehechas -un Lope de la publicidad- que en cualquier momento pudiese alzarse con la propiedad de un bien que desde el momento en que nace se presenta como público. Me temo que hay todo un código, una expresa renuncia a la firma por parte del autor de la frase. Por eso, cuando la publicidad utiliza a un hombre conocido, o bien le obliga a propagar un insulso consejo, o bien le hace repetir la frase que ya está en boca de todos, jamás le convierte en autor de un dicho que ha conquistado todo un mercado. No; el hombre notable y conocido del público se presenta también como converso, un convencido del valor del producto que no vacila en descender del escabel de la fama para mostrarse como un ciudadano más que no sólo necesita de los bienes comunes, sino que, llevado de su filantropía, desea que todos los ciudadanos participen del beneficio que él ha obtenido al dejarse convencer. Pues ya se sabe, los más favorecidos son los más difíciles de convencer, y si ellos se dejan, ¿cómo no se va a dejar el ama de casa?
El público acepta un engaño a ojos vistas: porque ni el producto
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lava más blanco ni quien formula la arirmación se lo cree; ni aquel en cuya boca se pone para hacerla llegar al público se toma otra molestia que la de cobrar. Lo único real, a la postre, es la cifra de ventas, la salida del producto como consecuencia de una política de mercado, uno de cuyos capítulos decisivos es la publicidad, encargada de subrayar, exagerar e incluso inventar las diferencias. Un anuncio diferente define un producto diferente, y el mayor esfuerzo del publicitario se dirigirá a conseguir una originalidad que para el fabricante es casi imposible, pues no hay un producto que lave más blanco ni un dentífrico que elimine las caries, y poco va de un Opel a un Ford, obligados a ofrecer artículos casi idénticos si no quieren perecer. Así que, en general, la originalidad del anuncio encubre la vulgaridad del producto.
En manifiesto contraste con esas técnicas existe un tipo de publicidad muy barata, y seguramente poco eficaz, que se materializa en ese pasquín en papel de ínfima calidad que se reparte por las aceras o por correo y que, tras una oferta redactada sin ningún ingenio ni frase elaborada, sino con el lenguaje más plano y directo y una lista de precios, acostumbra a terminar con un llamativo "¡visítenos!" El receptor imagina al punto la paciente existencia, tras una mesa barata, del empleado mal pagado que espera sin ansia una visita que tarda en llegar. Nada tan opuesto a la técnica del publicitario como esa llamada directa del vendedor, que, al tiempo que parece excusarse por su rudimentaria propaganda, promete una atención personal, un trato cara a cara, tras una mesa barata. Se diría que es la publicidad de la antipublicidad y la expresión de la más sincera duda respecto a todo método de persuasión que no sea la prueba del producto, como antes se hacía con los jamones y los melones.
Como tantas otras lacras, América exportó a Europa la repulsiva costumbre de aplicar la técnica publicitaria a cualquier campaña política, que hoy se monta sobre dos grandes instancias: de un lado, el mitin y los pasquines, y de otro, las vallas y la televisión. De un lado, lo antiguo, y de otro, lo moderno. La primera se dirige a unos pocos -los pocos que van a los mítines y recogen los pasquines- y la segunda a todos. La primera exige la presencia del candidato, mientras la segunda lo escamotea tras una fotografía, una frase prehecha y un logotipo, elaborados por unos expertos a los que muy probablemente les da lo mismo un hombre que otro con tal de cobrar su contrato publicitario, que despachan con un "y todo marcha" y se quedan tan tranquilos.
¿Y qué decir del candidato que se presta a ser el sujeto de semejante clase de campaña? Como poco, que voluntariamente se sitúa en la competencia comercial del dentífrico, el detergente o el modelo de la Ford; yendo más allá, que adolece de toda la vulgaridad que adorna a los productos que rian su salida a un anuncio llamativo; y por último, que ni siquiera debe creer en sí mismo por cuanto encarga la condensación de su pensamiento a un experto que pone en su boca una frase tan vacua e inocua como para poderla colocar, si de ese lado le hubiera llegado el encargo, en la de su adversario. La verdad es que yo votaría a un candidato que en un pasquín de ínfima calidad me propusiera: "Si tiene usted la amabilidad de visitarme, con mucho gusto le recibiré". O que, más sencillamente y dejándose de tantas marchas, dijera: "Vóteme".
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