La ciudad

Primero, relájese. La ciudad es sólo un fluido circular, y usted no puede hacer nada por impedirlo. Lo razonable consiste en no ponerse nervioso y votar a un buen alcalde, sin caer en la ordinariez de formular negros presagios o de lloriquear por los tiempos que corren. Hay que ser un pesimista estético, no un vulgar pesimista a la moda. La vida está maravillosa. Ahora anda todo el mundo con un apocalipsis de pilas en el bolsillo, hablando de calamidades ciudadanas, de terrores callejeros o de salvajadas de asfalto. Alguien nos quiere vender el invento de la huida al campo con el sueño de una granja en un horizonte de lechugas y vacas meleras. No caiga usted en la trampa. Al campo no hay que ir hasta que no esté todo asfaltado. Aparte de que si uno se da una vuelta por allí podrá comprobar enseguida que todos los labradores están siempre cabreados. No debe de ser tan bueno como dicen. Las blasfemias más agudas, tradicionalmente, las sueltan quienes viven en un paisaje encantador, en medio de coles y berenjenas.Lao-Tse, en el siglo VI antes, de Cristo, ya echaba de menos la vida placentera de antaño, deploraba la inseguridad en las plazas y andaba liado con la crisis. Marcial, Juvenal, Horacio y Virgilio maldecían la contaminación de las calles de Roma y le daban coba a Mecenas para que les comprara una villa fuera de la ciudad. En Calatayud o en la playa de Ostia, una manía dominguera que no ha cesado. Los anacoretas y los santos llorones de la época gótica dieron mucha lata con el mito del desierto. Hasta el renacentista fray Luis incitó a la gente a huir del mundanal ruido. Imagínese qué ruido. Cuatro campanadas, dos martillazos del herrero y el grito de un afilador.
Las lágrimas por el pasado y la moderna ansiedad de vivir entre el ganado sólo es un deseo de volver al claustro materno, propio de gente débil. Y además, ya me contará qué hace un hombre tan mayor y elegante como usted en el vientre de su madre, vestido con abrigo.
La ciudad es la placenta más excitante, aunque la crisis nos deje sin calefacción y vuelvan los sabañones. A un señor de su tamaño no deben asustarle los navajeros ni los sabañones. Luis XV también los tenía, y eso no le impidió ser fabricante de unos magníficos tresillos.
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