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El espionaje como parte de las bellas artes

"Quizá nos encontramos en el momento en que se extiende la práctica mundial de una política exterior autónoma, la de los servicios secretos de inteligencia", sospecha el autor de este artículo, escrito como reflexión a la muerte de sir Anthony Blunt, el último espía caballero. La conclusión es que, como cree Hannah Arendt, la actual civilización está produciendo bárbaros en su propio medio.

La desaparición de sir Anthony Blunt -un hombre que supo compaginar las mejores virtudes intelectuales con actividades políticas más bien dudosas- podría considerarse como la del último espía caballeroso, adjetivo que ha sido otorgado en todas las visiones románticas de oficios reprobables -el pirata, el bandolero, etcétera- sin embargo ennoblecidos por la gallardía del protagonista o la buena finalidad de sus obras. De tal modo es así que en la galería de los retratos en estos tiempos siniestros figuraría el de Blunt, no tanto por sus trabajos sobre Borromini o Poussin, que le hacen aún más interesante, sino por su juvenil y patética identificación con la Unión Soviética como causa de la libertad.Situaciones personales aparte, de la misma manera que el terrorismo corrompe la vida de un país, la larga y crispada obsesión por los problemas de la seguridad mundial y por la amenaza nuclear ha acabado por corromper la vida internacional. Gracias también a los ejemplos de Blunt y de sus compañeros de Cambridge, respecto a quienes las revelaciones de William S traight en su After long silence han ayudado a comprender mejor el fenómeno; a las obras de Graham Green y luego de John le Carré y otros autores menores nos hemos acostumbrado peligrosamente a ver las relaciones internacionales y la vida diplomática como una historieta de policías y ladrones, cuando no de buenos y malos. Los libros de política ficción de Frederic Forsyth o de Arnauld, de Borcligrave, que tanto éxito tuvieron en años pasados, junto con la proliferación de estudios sobre cuestiones estratégicas, contribuyen igualmente a que el simple lector, incluso el especialista, en este año de los misiles acabe barruntando que a lo mejor James Bond tenía razón, que se trataba de un personaje real o realizable.

Las masivas expulsiones de funcionarios soviéticos en París y en Londres, con las debidas réplicas de la Unión Soviética, y la aireación de los motivos por los que fueron considerados personas non gratas, suponen aciertos en un género literario en el que la ficción ha acabado por reproducir o anticipar la realidad y, lo que es peor, nos muestran hasta qué odioso nivel ha llegado la degradación de la vida diplomática y las relaciones internacionales de las que aquélla es el reflejo. Los casos de Blunt y de Green poseen, indudablemente, dignidad humana y literaria. Posiblemente otras ficciones literarias y otros casos personales la han perdido, concediendo un espacio creciente a la fenomenología fría y totaliaria en que, salvo quizá los libros del primer Le Carré, se abusa de libios y cubanos, de multinacionales poderosas,. del sexo, la violencia y el dinero, para adobar un producto literario, cinematográfico o vital, destinado a hacer las delicias de muchos y los horrores de algunos.

lan Fleming acierta

A lo mejor quien en el género ha pasado a ser de hecho el maestro indiscutible es Ian Fleming, no Green ni Le Carré, y lo ha pasado a ser no por su baja calidad literaria, sino por su capacidad de acierto; James Bond y su espíritu se encuentran entre nosotros. Si analizamos críticamente el mensaje literario que últimamente se nos presenta o se realiza, mientras soviéticos y norteamericanos siguen discutiendo en Ginebra y la caza de espías sigue cobrandos buenas piezas, resulta la lamentable contrafigura de una vida internacional corrompida por los condicionamientos de los problemas de la seguridad y por los dominios reservados que aquéllos conceden, más allá de los canales diplomáticos normales; por el notable poder que han concentrado los especialistas, quienes se ven atribuidas las mejores bazas que generan la desconfianza y la crispación. De modo parecido a lo que ocurre en la vida nacional por el cáncer del terrorismo, el cáncer de la inseguridad en la vida internacional ha hecho de ésta un mundo policiaco y militarista.

Sensación de miedo

Lo poco que dan a conocer los informes de circulación reducida se completan con creces por la lectura y la participación en una generalizada sensación de miedo. Quizá nos encontramos en el momento en que se extiende la práctica mundial de una política exterior autónoma, la de los servicios secretos y de inteligencia, una política que puede aplicarse de modo pragmático e implacable, sin ningún tipo de idealismo y sin propósitos claros de armonizar relaciones o solucionar problemas. En lo que nos ofrecen quienes se dedican a este género literario y este género de vida se desarrolla primordialmente el culto a la acción y sólo de modo muy secundario la realización de algo justo. A lo sumo, únicamente son simpáticos los personajes, por completo ajenos a las condiciones insoportables desde el punto de vista social y político en que efectúan sus misiones.

Por supuesto, no es ésta la primera vez en que el miedo y la inseguridad crean y estabilizan lazos relativamente independientes de los centros de decisión política, lazos que la tensión internacional justifica frente a cualquier intento de racionalización y replanteamiento de las cuestiones bajo una óptica desapasionada. Las relaciones entre la Gestapo y la policía francesa nunca fueron tan cordiales como en la época del Gobierno del Frente Popular de Leon Blum, guiado por una política decididamente antinazi. Del mismo modo, en otros países europeos, en los años treinta, la policía logró una posición única en su irrefrenable y arbitraria dominación, por encima de las fronteras y de modo autónomo respecto a los gobiernos, del tropel de apátridas, refugiados y minorías, creado por la gran guerra y muy relacionado con el estallido de la segunda guerra mundial. Como no hay condiciones objetivas para el optimismo y como, desgraciadamente, incluso parecen extenderse la resignación ante la fatalidad, el entendimiento internacional entre los filósofos de lo práctico y lo inevitable, que tanto proliferan, se ve notablemente favorecido.

Creciente ocultismo

Por ello mismo, porque las amenazas son más ciertas que nunca y el género literario que las refleja es progresivamente alarmante, pero progresivamente veraz y progresivamente rebasado por acontecimientos que, en un principio, eran poco imaginables, es por lo que la muerte de Blunt y la superación del mensaje de Green hacen que se dude del espionaje como una parte de las bellas artes, se masifique la profesión y aun se la expulse en grupo. Ante la multiplicación de profesiones ocultas, de intenciones ocultas, por la presencia de una realidad tan difusa como temida, habría que compartir el temor de Hannah Arendt al peligro de que "una civilización global e interrelacionada universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio". Los está produciendo.

Ignacio Rupérez es diplomático y periodista.

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