¡Una vez mas...!
De nuevo un incidente estúpido viene a perturbar -con hondura que no sospechan los que en sus hogares madrileños reciben informaciones entibiadas en síntesis y lejanías- las buenas relaciones imprescindibles entre el Estado y las autonomías que lo definen (vivimos en el Estado de las autonomías). Y ello ocurre precisamente con ocasión de un acontecimiento -la inauguración de la exposición Dalí- en el que se identifican catalanismo, españolismo y universalismo. Difícil es ahora averiguar hasta dónde llega la realidad de las inconveniencias vertidas por Julio Feo contra símbolos y personalidades catalanas. En cambio, es evidente, escandalosamente evidente, la respuesta desorbitada a que en Barcelona han dado lugar. Nos movemos, en todo caso, entre un desplante hortera -que debió. ser sancionado con una fulminante destitución- y el estallido de la rauxa, encantada de hallar pretexto tan sabroso para enarbolar la infausta bandera del tot o res.Resulta doloroso comprobar cómo la historia se repite, cómo se repite el juego de reacción y contrarreacción en que viene resumiéndose nuestra vida contemporánea, especialmente en el terreno, siempre resbaladizo, de las relaciones Madrid-Barcelona. Creo que aún no hemos tocado las últimas consecuencias de una confrontación que me ha recordado los acontecimientos de 1905: el choque entre el nacionalismo de la Lliga Regionalista, entonces naciente, y la suspicacia españolista, en carne viva tras la dolorosa experiencia de la secesión ultramarina. En aquella ocasión, el detonante partió de Barcelona: un estúpido chiste de Junceda, publicado en el Cu-Cut. Y la réplica la formuló de inmediato una oficialidad exasperada, en conexión con el temblor emocional de las salas de banderas repartidas a lo largo y a lo ancho del país.
Vale la pena hacer memoria de los hechos, porque la jocosa salida de Junceda, reflejo de lamentables actitudes insolidarias, generó reacciones de alcance imprevisible, iniciadas con la famosa ley de Jurisdicciones (la ley de Jurisdicciones, recordémoslo, sometía a tribunales militares los delitos contra el Ejército y contra la Patria: aún estamos dando vueltas al tema). Pero, como es bien sabido, no paró en esto la tormenta; en aquellos difíciles comienzos de siglo, la claudicación del poder civil fue simplemente el primer eslabón de una cadena en la que al cabo quedaría aherrojada y hundida la Restauración y liquidado el clima convivencial que había sido su mayor éxito. En 1909, al producirse la represión subsiguiente a la semana trágica, la aplicación práctica de la ley de Jurisdicciones por tribunales militares suscitaría, con la ferrerada, la crisis del pacto de El Pardo, de la cual sería consecuencia, a su vez -en 1913-, la crisis del maurismo (y del sistema bipartidista). En 1917, ampliando el oscuro horizonte abierto en 1905, las juntas de defensa de lanzaron al asalto del Estado, en medio de un proceso de descomposición social y política; en 1923, la Dictadura desplazó definitivamente el poder civil, sustituyéndolo por el directorio militar.. ., y liquidó la Mancomunidad Catalana, primer reducto ganado por la Lliga Regionalista en su camino hacia la autonomía. La Dictadura trajo la República, y la República naufragó en la guerra civil, la guerra incivil, digamos con propiedad. De las últimas singladuras de esta accidentada navegación no es necesario hablar, pero conviene acordarse siempre y tener muy presente un hecho incontestable: en el juego de reacciones y contrarreacciones suscitado por la divergencia entre Barcelona y Madrid, el saldo final es siempre tristemente negativo para las dos libertades, la que respalda la autonomía catalana, la que da vida a la España democrática. (Un episodio trágicamente ilustrativo, en plena República, se produjo en octubre de 1934. Fue el antecedente más directo de la catástrofe de julio de 1936)
¡Y ahora, cuando nos creíamos anclados en puerto seguro, de nuevo surge el doble repudio, el choque fatal entre lo que se hace o se dice en Madrid y lo que se produce en Barcelona! No nos hallamos ya en el Estado rígidamente centralista de la Restauración ni respiramos la atmósfera cargada de odios cainitas de la II República; la nuestra no es una sociedad en subdesarrollo, como la de 1905 o la de 1934: vivimos en democracia efectiva. Pero, por desgracia, también es cierto que hay mucha, muchísima gente -incluso en las esferas del Gobierno-, que todavía no ha entendido la magnitud del cambio histórico implicado en la sustitución del Estado centralista por el Estado de las autonomías, y hay mucha gente asimismo en el seno de los entes autonómicos que confunde tercamente la autonomía con otra cosa que prefiero no nombrar. (Es -más de una vez lo he señalado-, en el caso catalán, el desplazamiento del seny por la rauxa.)
Difícil arreglo va a hallar este desgarrón en plena campaña electoral, dividido el Parlamento español entre una mayoría que procede con la excesiva seguridad de los famosos 10 millones de votos -realidad que puede ofuscar al Gobierno o impedirle la percepción de otras realidades cotidianas evidentes- y una alternativa de poder que halla su más amplio apoyo en aquellos que aún sueñan con nostalgia en los 40 años del franquismo. No parece fácil que unos ni otros estén en condiciones de entender y evitar ciertas heridas de difícil cura. Vuelvo a lo que ya advertí en un artículo anterior: necesitamos un tercer camino, acorde con lo que significó el cambio iniciado en 1976. Necesitamos un centro conciliador, dispuesto a convertir en total realidad lo que se proyectó con ilusión hace siete años; una alternativa de centro que, si viene propuesta desde las plataformas autonómicas, supondrá el mejor refuerzo para el nuevo Estado y alejará las perspectivas (no nos engañemos: están agazapadas, esperando tercamente su momento) de una involución que bien podría buscar justificación y pretexto en la bola de nieve de sucesos tan estúpidos y tan preñados de carga explosiva como el que protagonizó inicialmente Julio Feo: una horterada con réplica delirante de los del tot o res.
¿Estamos aún a tiempo de corregir un peligroso rumbo desde la actual situación política? Permítame el Gobierno del Partido Socialista -y subrayo la simpatía que me merece su honestidad, su afán de hacerlo bien- una advertencia: debe huir como de la quema de aquel achaque tantas veces atribuido a Fraga: la ceguera del sostenella y no enmendalla.
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