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Ante la sentencia del tribunal Supremo

El autor defiende la tesis de que la rebelión del 23-F debió ser juzgada ante los tribunales ordinarios, en lugar de los militares. Profundizando en ello, afirma que en tiempo de paz no deberían existir siquiera tribunales militares y, de existir, en ningún caso habrían de tener competencia por razón del lugar ni de la persona.

El segundo acto forense del drama esperpéntico 23-F espera la sentencia inminente del Tribunal Supremo. Los sátrapas que empujaban a Juan Carlos de Borbón -nuevo Daniel- al foso de los leones, tratando de sellar sima y celada con el propio anillo -precinto real, vense ellos mismos, cual en la Babilonia de Darío, ante las justicieras fauces: hic et nunc, las del poder punitivo del Estado. (Aunque los mayores sátrapas civiles, que por lo visto conocíamos casi todos los españoles menos los encargados legalmente de ponerlos al descubierto con pruebas formales, permanecen bajo sus mantos y capas; y que cada palo aguente su vela). Uno, en todo caso, no logra evitar acordarse de lo que dijera O'Donnell a Fernández de los Ríos en vísperas de la vicalvarada: "Si es necesario, llegaremos a una república".Por todo esto, y por más motivos, jamás debió ser inquirido, investigado, enjuiciado un tal asunto por la jurisdicción militar. Y, aquí, la grave responsabilidad de no haber puesto aún en concordancia el Código de Justicia Militar de la dictadura con la Constitución, despreciando incluso el mandato expreso de hacerlo en plazo de un año impuesto por la ley orgánica 9/1980, que minirreformó el CJM en cumplimiento de los pactos de la Moncloa. Los señores García-Romanillos, Vega Escandón, Pío Cabanillas... y sus mandantes -ante quienes se estrellaron Joaquín Navarro, Leopoldo Torres, Julio Busquets en su intento de profundizar aquella reformilla en el sentido del artículo 117.5 del 24, etcétera, de la Constitución, puesto que entre la Moncloa y 1980 se había promulgado el texto máximo- están, ante la historia, junto a los señores Gutiérrez Mellado, Rodríguez Sahagún, Oliart...

Lo cierto es que nos metieron en la OTAN por narices y por mayoría aritmética, pero no han puesto nuestra justicia castrense en armonía, por ejemplo, con la de la República Federal de Alemania (que no tiene tribunales militares ni procedimiento militar), ni con la de Canadá (donde ocurre algo parecido), ni siquiera con la de Francia (donde, desde 1965, los tribunales castrenses han estado presididos por un juez civil y el vocal ponente también lo era). Y por cierto, igualmente que la citada ley 9/1980 ordenaba, también de modo expreso, adecuar la jurisdicción militar española con "la orgánica judicial militar de los Ejércitos extranjeros de más asidua relación". Y también en el plazo de un año.

Así, llegó el juicio de Campamento, y enjuiciaron y juzgaron una rebelión los únicos prácticamente que pueden rebelarse; y no sólo esto, sino que sus carreras militares descansanen un glorioso alzamiento contra un Gobierno y, un régimen basados en las urnas. (A lo que parece se refirió el teniente fiscal Conde Pumpido un poco de pasada, pero uno ya expresó esta leal preocupación en un artículo en EL PAI S hace cerca de un año. Es, decía entonces, reitero hoy, el antiguo y espinoso problema del juicio contra Diego de León, héroe de otra guerra civil, conde por la acción de Belascoain sobre el navarro Arga, juzgado por sus viejos compañeros de armas, defendido por otro, el general Roncali, quien dijo a los jueces: "Si le condenáis a muerte tendréis que haceros justicia ahorcándoos con vuestras propias fajas".) Hoy, gracias a la Constitución, no existe la pena de muerte en tiempo de paz -Diego de León fue fusilado- Por lo demás, todo esto se dice dando por supuesta, y aun cierta la honradez y buena fe de los jueces, pues se trata de algo objetivo (de índole política, moral, científica) que trasciende a aquéllos.

Poder jurídico y poder fáctico

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La jurisdicción militar está concebida para casos de emergencia, y más concretamente, de emergencia bélica. Por eso, el juicio se llama consejo de guerra y ha ofrecido siempre menos garantías que el juicio en los tribunales ordinarios. Así, en tiempo de paz no deberían existir siquiera tribunales militares y, de existir, en ningún caso habrían de tener competencia por razón del lugar ni de la persona; y por razón del delito sobran todavía muchas competencias castrenses (por ejemplo, ¿por qué han de juzgar los militares a quienes secuestren un avión de Iberia?). Todos esos casos de competencia militar afectan demasiado al principio constitucional de unidad jurisdiccional y al mismo Estado de derecho.

Porque el problema es fundamentalmente político. Como tiene escrito Juan Barja, la jurisdicción militar, al dar al Ejército un poder jurídico, se lo da fáctico. Este poder de derecho, verdadero cuarto poder, ya de por sí pugna con el Es tado democrático; pero, al coincidir el sujeto de su atribución jurídica con los detentadores de las armas, de los fusiles y cañones, la facticidad se multiplica por 100 o 1.000. Por ello, demasiado frecuentemente, quienes defienden con denuedo la extensión de la jurisdicción militar, no buscan que ésta sea competente para enjuiciar una deserción, una insubordina ción, el ataque a un centinela, sino objetivos políticos de mucho mayor calibre, contrarios al Estado democrático de derecho.

Por eso, en fin, ha sido tan importante que la vista ante el Tribunal Supremo transcurriera con sosiego y serenidad, tan al contrario del juicio de Campamento: porque ha mostrado, en un ejemplo máximo, los peligros -para todos, incluso para el propio Ejército- de hacer de éste juez y parte. Por eso mismo escribía estos días un cronista de Campamento y del Supremo que en aquel primer acto de la carretera de Extremadura circulaba el adagio según el cual "la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música" (sic). Por eso, también, confiamos en la justicia, la serenidad, la imparcialidad del Tribunal Supremo. Y no ha sido mi propósito referirme aquí a la inconsistencia de alegar obediencia debida (tanto el CJM como las ordenanzas dicen que no la hay para cometer delitos, particularmente contra la Constitución), estado de necesidad u otros motivos. Sé que -como en todas, absolutamente todas, las rebeliones- muchos de los participantes en esta de febrero fueron engañados, les llevaron al huerto, en argot castizo, pues ésta es la perenne fórmula para forzar el dominó. Y de algún modo tienen que defenderse, incluso diciendo algo tan kafkiano como que no hubo rebelión. Quien arriba firma sintió muy claramente aquella noche que se jugaba -de triunfar aquello que no fue rebelión- como mínimo la carrera o la libertad. Pero no es mi propósito, repito, echar leños en la hoguera de la justicia, que ni debe necesitarla ni es digno hostigar a quien se encuentra en la ingrata situación de justiciable.

Lo que sí me atrevo a pedir es que el previsible tercer y último acto forense (ante el Tribunal Constitucional; el mismo que probablemente habrían disuelto, de triunfar, los enjuiciados) sea corto para acabar ya este esperpento que nos convierte en caricatura de un país europeo. Ya es bastante que los militares que no hicimos la guerra civil paguemos todavía un 5% más de impuestos que quienes sí participaron en ella. Ya es bastante para nuestro sufrido irenismo que un montón de personas señaladas con nombres y apellidos, en libros y Prensa, como participantes en la conspiración y ejecución golpista, se hayan visto libres de juicio y condena. Ya es bastante que en los servicios de información sigan algunos de los que siguen. Pero quizá no fuera ocioso, sino seña de patriotismo y afecto al Gobierno, subrayar respetuosamente ante él, sin anfibología y sin afeites, que varios de los millones de votos que logró en octubre fueron, en buena parte, precisamente para que resolviera de una vez, en sentido plenamente democrático, una serie de asuntos militares congelados y puestos entre paréntesis por los anteriores Gobiernos. Y uno de. estos asuntos es tener una justicia militar simplemente como los demás países de Europa occidental, los otánicos y los no otánicos, como Suecia y Suiza.

José Luis Pitarch es capitán del Ejército. Licenciado en Derecho.

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