Colas ante el museo
Los MUSEOS han sido durante un largo período de nuestra historia lugares semivacíos e incomunicados de la vida de la ciudad. Su visita parecía reservada para estudiosos y eruditos o también, desde que cundió el turismo extranjero, puntos destinados a surtir rutinariamente el itinerario que las agencias de viajes preparaban a sus clientes. Las afluencias multitudinarias que en estos días convocan las exposiciones de Goya, en el Museo del Prado, de Dalí, en el de Arte Contemporáneo, o de Joan Miró, en la Fundación de su nombre, desmienten la mostrenca idea de que las manifestaciones artísticas no interesan al gran público. Colas continuas de hasta 300 metros a la entrada de las pinacotecas, a las que acuden familias enteras, y una masiva venta de catálogos, que ha obligado a apresuradas reediciones, son muestras de este entusiasmo, no exento de altercados, que ha superado todas las previsiones oficiales.
Este fenómeno, aun con proporciones no siempre tan espectaculares, no se circunscribe a estas recientes exhibiciones de pintura. Anteriormente, la gran exposición de Picasso en Madrid y Barcelona, la antológica de Henry Moore en el Retiro, las de Murillo o El Greco en el Museo del Prado, Ramón Casas y Mondrian en el palacio de la Virreina, las dos ediciones de ARCO, realismo norteamericano y expresionistas alemanes en Madrid y Barcelona, y en general casi todas las grandes exposiciones de la Fundación Juan March (Bacon, Matisse, Mondrian, Lichtenstein, etcétera, Leger ahora) o de La Caixa (transvanguardia italiana, Modigliani, Beruete, estas dos últimas vigentes) se celebraron y se celebran, de principio a fin, con un elevado número de asistentes.
Ha sido suficiente, en suma, que las salas hayan presentado exposiciones de entidad para que inmediatamente lo que se estimaba pura indolencia del público se trasformara en un ambiente de atención por la pintura, que hasta hace poco parecía un patrimonio exclusivo de las mitificadas capitales europeas. Los ministerios de Educación y de Cultura pueden extraer de esta experiencia la conclusión común de que acaso existan pocas acciones políticas con tan clamorosos resultados, al punto que se hace preciso alertar sobre la necesidad de acomodar la vigilancia de algunos museos a las avalanchas de los nuevos visitantes, adultos y escolares. Parece haber bastado, de una parte, que se suprimiera esa barrera psicológica del precio de la entrada a los museos nacionales y, de otra, que las exposiciones se eligieran con ambición y oportunidad, para que lo que la práctica elitista o episódica que suponía frecuentar una sala de pintura se haya convertido en un hecho contagioso, repetido y elevado a la categoría de acontecimiento en la vida ciudadana. En este sentido, las mayores urbes españolas, como Madrid o Barcelona, pueden haber servido de prueba para una práctica que sin duda quedaría en acción grotesca si acabara en la degustación de los habitantes de esas grandes capitales. La respuesta del públíco a las programaciones municipales y de instituciones privadas debe ser ponderada como constatación del interés cultural de un amplio estrato de españoles y, mejor aún, como el signo de una curiosidad largamente reprimida bajo el sistema político anterior, que no solamente fue mezquino en las libertades políticas. El Gobierno ha puesto especial énfasis en su oferta cultural y ha dotado a su Ministerio de Cultura con un insólito aumento presupuestario del 22% para este año. La desaparición ahora anunciada del impuesto de lujo en las transmisiones de obras de arte de artistas vivos es una buena noticia que añadir a los esfuerzos del Gabinete socialista por la difusión de la cultura, una ayuda real a los artistas plásticos, a los galeristas y a los aficionados, y un apoyo objetivo al arte en general. La próxima configuración democrática de las comunidades autónomas debe significar un nuevo sumando a los esfuerzos por extender lo que se ha hecho con las manifestaciones artísticas a otras expresiones de la cultura y a otras geografías de España.
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